Hoy no ha
necesitado más que la alarma de sus sentimientos para poder levantarse, para
deshacerse de este duermevela que le ha provocado un desconcierto en el
descanso, aunque sabe que a partir de ahora las esperas le seccionarán el sueño,
compartimentarán los espacios donde habitan el sopor y la somnolencia. No ha
precisado más que el estruendo de la ilusión para poner los pies en el suelo
sin dilación alguna. Ha tronado en el cielo la certeza de sus ansias, un aviso
para poner en conocimiento de todos, de los feligreses y vecinos, que ya ha
llegado el día, que se han cumplido los ritos y las horas han ido ahogándose en
el mar de los desasosiegos.
Se ha precipitado por las angosturas
de las calles que conducen a la parroquia y no le han faltado ni el resuello ni
el aliento, muy al contrario ha llegado alzado por su propia alegría, para
reencontrarse con el brillo argénteo de una carreta que todavía no reluce
porque falta la esencia, la sustancia principal, que se será centro de
observancias, núcleo de un universo sobre el que girarán todas las emociones
que no se podrán contener, todas las alegrías condensadas en la expresividad de
un rostro que atrae, con la potencia de una gravedad irresistible, el fervor más
popular y sencillo, el más humilde pero instruida para configurar la liturgia
más excelsa y pomposa, la que es capaz de dar lustre y esplendor basilical, a
la sombra abovedada de una encina o bajo el celeste cóncavo del cielo de mayo.
Se ha introducido en el templo con
la misma candidez que aquella vez en la que las ausencias marcaron sus mejillas
e hicieron retumbar los recovecos de su alma, aquel día que la memoria le pegó
una punzada en el corazón porque las rudas manos, que tantas veces le guiaran
por el camino, que tantos abrazos le diera en las mañanas gloriosas del primer
lunes de Pentecostés, que se alzaban dando vivas y alabando al Pastorcito
Divino, no se aferraban a las suyas porque se asían al poder enjaretado de la
carreta que le había encarrilado el sendero hacia el encuentro final y
verdadero con la Madre de Dios, a la misma galera que se aferraba él ahora para
cumplir con la promesa, con el voto juramentado a las plantas de la Virgen que
todo lo puede, a la Virgen que es capaz de manifestarse, concretarse y
solventar los más crudos problemas, La que es capaz de aliviar la congoja y
deshacer la maldad para transformarla en felicidad, esa Giganta que esplendor y
grandeza a pesar de su delicada apariencia.
Ahora le toca cumplir a él. Y a fe
que lo hará. Le ha sido concedida la gracia y podrá seguir besando las mejillas
de la mujer que tomó por compañera, podrá seguir gozando de la presencia de la
madre de sus hijos, que no tendrá que deshacerse en la pena porque ha sido
señalada por la mano de la Virgen, a pesar de que los hombres y la ciencia que
la atendieron la habían desahuciado, la sanadora que no requiere más pagos ni
más dispendios que el amor y la fe. Esa es la recompensa que se nos reclama
desde las alturas, es la respuesta a los rezos enfervorizados y al desentendimiento
del orgullo, la vanidad y las miserias materialista que acucian a los hombres. Caminará
por los campos, y estén floridos por las últimas lluvias o arrasados por los
calores que atosigan al romero y las amapolas, irá impregnado de la alegría por
su peregrinar, rezando con el alma, conversando con los ojos y dando gracias a
cada paso, rememorando aquellas palabras del padre que le aventuraban y
profetizaban, aún sin tener constancia de las penas y las tristezas que arrasarían
el corazón, que “allí estará Ella cuando la necesites”, unas palabras que va
surgiendo de la magia del cielo que se va abriendo en este esplendoroso
amanecer, en este día que abrirá las puertas del amor para encontrarse con el
fervor y la oración, con las frases que le aturdirán cuando lleguen del
infinito, una plática que le recordará la pequeñez del ser humano y los valores
que se pierden cuando no se atiende a lo cercano, a lo cotidiano, a lo sencillo
que siempre está próximo a nosotros, en esos campos donde habita la esperanza
que sostiene, sobre sus brazos, la Virgen del Rocío. Allí en la campiña
marismeña, se desprenderá de sus congojas y sus miedos, recobrará la fortaleza que
cree perdida, se deshará del cansancio y abrazará con todas sus fuerzas a esa
mujer que siempre le dio lo mejor.
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