Debió ser un lugar donde el terror mantenía
hospedaje y su cobijo natural, donde reposaba de su dramática arrogancia, donde
la tortura se convirtió en un arte maléfico solo superada por la muerte que
campaba a sus anchas por sus vías y estrecheces, impregnando los recovecos de
sus muros de ladrillos y adobes amasados en la vega, con los alaridos
exculpatorios que proferían los desgraciados reos, cercenando con su guadaña
las ilusiones que se guardan en la sentimentalidad de las creencias, que no siempre
tienen que coincidir con las que imperan en los regímenes que acotan el poder
en torno a ellos. Debió ser un lugar
donde se resguardaron los peores instintos del hombre para su utilización
contra sus congéneres, contra sus propios hermanos de fe, poniendo a Dios como
excusa para proferir los peores crímenes, para instar a la culpabilidad por el
mero y sencillo hecho de padecer una atrofía física o haber maldecido en
presencia de algún mea pilas, que en su
analfabetismo entendía que había sido profanada la cristiandad.
Un lugar donde colocaban sambenitos
y anatemizaban a los locos, que eran paseados hasta los patíbulos, donde el
escarnio y la burla pública era la menor de las penas, si acaso no se redimían
en las piras, pues las sentencias se cumplían ofreciendo al reo el purificador fuego
que redimiría su alma, a pesar de la confesión.
Había calles y comercios en su
interior, estancias y celdas, almacenes y muros de defensa, ruta del dolor y la
inmisericordia, aunque las procesiones penales se iniciaran al clamor de
cánticos y salmos, de rezos y jaculatorias para dignificar al pobre hereje,
para pregonar un víctima propiciatoria del holocausto, herencia inquisitoriales
que dejaron Fray Miguel de Morillo y Fray Juan de San Martín en sus pláticas
contra los herejes e infieles, contra los enemigos de Dios. La palabra
utilizada para la precariedad del sufrimiento.
Ayer, en el castillo de San Jorge,
hundido en las entrañas de la Triana que esculpe horizontes y claridades que
confunden y matizan los celestes de la primeras horas de la mañana con las
líneas turquesas que adornan y engalanan los cielos de la atardecida y teje
lienzos de azulejería cada tarde del viernes Santo, cuando concita emociones por
el Turruñuelo en la hora nona, esa que marcan los relojes de la fábricas y
talleres de azulejos, esa que mueve manecillas con los mejores cantes, se
proclamó y restituyó la luz, se apartaron las tinieblas y se recuperó la memoria
de los inocentes, la paz que siempre es vocalizada y pregonada en la mirada
vidriosa –espejo donde se instalan las imágenes de la mejor memoria- que se
eleva la cielo, en desatada y postrer angustia en busca del Padre, en busca de
ese aliento que necesita y que nos ahoga con su contemplación.
Ayer emergió de las aguas del
Guadalquivir la sabiduría y la sapiencia, en forma de lienzo y alma, de pintura
y corazón, la portentosa imagen del Hombre que retiene todo el saber de la
eternidad, que sostiene con la columna de la expiración, el peso de la bondad
del hombre, el sustento de la compasión y el cimiento de la verdadera
misericordia que lleva intrínseca la concesión del perdón. Ayer se restituyó la
honorabilidad del género humano y la fuerza de la razón en el mismo lugar donde
la deshabilitaron unos pobre desquiciados.
Ayer la pintura de Nuria Barrera, que
conmemora la erección como basílica del templo donde Dios vive y se presenta a
los humanos clavado a la Cruz, eximió y dictó cátedra exculpatoria a quienes se
erigieron en equivocados mensajeros del Señor, dominis can, perros de Dios,
como recordó el gran pintor Ricardo Suárez, en un juego con la etimología del
nombre la orden religiosa que dirimía las causas de la Inquisición, durante la
presentación la del acto. Ayer Nuria consiguió lo que solo los elegidos, los escogidos
para la gloria, logran. Que el Cristo del Cachorro, que ella extrajo de la
blancura de un hasta exponérnoslo sin ser Viernes Santo, tal como lo concibiera
Ruiz Gijón, exonerase y redimiera los desastres que unos hombres provocaron en
otros. ¡Qué fuerza la Dios Expirando donde tantos dejaron sus últimos alientos!
¡Qué grandeza la de Nuria en saber captar el poder de Dios!
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