
Son estas barracas modernistas,
donde se apilan las ideas y las cuitas literarias que nacieron de febriles
mentes, las naves en la que embarcamos nuestros anhelos de fantasía, donde nos
convertimos en grumetes ansiosos por vislumbrar el horizonte de nuestros sueño que tal vez se encuentren, perfectamente
organizados y esperándonos a que nos reconozcamos en sus personajes, entre un
tropel de líneas, entre las páginas de un volumen que quedará huérfano y
desvalido, víctima de anaqueles y de la erosión del polvo y el desgaste de la
luz, si no lo tomamos y nos confabulamos con sus historias. Es esta feria del
libro de Sevilla, el lugar idóneo para resarcirnos del vacío que nos inocula la
situación por la que atravesamos, por esta magnitud de intolerante vehemencia
económica que está mortificando a los de siempre. Tal vez encontremos
soluciones entre los folios que conforman un tomo, o podremos evadirnos del desasosiego que nos provoca el conocimiento
del trance que aun nos queda por pasar.
La feria del libro nos trae la
ilusión a quienes sabemos del valor que entraña la instrucción y la pericia que
se despeñan por sus lomos hasta imbuirnos de sabiduría con la savia que resuman
sus palabras, sus frases, sus párrafos. Un lugar donde se concentra la
imaginación y el poder, la inocencia y la avaricia, la inmortalidad y la
muerte, el amor y el dolor. Un lugar donde se convocan a los duendes de la erudición
para restituir la memoria o hacérnosla perder, donde se sustrae el tiempo y se
invita a la reflexión. Un espacio abierto a todos y a todos ofrecido. Un recinto mágico y nigromántico capaz de
devolvernos las ilustres figuras de las letras españolas, de darnos a conocer a
escritores o recuperar la memoria de aquellos otros que fueron vapuleados y
desmitificados por sus propios coetáneos por el mero hecho de mantener idearios
distintos, o lo que es peor o más triste aún, por ser mejores en el uso de la
lengua, de los conceptos y de la redacción.
Ayer paseó su egregia figura por las calles del
pensamiento y el papel, en la evocación de Carlos Colón, Eva Díez, Francisco
Robles y Rogelio Reyes, Manuel Chaves Nogales, el periodista, cronista y polifacético
escritor sevillano, que decidió deshacerse de los lazos que los aferraban a los
surcos de esta tierra cargada de estereotipos y que hacen suyos sus ciudadanos,
los habitantes de la vieja Híspalis a los que ya definió de forma rotunda en una
aseveración sicodélica para la sociedad de su época, cuando sin titubeos la
definió “como tierra de hombres despreocupados que de su despreocupación hicieron norma”. Ésta
es la valentía aferrada a la voluntad que venció a la devoción y la querencia y
que le permitió no ser devorado por la insaciabilidad de corresponder al
absorbente amor de la ciudad, una amor que succiona las fuerzas y debilita la
razón. ¡Pero quién puede vivir sin esta luz que abrillanta los asfaltos y
lustra los adoquines!
La relación de Chaves Nogales con la ciudad fue de
una enorme complejidad, un maridaje casi traumático, de efervescente
contrariedad, con una correspondencia y claridad sentimental que lindaba entre
el territorio del amor y el desafecto y que vencía por su absoluta carencia de
prejuicios que lo posibilitaba, en sus ponencias y escritos, para visionar la
ciudad, título de una de su magnificas obras sobre Sevilla, con total
imparcialidad, desimpermeabilizándola de sus más vanos tópicos y localizando la
verdadera sensibilidad de la misma en su génesis, en las conductas más humildes
y nobles del corazón y la verdad de las fiestas, que tienen sus raíces en estas
premisas.
Manuel Chaves Nogales fue un visionario, un
adelantado a su tiempo, que fue siempre un paso por delante de sus contemporáneos,
un hombre de valores extraordinarios que se enfrentó a los poderes facticos de la
época amparándose en sus convicciones –no dudó en calificar, en un reportaje a Joseph Goebbels, ministro de Propaganda
de Hitler de «ridículo e impresentable» y en advertir de los campos
de trabajo del nuevo fascismo alemán-, que narró como nadie y
desde la más absoluta imparcialidad los tristísimos hechos convulsionaron la
vida de España en el último tercio de la década de los años treinta, del siglo
pasado, y que este compromiso por la verdad le sirvió para ser represaliado por
ambos bandos, abandonando el país a la conclusión del conflicto militar. Por aquella crítica, al líder nazi, Chaves Nogales se ganó
un puesto en las listas de la Gestapo alemana y, en 1940, cuando las tropas germanas
se acercaban a París, marchó a Londres donde no tardó en retomar su actividad
periodística. Dirigió The Atlantic Pacific Press Agency,
escribía su propia columna en el Evening Standard y colaboró con la BBC en sus servicios extranjeros. Su
mujer, su hijo y sus tres hijas regresaron a España en 1940, huyendo de la
invasión de Francia por parte de las tropas alemanas. Chaves Nogales vivió solo
en Londres cuatro años luchando contra los extremos de la derecha y de la
izquierda. Murió, en la capital británica, en mayo de 1944 de peritonitis, con sólo cuarenta y seis años de
edad y allí reposan sus restos mortales.
Ayer en la feria del libro de su ciudad, aunque
fuera solo por unos minutos, Chaves Nogales volvió a pasear por esta plaza que
vió y sintió el compromiso de su legado. Y todos nos sentimos un poco más
libres.
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