Una de las primeras imágenes
que mantengo, de la que soy consciente y puedo vivificar con nitidez, son los
nazarenos de San Bernardo discurriendo por la recoleta plaza de la Alianza.
Pausadamente, sin las estridencias ni las prisas que marcan nuestros tiempo, y
que en demasiadas ocasiones convierten la estación de penitencia en una especie
rally cofradiero, más preocupados por hacer prevalecer el estricto horario que
nos hacen cumplir que por guardar la penitencia y la observancia de la
intimidad que nos procura el antifaz, que de esto habría mucho que hablar y
discutir. No hay nada más hermoso, de poder concretarse, que escudriñar en
nuestro interior, de poder aislarnos de las miserias y materialismos de la vida
cotidiana y recapacitar sobre nuestras actitudes y aptitudes ante el compromiso
–que no se nos olvide, que adquirimos voluntariamente- de seguir y cumplir los
mandatos de Dios, que se hizo hombre en aquel Carpintero de Judea y que
promulgando valores vitales que aún hoy en día no se llevan a cabo, y que murió
por la redención de nuestras culpas.
Iban
pasando con la lentitud ineludible de sus interioridades, abstraídos en sus pensamientos,
enclaustrados en el monasterio en el que convertimos nuestros hábitos
penitenciales. Nada parecía alterarles. Su condición de penitentes de luz les
habilitaba para ir señalando el sendero por el que habría de pasar el Cristo
que duerme pendido del árbol del sufrimiento, de la madera que santifica y
sana, que abarca la dimensión humana hasta comprimirla en el bello sueño de
Jesús. No había más precipitaciones que la de la luna por querer burlar las
almenas de la Alcazaba y esparcir su argénteo resplandor por la blancura de la
cal y proyectar en los muros de las viejas casas la silueta del Señor que vence a
la muerte. En la lejanía, acunados por la brisa de las primeras horas de la
noche, llegaban los sonidos de una marcha de cornetas y tambores, confundidos
con el murmullo de un gentío que calmaba sus ansias refugiándose en el
silencio, ese retiro espiritual que viene clamado por el siseo suplicante que
ajusticiaba el rezongo de la multitud.
Poco
a poco, como el racheo de los costaleros, las sombras fueron anegando los
límites de aquel espacio, sembrando de intimidad y recogimiento cada lienzo de
la muralla almohade que habría de ensabanar a los componentes de la cofradía.
De improviso todo se vio sorprendido por una voz que mandaba, por unas órdenes
que eran escrupulosamente obedecidas y que fueron acercando el paso al orto de
la plaza, donde el ronroneo del agua aplicaba una suave oración, y los altos
candelabros del paso conferían a la escena una grandilocuente majestuosidad.
Las miradas se elevaban hasta converger con la dulzura del rostro del Señor. El
torrente de una voz, enronquecida y flamenca, asaltó el silencio. Aquel
estruendo no desfiguró el recogimiento sino que, muy al contrario, transfiguró
la esencia del momento y acentuó la espiritualidad popular, acrecentó la
emoción y sublevó los sentimientos. Las últimas parejas de nazarenos fueron
desapareciendo, engullidos misteriosamente, por la calle Rodrigo Caro, y el
silbido de los adoquines les dirigían en el camino de regreso.
Cuando
se alzó el paso, para seguir la pausada comitiva, prendió de mí un gesto de
compasión, un hálito de tristeza porque el tiempo me robaba aquel instante de
hermosura, aquel encuentro con la santificación del sentimiento, aunque no
tuviera constancia de que prendía en mí, que iba soterradamente horadando el
campo de mis emociones e implantando una semilla que luego germinó y floreció
para descubrirme todo un mundo de revelaciones religiosas, envueltos en el
celofán de los sentimientos.
Aquella
lejana noche, de un miércoles santo de mi infancia, tomé conciencia de la
grandeza que penetraba en mí, de la fuerza mayestática que retiene la vivencia
y que prende, sangre y fuego, para grabar sus mensajes y hacernos prisioneros
de la emoción. Los nazarenos de San Bernardo pasando junto a mí, sin prisa, sin
desazones, dejando acariciar sus capas por las brisas de la noche y sus ojos
atravesando la espesura de la oscuridad para encontrar la paz en el rostro
–muerte serena que acompaña en la vida- del Cristo de la Salud.
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