Venía la tarde preñada de emociones,
con la inquietud manifiesta del alcance de los deseos, con la premisa celeridad de
aferrarse a la intemporalidad y forjar en el aire los arabescos y taraceas de
una reja figurada donde entronizar el geranio y su nobleza. Pasaban las horas
con la misma prontitud con la que el aire recitaba el poema de su efímera
gloria, la canción que enarbola cuando se plasma el silencio y toda su rotunda
contundencia se desploma sobre la espera, el discurso de lo oculto que se
materializa cuando la soledad se presenta y solo el susurro tímido, cadencioso
y lento del paso del tiempo va perforando el plomizo ambiente que lo rodea.
Una mirada que escruta el horizonte,
una sombra que no pasa, que va acortando su figura conforme declina la tarde, que
permanece inmóvil esperando la llegada de la sonrisa soñada, de la mirada
añorada que descubre relumbres mientras las horas transcurren y las sombras se
adueñan de las esquinas y plazas, de los rincones del alma donde placen los
amores, donde riela la plata de una luna nueva que embellece y siempre aclara,
los primores del candor, de la mejilla sonrosada por las palabras que estallan
en los filos del primor de unos labios encarnados, de unas mejillas que amenazan
con romper los esquemas de la inquietud si no alcanza el propósito de otros
labios.
Hubo un revuelo de sueños, un alboroto
de emociones precipitando un encuentro, la ruptura de la monotonía de la
perseverante espera, la quiebra por un instante del idilio y la quimera. El
clamor de unos timbales rompiendo el dolor de las ausencias. Dobló la esquina
una espigada silueta. Le seguía, como a un Moisés transportado a nuestro
tiempo, un rosario de pequeñas transparencias, que jugaban con el aire, que
engañaban su presencia ondeando en las alturas el blasón de la querencia
heredada y transmitida por la misma sangre en otras venas, los ancestros
recorriendo el sendero del barrio donde vivieron, donde penaron y amaron, donde
soñaron y murieron, que escondían su apariencia en la trémula oscilación incandescente
que recuerdan el principio y el final, breves luminiscencias que inscribían en la cal de las fachadas la
memoria de los siglos, las vivencias de los hombres que alertaron los silencios,
que guardaron los requiebros pintureros y los tornaron en rezos, que abrieron
sus corazones al amor y a la obediencia, a la entrega sin reparos que procura
la inocencia de la buena voluntad que reside y se acomoda en la conciencia, en
saberse agraciados por la fe.
Aquella aparición inesperada, Miguel
de Mañara improvisado y no querido, alertado del mundano repertorio de yerros
cometidos, advertencia de los hechos ignorados, exhortación de egoísmos y
desvelos por frívolos sentimientos, aquella comitiva transitando frente a él,
aquella hermosa sorpresa del destino, vino a despertarle sus sentidos. Transportado
a las gradas del olvido, donde habitan y se emparejan la locura y el cariño, la
demencia y el juicio la visión trastornada por lo visto, sintió alterar sus
sentidos y encontró en la dulzura de aquellos ojos dormidos la serenidad
necesaria para sosegar su destino, para encauzar su existencia y virar en su
paciencia la comprensión del amor.
Asomándose al precipicio del alma,
donde el vértigo se convierte en júbilo desmedido, donde la pena no tiene
cabida ni sentido, donde los miedos son vencidos por la fuerza del cariño,
experimentó el ser la contundencia de la alegría. Aferrado a luz del alborozo
vio taladrado sus sentidos, cuando el Cristo gritó desde el árbol de la Cruz el
mensaje del Amor. Prendido por la emoción, rendido por la gracia concedida de
poder contemplar al mismo Dios dormido, pensó que ser soñado en el sueño del
Divino Redentor, es el premio del Amor al ser amado.
Pasó el Cristo que va inerme por
Amor y la vista quebró la distancia. Unos ojos lo observan, una sonrisa voló de
un lado al otro de la calle. Se consumó la ensoñación y la espera obtuvo la
recompensa. Cuando traspasó el umbral de su casa, en la primera hora vespertina,
ignoraba que la tarde vendría preñada de sorpresas.
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