Éramos como los cachorros recién
descubriendo la libertad, ansiosos por acaparar conocimientos, enredados en una
malla de sentimientos que trastornaban nuestros sentidos cuando descubríamos
los parajes y paisajes que antes nos llegaban en la transmisión de la palabra,
por aquella delación de la tradición oral que legaban nuestros ancestros pero
que hasta aquel preciso instante en el que se aparecía ante nosotros, de
improviso y sin aviso, el relucir dorado de una cruz de guía perforando el aire
con el ariete de sus ángulos, rasgando el velo de la densidad aromática que se
tejía para la eventualidad del instante y proveniente de una hilera de naranjos
que guiaban nuestros pasos a San Vicente, manteníamos el concepto de belleza en
la teoría de la suposición; hasta que no nos enfrentamos al majestuoso caminar
de un paso de misterio no mantuvimos la preclara certeza de sabernos
beneficiados por la herencia que recibíamos, que deberíamos preservar de las
inclemencias de la indiferencia, de los ataques de la intolerancia o la
ignorancia.
Asaltábamos las calles apenas el día
comenzaba a menguar y el sol iba desplazándose de su orto natural buscando las
lindes del horizonte -esas fronteras que donde reposan los sueños para
introducirse en nosotros, reptando por las laderas de las prominencias del
Aljarafe a modo de sinfonía sonora de
una marcha o del silencio profanado por el crujir de las trabajaderas al paso de
la nave que surca las estrecheces de una calle- cuando el telar del firmamento
se tiñe de negro para que refulgen los azogues de los luceros y se enaltezca la
ilusión que se erige con la tramoya del mejor escenario para la recreación de
la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. No teníamos ningún
miedo al cansancio, ni nos abatíamos ante el transcurso de las horas que
litigiaban con el aguante muscular que se tonificaba y nutría con la avidez,
hasta regenerar sus ínfimas moléculas, por escuchar la saeta en el balcón de
siempre o un clamor de cornetas y tambores por la confidencia del amigo que
tocaba en la banda, situaciones que solían dotarnos de un nuevo vigor; no
manteníamos más que ilusión por desembarcar nuestras ansias en las orillas del
ensueño, por desempolvar la alegría que se mantenía enclaustrada en las
entrañas del alma hasta que contemplábamos aquel nazareno, de azul y plata, que
caminaba presuroso por la acera que la conducía
a la puerta de acceso de San Julián.
Siempre había un motivo para que nos
embargara la emoción. Siempre encontrábamos una ocasión para reinventar
nuestras historias, para promulgar la imperiosa necesidad de manifestar la alegría
con la locuacidad de unos ojos abiertos, absortos a la contemplación del paso
de misterio que siempre iba de frente por más que la atronadora música se obstinara
en anidar en las espadañas de los conventos cercanos, en buscar la aliada complacencia
del fundido de las campanas de la pequeña capilla que asoma sus blancuras a la
plaza de los Carros, tal vez porque ya adivinaba que un ascua de luz, capaz de
dotar de vida a todo el portento del diseño juanmanuelino, vendría a
descubrirnos los matices de las piezas bordadas sobresaliendo de los límites cromáticos
de los lienzos aterciopelados, de las
figuras que surgían del telar oscuro para asomarse y vislumbrar el asombro de
otros ojos fascinados en su contemplación.
Éramos el anuncio de la presencia
inmediata, los heraldos que confirmaban la llegada del Señor, envuelto en una
nube de incienso, o de la Virgen que traía todo el dolor de la Madre destrozada
reflejado en el rostro. Éramos los que siempre estábamos en el lugar, en el
espacio donde coincidíamos con otros grupos que soñaban como nosotros, en
retener la maravillosa visión, el momento idílico, en la retina de la memoria,
y que tal vez, en este mismo y preciso instante, venga vencido por la nostalgia
e intente recuperar el cansancio de un sábado santo, cuando la grisácea
desesperación se presentaba para vencernos y hundirnos, en el atrio repleto de
naranjos de María Auxiliadora, en la decepción, ignorando que el transcurso del
tiempo vendría a imponernos otros modos, otras formas, otros instantes y hasta
otros amigos para contemplar los piadosos días de la Semana Santa.
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