Con estos calores que se nos han echado
encima de pronto, cataratas de ardores más propios de las medianías de julio,
época en la que se entona el cuerpo y ya asume estas calenturas que nos fatigan
y abaten, que nos amuerman y nos conducen al consumo indiscriminado de gazpacho
-¡qué güeno, Dios mío!-, uno sale a la calle y cree que ya está afectado por
alucinaciones que provoca este sol inmisericorde y que ha conseguido inducirnos
al deslumbramiento del pensamiento, a la locura de los espejismos, como si
erráramos por las dunas de un desierto dorado y maldito, tras la huellas de
Laurence de Arabia. Yo no sé si ya comienza a vencerme la edad, hecho que
aturde, me desubica y comienza a preocuparme, y se ablanda el espíritu recordando tiempos en
los que la vida nos sorprendía con la cotidianidad. Entonces nos parecía
aburrida y hoy la añoramos.
Pero la realidad actual, las
transformaciones de las tradiciones, con la injerencia de una sociedad que
desubica estos regalos del tiempo, las han convertido en verdaderos actos sociales, envolviéndolos
en un celo especial que los revierte de importancia y jerarquiza la
participación, le han desprovisto del papel de estraza, con sus manchas de
pringue que lo identificaban al sentimiento popular, hasta convertirlos en
simulaciones inauditas y en muchos casos, en hipócritas concentraciones que se
jactan con su pretensiones.
Acabo de contemplar cómo ensayan,
por las calles de un barrio que no voy a citar para no identificar por
cercanías con la entidad que lo promueve, pues este tipo de prácticas se están prodigando
con demasiada frecuencia, el ensayo de un paso de cruz de mayo ¡con treinta y
seis costaleros! que hasta los he contando, tíos hechos y derechos, algunos con
edad universitaria, me atrevería a decir que de sus últimos cursos, frustrados
o excluidos costaleros de Hermandades entiendo. Un paso con todas las de la
ley, con sus trabajaderas y zambranas perfectamente construidas, tal vez en
alguna refutada carpintería de enseres cofradieros, con sus kilos en la parte
superior y con música enlatada de una conocida agrupación musical, que me temo
acompañara en el día de autos, este remedo de cofradía.
Es incompresible que estemos
desvirtuando el sentido de las cosas, de esas pequeñas tradiciones que nacieron
y vieron la luz desde la precariedad infantil. Esas construcciones manuales y
artesanas, pero tremendamente románticas, que emergían desde la popularidad febril
de mentes infantiles. Esa inspiración tan barroca de la improvisación y la
espontaneidad que se acometía en las casas de vecinos, como complemento a la celebración
del mes de María, de la Cruz edificada con luminosas flores de papel, fijadas
al soporte con engrudo casero obtenido con harina y agua y mucho movimiento de
muñeca. De conservar las grandes latas de tomate, apenas se cerraban las
puertas de San Lorenzo se acometía al aprovisionamiento del envase pensado en
la sonoridad que proyectarían en manos de los niños, para convertirlas en
metálicos timbales. Aquellos pasos construidos con unas tablas, con suerte
algún cajón que respetase las normas de la simetría, y en la que no cabían más
de dos émulos de costaleros, han sido sustituidos por estas mayestáticas
construcciones que restan, con sus perfecciones y ajustes mecánicos, la emoción
de la ingenuidad, que sustraen de la sencillez y del orgullo por saberse parte
del sueño.
Hemos perdido ya la naturalidad de
la tradición y el poder creativo de los niños, a los que les restamos esfuerzos
y así después sale lo que sale, y lo han sustituido por la falsedad de la excelsitud,
un término que cada vez me gusta menos cuando salen de algunos labios. No se
crea más belleza porque se utilicen mejores medios. Era ésta una historia de
Sevilla con sus niños, una fábula de entrega e ilusiones, de espontaneidad y
franqueza. Lo que he presenciado esta mañana nada tiene que ver con los
orígenes ni con la historia de las cruces de mayo. Y que no me quieran vender
que esto es una consecuencia de la evolución de los tiempos. No señores, esto
es un signo de la palurda modernidad que intentan inyectarnos. Esto es una nueva
demostración de la negativa de los sevillanos, cómodos y serviles a otros usos
importados, por mantener sus tradiciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario