Terminaba la jornada laboral cuando
le sorprendió aquella comitiva, que como la santa compaña, caminaba en la
oscuridad sorteando los obstáculos que se exponían en la vía pública, aleteando
los pies que marcaban el son de la gallardía, el estruendo de los pífanos
clamando avisos de inminencias y emociones, premoniciones de alegrías
confundidas y enredadas en la obediencia penitencial de las fechas más
significadas. Eran los alminares testigos de aquel desfile que derrochaba
marcialidad, la enjundia popular más excelsa, aquella tropa tan variopinta, tan
desigual en la condición social y tan fraternal y sumisa, todos alistados en la
bandera que no hace distingos que no busca destacados ni más distinción que la de la amistad, bajo las
órdenes de un general que adquirió su
norma de mando en las cuarteladas del mercado. Aquellas huestes caminando por
los polvorientos senderos que aún laminaban las calles del viejo barrio que se
guarece y protege tras los lienzos pétreos que el mismo Julio César mandara
edificar para defender la Híspalis conquistada de las turbas vándalas,
ignorando que los siglos instituirían, en el mismo trozo de tierra, un
destacamento para defender la gloria del imperio. Presentía el viejo caudillo
que allí se guardaría el más preciado bien de la humanidad, lo que con el
tiempo vendría a ser templo donde se erigiría el centro del dogmatismo más
hermoso. Aquella fecunda tierra donde se erguían los limoneros, los árboles que
nacieron para aromatizar las cuencas de la emoción cercana, los arrayanes donde
los muhadines lanzaban sus proclamas sobre la grandeza de Dios y despertaban
las esencias para hacer más llevaderas las tareas hortícolas, donde el caíd
dictaba sus normas legislativas para poner orden y justicia, paseaban ahora,
triunfales y orgullosos los hombres que se transmutaban en argantonios
presuntuosos de su condición, de obtener en el breve espacio de un minuto, la
misteriosa y fantástica transfiguración que les hacía poseedores de la gran
dicha, del secreto que se les confiere tras haber oído la égloga que dicta La
que preside sus corazones.
Allí estaban, pasando frente a él,
como si le brindaran la revista que se
ofrece a los grandes dignatarios. Allí comenzó su sueño. En aquella
estrechez que delimitaba el tiempo, los siglos en los enjutos rostros
rebosantes alegría, transmitiéndole el mensaje que a ellos le fue legado. Allí
estaban transgrediendo las leyes universales, aquellos emisarios de la Legión
Tercera, desertores de Tiberio y su horror para establecerse en la hermosura y
la dulzura del rostro del Inocente, presentándole sus credenciales. Allí
estaban aquellos hombres invitándole a seguir la estela marcada en el suelo y
terminaba en San Gil.
El joven se descubrió, dejó la gorra
caer y se ajustó los puños de la raída camisa a las muñecas. Se puso en
posición de firmes, y con todo el orgullo capaz de retener en su rostro,
rubricado por una sonrisa que atravesaba el páramo de su cara, se dispuso a que
la honrosa tropa macarena le rindiera honores.
Allí se empapó con la gran
distinción, allí la fue impuesta la medalla de la emoción y el sentimiento, la
corona de laurel que reconoce a los egregios y a los ilustres, aunque la pureza
de la sangre y los antecedente nobiliarios necesarios para el ingreso en esta
orden de caballeros se obtengan en la viejas cuarteladas de la plaza de
abastos, en tornillerías de los talleres, en el lustrado de la piel del calzado
de una afamado limpiabotas o en el magisterio de la selección de la mejor
recova.
Hoy hace setenta años que un niño
observara el discurrir de la tropa macarena, por delante de él y se prendieran
todas las emociones, todas las esencias que los siglos fueron imprimiéndoles en
el corazón. Desde entonces pasó a formar parte de estas huestes del amor, de
esta tropa que lo enganchó en el menesteroso y profundo oficio de la difusión
de la Esperanza, y cada mañana de Jueves Santo, cuando rinden custodia y
pleitesía a los pies del bendito Sentenciado y de su Madre, La cura toda pena, la
divina sembradora de Esperanza, prestó sus servicios acercando la pitanza a los
armaos para que no desfallecieran ante tan difícil tarea.
Este año, tras décadas de tan
menesterosa prestación, de dedicación a lo que siempre aspiró y nunca llegó a
ser, no podrá acudir físicamente a la cita, ni acompañar durante el recorrido
civil que realizan por la tarde, a las más excelsa tropa de la cristiandad, junto al cabo gastador, marcando los pasos
como si otro de ellos fuera. La edad ya ha marcado demasiadas limitaciones en
él. Seguramente, en lo más íntimo de su ser, donde arraigan los más hermosos
recuerdos, aparezca aquel niño que quedó prendado de los Armaos de la Macarena,
y desde la estancia en la que habita, recuerde aquel día en el soñó con pasar
revista a la legión macarena que custodia el amor del Señor de la Sentencia.
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