El niño
comenzó a llorar estrepitosamente, como si las penas le hubieran carcomido sus
entrañas. Desconsolado miraba a la madre, que lo asía de la mano y le mantenía
enhiesto. De no ser por aquel soporte maternal se hubiera desplomado al suelo.
Tal era su tristeza. Una pena en la mente de un niño es un drama griego y
adquiere una magnitud insospechada cualquier eventualidad por nimia que pueda
parecer a quienes perdieron la inocencia conforme los años han ido arañándoles
el alma.
No pudo asimilar la enfática
aseveración de la madre. Tal vez, cuando pasaron ante aquel hombre que les
había tendido la mano solicitando un óbolo, medio avergonzado pero vencido por
la urgente necesidad y la precariedad de su penuria, acuciado por el hambre que
vociferaba aquel cartel lleno de faltas de ortografías, no debió haber
realizado aquel comentario por el que obtuvo la vil respuesta de la madre. O
tal vez fue la infantil ocurrencia, la extrañeza ante una situación que le era
ajena, quiso mostrar su incipiente misericordia ante aquella imagen del
desastre. Mira mamá, un pobre. Y la madre, que acostumbrada a soportar la carga
de una realidad que comenzaba a mostrársele oscura en el horizonte de su propia
vida, de los esfuerzos por regularizar la cotidianidad de la familia, de
recortar por aquí y de estirar por allí para poder engañar a la pesadumbre, no
tuvo otra que responder al pequeño con aquella contundencia. ¡Nosotros sí que
somos pobres! Y el universo se desplomó sobre él. ¿Cuál sería su destino si la
situación era tan fatídica? ¿Qué sería de sus más preciados juguetes? ¿Acabaría
harapiento, tiñoso y tendiendo la mano en cualquier esquina de a ciudad, como
el pobre por el que se había conmovido, en su primer advenimiento de
misericordia? Su inconsolable llantina provoco un gesto de fraterna hilaridad
en la concurrencia. Ya no surtían ningún efecto las palabras de cariño de la
madre, ni las bondadosas explicaciones que eximían del yugo de la pobreza, de
sucumbir al extrarradio de la personal situación donde la indigencia se
manifiesta de manera extraordinaria.
Observando al pobre niño y al hombre
pobre que frente a él continuaba ofertando su penuria y avergonzado aún más por
la esperpéntica situación de la que era espectador y protagonista al mismo
tiempo, han retumbado las palabras que pronunció, en su primera intervención,
tras obtener la mayoría en las elecciones a la presidencia francesa, en la que
acierta y proyecta la verdadera imagen de la sociedad actual, de los desmanes económicos
que han propiciado el desastre de las bases sociales hasta situar, a muchísimas
familias, en el umbral de la pobreza. “La austeridad no puede ser una fatalidad”.
Tarde nos estamos dando cuenta de la
situación ficticia en la que hemos vivido, en la irrealidad en la que nos
situamos intentado suplantar la condición natural de cada uno. Vivir por encima
de las posibilidades, auspiciados y empujados a esta situación por los propios
gobernantes que se jactaban y presumían de haber conseguido el paradisiaco
estado del bienestar, ha llevado a una gran parte de la ciudadanía a
experimentar estados que no son precisamente de bienestar.
Tal vez tengamos que recuperar la austeridad,
regular nuestros comportamientos económicos y adecuar los gastos a nuestras
verdaderas necesidades, y como el primer mandatario electo francés, dignificarla
para que no se transforme en fatalidad. De no ser así, no habrá espacios ni
esquinas libres en nuestra querida ciudad para postrarnos de rodillas, con el
cartelito repleto de faltas de ortografía, como si el analfabetismo conmoviera
más y removiera conciencias con mejor efectividad, y solicitar el óbolo que nos
permita comer y mantener un lugar donde reposar.
Las lágrimas del niño, ahora
inocentes porque son distinguen la verdadera realidad del la ficción, se pueden
enjugar haciéndoles ver que ser humildes y pobres no es una fatalidad, que la
dignidad no se obtiene por acaparar más sustancias materiales, la mayoría banas
y casi sin utilidad pedagógica, sino con el entendimiento y la razón de saber
organizar nuestras necesidades y hasta donde nos es permitido llegar con los
ingresos de cada uno. O cambiamos nuestros hábitos o terminaremos llorando como el pobre niño que no quiere ser pobre.
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