
Hoy la luz si es distinta. Es una
luz preñada de inquietudes, de esencias que removerán el alma hasta exaltarla,
que resanará las viejas heridas del tiempo, que recuperará las alegrías que
estuvieron vegetando en las profundidades de la añoranza. Es esta luz única,
que baña la tierra para dorar su gleba y construir escenas que solo son posibles
en la circunspección de la menta sevillana y que misteriosamente se va
imponiendo para ensalzar la melancolía que hace feliz a quien la recibe. Esto es
sólo comprensible desde el punto de vista de los nacidos en esta tierra
heredada de la Híspalis romana, un estatus
de sobriedad que adquiere dimensión de gloria con la embriaguez de la hermosura
visual de una azulejo trianero, proyectándose al mundo desde su localización en el alabastro donde
fue depositado, por la reflectaría luminosidad de un rayo de sol espejándose en
él. Es la incógnita que sólo se resuelve desde la locura; es el enigma que no
tiene solución si no desde la paranoia, de la meticulosa divagación de las
horas que se van difuminando en el espacio conforme los varales de una paso de
palio son engullidos por las fieras fauces de una esquina y se reconvierta en
nueva alegría a la visión de otros, que ignoran que esa misma figuración ya ha
sido deleitada y consumida desde el averno contrapuesto.
Hoy la luz viene anunciando la buena
nueva de la recuperación del tiempo que creíamos olvidado, de aquella mentira que
nos fueron imponiendo los días, las semanas y los meses sobre su imbatibilidad.
Viene envuelta en la celosía de la presunción, de la inmodestia innata de su
altanería, con el orgullo encumbrado sobre el pedestal que lo muestra con la
galardón del fiero combate que acaba de librar contra las tinieblas, contra la
oscuridad inmediata, que ahora sestea en los campos de la derrota, esperando el
retorno de su gloria, del tiempo en el que se adueñe de la pesadumbre y las
sombras prevalezcan anestesiando las emociones, alejándonos de los instantes
que ahora son nuestros.
Es esta nueva luz, premonición de la
primavera, la que traerá los aromas antiguos, enfrascados en verdes copas
árboles, mariposeando su contorno con albo aleteo de sus pétalos, para
embriagar los sentidos, para recordar que la vida siempre emerge, que se
deshace de las premuras manidas con las que se envuelven. Es la luz que va
regenerando la existencia y las conductas que nos fueron transmitidas para
hacernos irresponsables en nuestros comportamientos, de las emociones que nos
sorprenden y nos arrollarán sin misericordia para hacernos felices, pues ya lo mismo surcará una lágrima la tersura de una mejilla o la
sonrisas nos descubrirá la sensación de la exaltación de la dicha.
Es esta misma luz la que planea desde
los cielos inmaculados, sorteando las alturas de los confines de la gracia y
desciende sobre los aleros de las azoteas, sobre las viejas y recelosas cúpulas
de los templos para introducirse en sus entrañas por las linternas y sorprender
al dorado labrado de un altar o inundar con su mayestático poder todos los
espacios donde habitaban las tenebrosidades, donde se afincaban los recelos y
donde vagaban los misterios, ahora resueltos y restituidos a la visión.
Es
esta luz de los primeros días de marzo la que nos devuelve la sinrazón, la desmedida
frivolidad de las querencias y devociones, la que nos altera los índices del
orden, la que nos provoca con la inmediatez de la dicha hasta exacerbar los
sentidos. Es esta luz la primicia sobre la belleza, la que despereza la rutina
y la vuelve menesterosa ocupación, en un ir y venir de emociones, en
apresurarnos en la convicción de lo bueno que está por llegar, es la voz
traslucida que nos pregona la ruptura del alma hasta que la Niña, que va a
cumplir diecinueve años, regrese para suturarnos las heridas y recomponernos el
cuerpo en mañana de un viernes santo, y repliegue su luminiscencia porque será
eclipsada por el fulgor de la Bienaventurada, cuando la proclamada Bendita
entre todas las mujeres anegue con su luz el cielo de la Resolana.
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