General instruido en la academia de la vida donde
adquirió los galones dorados del generalato macareno, de arrestos suficientes para
el gobierno y mando de la mejor tropa, figura de añeja presencia romana que
vislumbraba el éxito de sus batallas acariciando el vidrio que contenía los
caldos que se crían en las solariegas bodegas del Aljarafe, tempus vitae que
solo era superado por el grácil movimiento de sus manos en los límites de un
barreño de loza acopiado de garbanzos en remojo, arcana efigie de emperador que
acuñó su perfil en la moneda de la intemporalidad y que la fue cambiando
conforme el espíritu de amor iba renovando la marcialidad de la tropa, soñador
inapelable del deber y el compromiso adquirido por los voluntarios que forman
legión en torno a al Hijo de la Esperanza, supremo mandatario, único hacerle
estremecer el ser y con necesaria para hacerle doblegar la rodilla y bajar la
altivez de su cabeza cuando le rendía cuentas y pleitesías en el mediodía del
Viernes Santo.
Ideólogo de la nueva centuria macarena, innovador de
la tradición y las estructuras sobre las que se fueron construyeron los pilares
con los que sustentar la coherencia sobre el alistamiento en las huestes del
amor al Señor de la Sentencia, con la argamasa
del sentimiento y el candor, con el compromiso de servirle con la mejor
veneración, incansables en el ademán. Nada es posible sin la voluntad, sin
aferrarse a las creencias, sin afianzar los comportamientos a las doctrinas, a
la unción necesaria para pertenecer a las mesnadas que escoltan al bendito
Sentenciado, sin esperar más soldada, más premio y recompensa el brillo de los
ojos reflejados en la rodela, todo el esplendor del imperio macareno
manifestándose en la sensación orgullosa de ser uno de los elegidos.
Turbó a quienes pensaban que la presunción y la
vanidad estaba por encima de la servidumbre y a la difusión de la gran verdad
que se recoge la apertura de los labios más hermosos del orbe, siempre
dispuestos a exhalar un hálito de Esperanza, un aliento que procura el
suficiente oxígeno para continuar la lucha, expandir e imponer el imperio de
los hijos de Esperanza. No rehuyó la lucha cuando fue designado, no eludió la responsabilidad
que ponían en sus manos porque se había curtido en los campos de batallas que
enfrentaban a los hombres cara a cara, sin remilgos, sin desprecios pero empuñando
verdades que abatían a los incrédulos, ni necesitó aduladores ni charlatanes a
la espalda para recordarle que era un hombre porque su alma estaba impregnada
de humanidad y no de deidad, porque era consciente de que el único que otorgaba
parabienes y colmaba de salud y sabiduría fue juzgado vilmente en un tribunal
hacía dos mil años.
Ahora ha tomado el sendero que lleva a la hacienda
donde reposan los bravos guerreros del amor tras las cruentas batallas que se
disputaban, acodados en las barras de tabernas con aromas de mostos nuevos y
manzanillas acarameladas, tan doradas
como el sol que las preñó de sabor, con el único fin de moderar los
afanes y concretar los fervores en el dulce rostro del Señor de la Sentencia.
Ahora ha tomado el camino de los adalides que se rebelaron contra la dictadura
de la incomprensión, del odio y el desamor, de los sublevados que heredaron la gracia
juanmanuelina de una coraza plateada como la luna, de veinte plumas que ondean
la gallardía de todo el sentir de la gente de la Macarena, el donaire de un
machete asido que iba señalando el camino
que conduce a la Esperanza.
Quedó dormido durante años para soñar el mejor de
los tránsitos, para aferrarse a la gran verdad que fue grabando en su corazón,
al descubrimiento de la realidad que espera al otro lado de las murallas, de
ese lugar de huertas y cuarteladas celestiales donde placen los gentiles
macarenos, los que guiaron a la fiel tropa por los senderos de la gloria que
conducen al hallazgo del amor, este sentimiento que yace en la profundidad
serena de los ojos del Señor de la Sentencia
Antonio Ángel Franco, capitán de los Armaos de la
Macarena, pero sobre todo un servidor de su Hermandad y gran mensajero de la
Esperanza.
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