Son dos, solo dos, pero parecen
multiplicarse cuando realizan las labores que le son encomendadas. Por sus
venas corre la misma sangre, comieron en la misma mesa y compartieron los espacios
y los mismos juegos durante sus infancias. Comentan que fueron felices y que
jamás pasaron escasez ni necesidad. Nuestra generación se vio circunscrita, en
sus comportamientos y aptitudes, por el tardo franquismo pero supimos gozar de
las limitaciones sociales y económicas que padecimos. A soñar que se echaran no
podían imaginar los designios que el destino les tenía preparados, una grata
sorpresa, una ilusión con la que muy pocos pueden concretar y regocijarse. Esta
designación providencial les ha convertidos en dos seres privilegiados, aunque
ellos no presumen ni alardean de esta distinción, en dos personas que durante
unas horas observan el verdadero rostro de Dios desde los más diversos ángulos.
Su menudez física no les desprovee
de la gran humanidad que atesoran, de la calidad sentimental que guardan en el
corazón. Muy al contario derrochan bondad y sencillez a mansalva, quizás por
ello fueron señalados en su día para ejercer el mejor de los oficios, la más
caritativa y entregada de las misiones durante una estación de penitencia. Van
dando agua al sediento, promulgando la hermosa cita evangélica. Son dos aguadores.
O mejor dicho son los aguaores, los que proveen del líquido elemento a los
costaleros del Señor de Sevilla. Ellos saben que la luz malva del amanecer
tiene una sencilla explicación, que cuando aparece tiñendo los tejados del
viejo caserío por donde pasa el Señor. Es el hábito penitencial con el que se inviste
el cielo para acompañarle en su regreso a San Lorenzo, la vestimenta
penitencial del firmamento que acompaña la firmeza de la zancada que provee de
vida y da aliento a quienes tanto necesitamos de su gracia. Ellos saben de
oraciones que se van incrustando en los recovecos de los respiraderos, conocen
las súplicas que se lanzan en medio del gran silencio que antecede y sucede a
la Salvación que se contempla. Han visto pasar los años en los mismos ojos que
lloran en la madrugada cuando tienen el atrevimiento de buscar los ojos del
Todopoderoso, en una cita puntual que se renueva cada primavera, son
conscientes de las penas que van regando el viejo monte de claveles que
soportan el gran dolor, toda la amargura que se resana cuando se rozan con su
talón, como los primeros viernes de cada mes los labios se posan en el sustento
poderoso, en el punto donde confluyen la fuerza, la emoción y el sentimiento,
el peso de los siglos en forma de cruz.
Tienen la suerte de ver el rostro de Dios desde
ángulos que le es prohibido al común de los mortales. Ni a los más viejos que forman
en filas, ni al capataz que le guía por las calles. Rafael y Guillermo son
guardianes de los secretos del Señor, fieles fedatarios del misterio que acoge
siempre y nunca repele ni rechaza. Dan agua para que la zancada majestuosa del
Señor siga departiendo la misericordia, derrochando las concesiones que sólo su
Gran Poder puede ofertar.
Es su gran suerte y son embajada permanente
de su mensaje salvífico. Pero los fríos de la noche, la ruptura de los velos
del templo de la ciudad, tanta entrega, tanto celo para con los prójimos
provocan una sed inmensa en ellos, una necesidad incapaz de saciarse si no es acudiendo
a la mismas fuente de la que tomaron sus aguas, esas que son capaz de darle al
alma la irremisible paz, la inmensa satisfacción que tiene la misma procedencia
divina. Y apenas el Señor descansa sobre el mármol que lo acoge, que es
arropado por los muros de su basílica, y la primera luz de la mañana comienza a
deshacer el rocío, allá en las huertas que florean a extramuros, entonan el
primer salmo para la nueva misión, echan sobre su espalda la humedad de la
vasija e inician el recorrido que les acercará al otro extremo de la emoción.
El andar presuroso denota su ansiedad por el encuentro, acortan los caminos,
rompen barreras y engañan al cansancio. Y apenas comienza el sol a buscar el
imposible idilio con la mejor y más excelsa creación de Dios, La que todo lo
todo lo puede, la eterna sembradora de bondad, La que es capaz de henchir los
corazones y vaciar las almas de penas, la Madre de Dios caminando entre
nosotros, ellos se apostan en los laterales de su paso de palio para calmar la
sed terrenal de quienes poseen en el mejor de los privilegios, de los mejores
hijos de la Esperanza.
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