Son los fantasmas del pasado los que
me han jugado esta mala pasada, son los recuerdos que abordan el presente para desasirnos
de la melancólica visión de una plaza anegada por el silencio, por un vacío extraño
y exportado desde la tranquilidad que ha institucionalizado la modernidad. Es el
precio del bienestar. Apenas queda en su memoria los estrechos accesos desde la
calle Enladrillada o la retorcida vereda que nos introducía en la plazoleta
desde la calle Sol. Busqué la otra tarde su anchura, el remanso que le
procuraba el aislamiento del resto del barrio. Era un suburbio en el corazón de
San Julián, y un espectro dickeriano me fue guiando hasta los días de la última
infancia, cuando las tardes transcurrían con placidez, sin premuras. Entonces
el tiempo no era una preocupación, una imposición subyugante para el
cumplimiento de los deberes de la actualidad, no era un manigero que nos
esclavizaba con la elección para la labor insatisfactoria de estos días
depresivos y asfixiantes producto de la fabulación de los especuladores económicos.
Las horas, entonces, no servían más que para agotarlas con los juegos, con los
primeros flirteos amorosos que navegaban en el aire intuyendo que la mirada de
una mocita relucía con nuestra presencia.
Era la plaza de los Marteles -nada que
ver con la que me encontré hace unos días, tan impersonal, tan desvalida de su
identidad- un espacio acotado por viejos edificios, por estructuras decadentes,
consecuencia de un abandono premeditado cuando pudieron conservar su gloria
urbanística, que la dotaban de un nigromántico y carismático señorío, un modelo
de vida en vías de extinción dentro del enclave de una urbe que se transformaba
a su alrededor depredando las costumbres, los usos y los modos de convivencia.
Era un improvisado campo de batalla donde dirimíamos nuestras diferencias
futbolísticas, siempre con la fraternidad imperando en las confrontaciones, jamás
con derivaciones a la violencia. Aquel espacio que apenas dejaba ver el cielo,
que escondía los paisajes que se presentían apenas salías del recinto
amurallado que nos protegía nos protegía de vorágine que nos amenazaba allende
sus lindes, un reducto donde era posible jugar sin ver aturdidos los juegos por
la locura del tráfico. Y también plaza de toros donde los niños todavía
emulaban a las grandes figuras e inventaban glorias con muletas fabricadas con
restos de telas y el cornúpeta que malograba la faena, entre risas y el
jolgorio de los presentes, porque no atendía al engaño y la querencia infantil
dibujaba el peligro, en el aire, con los astifinos dedos índice intentado infringir
una cornada en el muslo.
Estos sortilegios de la mente, estos
embrujos de la nostalgia, que nos atrapan y nos conducen en el tiempo, han desagraviado
la deuda de la dejadez, del olvido de una etapa en la que descubrimos, aún sin
saberlo todavía, aun sin tener conciencia de ello, la rotundidad de la
convivencia, del menesteroso empleo de la solidaridad entre las personas, de la
tolerancia vecinal la ungida a la fuerza de las costumbres populares. En aquellas
infraviviendas que servían de cobijo a los últimos vecinos de aquel pasaje romántico
de una ciudad que comenzaba a perder su romanticismo, que se abría en plaza, quedaron
prendidas las miradas y los besos, las caricias y los llantos, las fiesta y los
duelos, el aroma a café de puchero aromatizando las cuatro esquinas que
delimitaban aquel universo, cuando las tardes caían vencidas por los fríos y
las parduzcas luces del invierno o se estiraban con el sopor del verano y los
suelos terrizos se veían inundados por el flamígero e inmisericorde solano y
los niños esperaban, en la escasa frescura de la oscuridad, que procuraba un
jergón de esparto colgado en las ventanas, para invadir los espacios y
apoderarse de aquella ciudad en la que ya esperábamos los intrusos que
acudíamos a aquel oasis, donde vivía nuestro
amigo Manolito, y al que envidiábamos porque en su casa tenía un limonero y una
pila donde placían dos barbos. Un lujo inaccesible para nosotros que vivíamos en
los cómodos y amplios pisos.
Hace unos días la memoria, como a
Rafael Montesinos, buscó el camino más corto para herirme.
Bravo!
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