
Son
tan intrépidos y menesterosos estos nuevos atilas de la sociedad que ejecutan
sus acciones al amparo de la oscuridad, con alevosía y nocturnidad, evocando a
los bárbaros que se jactaban de haber destruido Roma mientras caminaban por los
escombros y ruinas de los principales edificios, enarbolando como trofeos de
caza, como reconocimiento a tan grande mérito, las piezas destrozadas de
hermosas escultura, de magníficos mosaícos o los ajados y trillados lienzos de
los mejores pintores.
Son
tan valientes estas nuevas generaciones de bárbaros, tan menesterosas en sus
acciones que las centran sobre los más nobles edificios, mancillando los muros
centenarios de las iglesias o denigrando los viejos caseríos con sus lustrosas
y artísticas pintadas, que ya podían hacerlas en el salón de sus viviendas y
así sus padres verían a los artistas que tienen en sus casas y a lo mejor ellos
sin tener constancia de ello, de los virtuosos pinceles que pueden sacarlos de
pobres.
No
les importa destruir el valor ancestral de los monumentos, ni destrozar la
maravillosa arquitectura civil que nos legaron nuestros antepasados, ni
ultrajar la memoria de sus abuelos porque carecen de los básicos valores de
coexistencia mínimos que requiere y exige la sociedad, porque son tan viles en sus maneras de
entender la convivencia que se dejan seducir por los modos salvajes. Y ahora
vendrán algunos psicólogos, y perdón por los que son amigos míos, a decirnos
que son unos inadaptados, que los hemos excluidos de nuestros ámbitos de vida
porque no hemos llegado a comprender los comportamientos aparejados a sus
hábitos y por eso muestran esta agresividad con lo material, para llamar
nuestra atención, que seamos comprensivos por sus actos e intentemos atraerlos
a nuestro lado… y un mojón para los humanos. Aquí lo que hace falta es castigar
duramente a quienes sólo se preocupan de destrozar lo que tanto trabajo y
dinero cuesta. Intentar motivar a la sociedad con explicaciones técnicas y
soluciones en las que el perjudicado encima tiene que verse abocado a la
aceptación de un dictamen freudiano, es como querer que los pingüinos trasladen
sus hábitos de vida al trópico.
Los
vándalos que han arrasado el portento arquitectónico del parque de María Luisa,
donde se situaba –y la conjugación verbal que utilizo es la correcta- la
plazoleta dedicada al Bachiller de Osuna, Francisco Rodríguez Marín, uno de los
grandes estudiosos cervantistas de nuestra literatura, ubicado en la plaza de
América, frente al Pabellón Real –cualquier lo demuelen para pasar una tarde de
asueto o calmar sus frustraciones, sin que nadie competente haga nada-, es la
demostración de la inutilidad de las actuaciones banales que se acometen contra
ellos. Unos energúmenos que quedarán impunes, si los logran apresar, y que
serán castigados con una mención jurídica sobre una falta. Total si lo que
hacen es lo aprendieron, la educación que recibieron en sus hogares, donde se
les aplica el tratamiento freudiano que culpabiliza a la sociedad de cuantos
males realizan, unos angelitos incomprendidos. Una vergüenza que dejemos que
estos nuevos vándalos puedan denigrar el paisaje urbano de forma tan
lamentable. Realizar esta “hazaña” requiere de dos cosas: la primera de
herramientas, lo que presupone premeditación y alevosía y lo segundo ser unos
hijos de puta.
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