Siempre llegan de improviso como
aquellos recuerdos que vienen precipitadamente para alterar los sentidos, para
desentrañar las emociones que, aún buceando en las profundidades del alma,
creíamos perdidos. Pero son como clarines que anuncian las alegrías y destrozan
los pérfidos presagios de la tristeza. Son como sonrisas abiertas al candor de
una promesa, la buena nueva del roce de unas manos juveniles que eriza la
candidez hasta provocar una convulsión de euforia porque presentimos la
premeditación del acto.
Se muestran como nigrománticos
especímenes que brotan desde las entrañas de la tierra y aparecen en las
andanas verdes de esos cosos de la verdad, que se iteran en hileras, que
ordenan los sentires y regulan la emoción, en esa línea que aromatiza la
nostalgia aunque mantenemos la certeza y la conciencia de deleitarnos con el
presente, esas plazas donde se lidia el tiempo, donde se combate la amargura y
el gozo se agita hasta remover las entrañas y convocar al ánima que nos enseña
el rigor de la caricia, que desvela la sensación que se parapeta en la timidez
y en la inocencia, esos valores que residen en las primeras épocas de la
juventud y que afloran y manan con exquisitez cuando se riegan sus campos con
el agua del amor.
Aparecen súbitamente, de un día para
otro, y danzan sus volátiles siluetas al arrullo de la primera brisa de la
mañana, esa que guarda el secreto de su idilio con la luz del amanecer, acicalando
el ámbito, dotándolo de hermosura, mariposeando entre la verde floresta que les
rodea hasta conformar un espacio donde toda su pequeñez, toda su diminuta
figura, se agiganta hasta tergiversar la visión, hasta engañar la mirada que
soslayo se ha vuelto ante el clamor de su aroma.
No
son más que minúsculos suspiros
que abaten el dolor, bálsamos que curan y cicatrizan la tristeza, que pugnan con
estos males del espíritu para disociarlos de la pesadumbre, para filtrar y
desarraigar la aflicción que se ampara en las trincheras del corazón cuando nos
retrotrae a las tardes del inicio de la primavera, aquellas en las que salíamos
despreocupados al encuentro de las emociones, a embriagarnos de la incuria por
las inutilidades, esas que hoy se empecinan en asediarnos el alma, en convertir
lo excepcional en cotidiano cuando lo maravilloso y hermoso viene anclado en el
recuerdo de una mirada perdida, y a derrochar esa edad que nos sobraba, ese
tiempo que creíamos inagotable porque nos hacía feliz, y el elixir que se nos
fue diluyendo entre los dedos, disolviéndose y penetrando por los poros de
nuestra piel, cuando no inoculándonos el sentimiento, nuevo y poderoso, del
primer amor.
Llegan arrasando los sentidos,
contagiándonos de su atracción, confundiendo la razón, menoscabando el poder de
nuestra mente hasta ridiculizar el ego que asomaba por los ventanales del
conocimiento; no son como aquellos mentores que perseguían a los emperadores
romanos para recordarles su naturaleza y origen, la condición terrenal que nos
ancla al lodoso fondo del linaje humano, sino que nos transportan al estadio
místico donde nos dejamos seducir por la aspiración del alcance de la
felicidad, por el sueño de compartir el instante, la claridad albea de la
primicia al contemplar la primera luz del día, esa que destiñe la negritud del
firmamento para convertirlo en el espejo celeste donde yacen las aguas de los
mares, el caudal de los ríos y hasta el ronroneo de la fuente del jardín que
ensoñara a Juan Ramón Jiménez.
Esta
insignificancia albea, este minúsculo doncel acorazado de los pétalos abiertos
y los sépalos contraídos, donde se estigmatizan sus fragancias, esta pequeñez
que se muestra estrellada al borde mismo de la rama, precursor del fruto que
manará del naranjo apenas comiencen a declinar las tardes y sus luces malvas
nos adviertan de la oclusión del tiempo en las eras del otoño, que nos tiene en
vilo cuando se ausenta o demora su cita con la primera hora de la primavera, es
la imagen del preludio de la gran convocatoria emocional, del tiempo vencido
por el tiempo que regresa para arañarnos la nostalgia y convertirnos en
prisioneros de felicidad. Estos brotes de azahar nos recitan el verso que en el
aire expira, ¡¿hay algo más hermoso que Sevilla
en primavera?!
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