Toda solemnidad se hace presencia en
el ambiente como loa y muestras del amor hacia la Madre. Toda la grandeza que
rodea a la ceremonia se empequeñece ante la presencia de Ella. La dignidad de
los cánticos, de la proclamación de los salmos, de los ritos que regresan y se
materializan para conformar el conglomerado litúrgico que se otorga como
ofrenda para depositar a las plantas de Quién es capaz procurar la buenaventura
con el hito de su mirada, se diluye en la ambrosía que mana de la serena
belleza que preside y engalana esta estancia de recogimiento y oración, estos
mármoles que hacen acopio de la grandeza y sabiduría que implantaron la
sencillez y la voluntad de los hombres para rendir pleitesía a la Madre de
Dios.
Toda la fortaleza de los cimientos
que se izaron para sostén de la Gracia, todo el poder de los muros que se
elevaron para recoger la Palabra, toda la argamasa que se empleó para soportar
los rezos, toda la materia utilizada para acaparar las miradas se han eclipsado
cuando aparece esta Reina que se muestra valiente y altiva en el precipicio del
camarín que la salvaguarda, más cercana, tan inmediata que pareciera expuesta
en la nube que la elevó a la gloria.
Todo el clamor del saludo, la salve
que se entona como preámbulo del inicio de estos siete días en los que se
proclama su nombre como muestra de salvación, como recuerdo inequívoco de que
somos transición por este valle de lágrimas y que solo el consuelo de poder
Contemplarla nos hace más llevado nuestro sino, porque al final del camino se
hará realidad nuestro sueño, se concretará la utopía de reposar en el lecho que
nos tiene preparado en su regazo.
Toda la sabiduría que soporta la
tradición se derrumba en el amor que mana de la fuente inagotable de sus ojos,
cualquier premonición salvífica para nuestra almas pasa por un instante de admiración,
sentado frente a Ella, invocando su mediación para la redención que se reclama,
un instante de oración es vencer el paso del tiempo, una lágrima recorriendo la
amalgama de las manos, la mejor meditación. Todo lo demás sobra, todo el boato se
resume en la mera condición de sentirse beneficiados por una gracia de Dios, la
que otorga la grandeza de su cara.
Siete días que sumergen en la gloria
a la gente de la Macarena, siete días de oración para rendir pleitesía a la luz
que guía el mundo, al faro que nos señala la senda de la ilusión. Siete días de
venturas que alegran el corazón, que rejuvenecen el alma, que altera la
condición humana; siete jornadas de conversación cara a cara, siete días que
reportan claridad para el sendero que nos guía a la gloria, siete de días de
preparación para alcanzar la memoria e instituir la razón de la locura, la
cordura de la sinrazón que se asienta en nuestro ser cuando se vencen las
sombras en el amanecer, en la mañana del Viernes Santo. Siete días para el
desprendimiento de la prudencia innata a la condición humana y convertirla en
la expresión sentimental que rebosa y se derrama del interior hasta secar las
cuencas de nuestros ojos; siete días convocados a la revisión de la calma que
precede a la gran tormenta que se desatará cuando la luna cubra de plata los
tejados y azoteas, los terciopelos morados y el merino de las capas, el vidrio
de las miradas y la voz de las garganta, las proclamas de realeza y los
silencios que cruzan el aire de la mañana pidiendo que esta locura perdure, que
no se deshaga y convierta en recuerdo el instante.
Siete de días que nos llevan desde el cielo hasta la
tierra, a comprender que lo humano es efímero, que solo perdura su gracia, que
sólo hay un cielo habitable donde descansar tras la dureza de la marcha, el
amparo de su pecho, misterioso hogar donde reponernos de la turbación que supuso
caminar por esta vida.
Siete días con Ella, aturdidos a sus plantas. Todo
quedará en la nada, no hay propuestas que te hagas que no sean sometidas,
arrinconadas cuando traspasas la puerta y te encuentras su mirada. Ahí quedas
rendidos, a merced de su Palabra, de la grandeza que entronca con la mirada de Dios y dogma de
su Esperanza.
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