
La palabra, siempre la palabra, que
nos enfrenta a la realidad, que hace posible la materialización de la fantasía
y que reafirma los mayores propósitos de Dios para la salvación del hombre. Es
la belleza de la expresión, la realeza de su pronunciación que nos enajena las
emociones y las convierte en sensaciones físicas, que nos seducen por la
hermosura que proyectan y nos retraen a la cognición, al principio del mensaje
sobre la idoneidad de la deidad como fin para alcanzar la bondad.
Ayer se dio el aldabonazo, la
primera llamada que entreabre el portón de la alegría, de las sensaciones que
comienzan a desplazarse para anegar de luz el tiempo del principio aunque
empiece a confundirse con el fin. Ayer se cumplió el rito de la palabra, el
vínculo del Verbo con la ciudad. Ayer se abrieron los cielos que muestran el
tapiz inmaculado y puro de las esencias que nos fueron predestinadas desde el
origen, desde el mismo inicio de los tiempos, la sofisticación de la memoria
que nos anticipa el tiempo que hemos de vivir porque reside en ella otra época
que nos solivianta el alma. Hasta allí, hasta los mismos confines del alma nos
transportó el bello texto que se pronunció como anuncio de la dicha, de la
ventura que correrá presurosa por las venas de la ciudad hasta exaltar las
emociones, hasta reinventar las vivencias que tienen sede en nuestro ser, que
son como parte de nosotros,, como entes autónomos que recuperan el aliento y
toman vida momentáneamente para aclamar el ánimo y hacernos vibrar hasta la
última música que huya por la flecha mudéjar que apunta al cenit celeste como
hito que se aventura en proclamar la Resurrección.
Así, introvertidos en las secuencias
que nos fueron presentadas, llegará a nosotros el día. El sol abatirá la
penumbras y poblará de resplandores lo sacrosantos retablos que se nos mostrarán
públicamente, enunciación popular de la proclamación de la Palabra, de la
protestación pública de la fe que recorrerá el aire de la ciudad advirtiendo
que no hay mayor dicha, ni mejor ventura, ni contento más excepcional, que esta
promesa de la ausencia de la tristeza, del apartar el dolor para dar paso a la
exultación y al júbilo, para acrecentar la convivencia y demostrar la grandeza espiritual
que subyace en la contemplación del Cristo del Amor o en la inquietud mística
que se descubre en el perímetro de ese triángulo amoroso que conforman las
lágrimas surcando las mejillas de la Virgen del Valle.
Ayer un hombre, un cristiano que se vincula
con Dios mediante la conversación con las Imágenes Titulares de su Hermandad, que
es capaz de reconocer las grandezas del Espíritu Santo en el rostro aniñado de
la Virgen de Guadalupe, un sevillano que es fiel reflejo de identificación del
resto de sus conciudadanos, nos arrancó de la nostalgia para incrustarnos en el
ansia de estos días para que expiren y nos precipiten al edén de los días
grandes.
Así que pasen siete días, con el eco
de las palabras del pregón, con la satisfacción por haber oído este prefacio
literario de Ignacio Pérez Franco, una zapatillas volverán a resonar en la
madera de la una rampa que retiene las vivencias y los recuerdos de pequeños
zapatos de charol y las voces menudas gritando a la rosa de los vientos de
Sevilla que habrá comenzado su Semana Santa.
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