
Solo y con la única fuerza de la voluntad
vio pasar el tiempo, presenció la muerte de las horas con la estoicidad de un
héroe. Solventó el cansancio y el agotamiento encomendándose al recuerdo,
desplazándose por el éter de la evocación, retornando al camino por donde
quedaron la impronta de sus pasos, los mismos que iría recogiendo apenas el
culmen de los propósitos se cumpliesen, el reflejo de los sueños revoloteando
entre las copas de las amapolas, jugando con la mariposa que se convertía en
guía para sus juegos, el surco de las ruedas de la carreta horadando el terruño
y signando para la eternidad su presencia en las marismas.
Un pequeño revuelo le devuelve a la
realidad. Hay impulsos que son irreprimibles cuando provienen de la devoción,
de la exultación del amor. Es un aviso, un proyecto de intenciones que se
presentan por la irrefrenable e incontenible potestad de la devoción, un
propósito que aborta la hilaridad esbozada una serenidad a punto de quebrarse
también, pero que intenta mantener indemne las líneas del tiempo, el sustrato
de la tradición ejerciendo su poder.
Sigue imperturbable en el reino
conquistado. Los roces son extraños adveniemientos de invasión que son
inmediatamente repelidos con la oscilación del cuerpo que toma posiciones de
fuerza para no ceder ante el impulso usurpador. Es una desbocada sensación que
perturba, al que sucede inmediatamente un armisticio rubricado con dos sonrisas
y con un viva a la Virgen que alguien ha lanzado providencialmente al aire, que
ha traspasado las lindes de la confrontación con la euforia, y ha servido para
sedar el ímpetu incontrolado.
Dió a los suyos un beso y los dejó
en las puertas de la gran casa, en esas alas que se abren y muestran el
esplendor de la gloria, del cielo descendido al palacio donde reside la Reina
que todo lo puede, como dijo el mayor de los Gallo, Fernando, cuando fue
embestido por las astas del morlaco y lo llevó a las cancelas de la huerta
donde la parca siembra y recorta el fruto con su guadaña y encomendándose a
Ella, como última solución, y se adentró en sus espacios, en las bóvedas que rezumaban
devoción, en las paredes que destilaban emociones y retenían peticiones hechas
oraciones. No fue fácil el acceso porque otros ya habían asolado los tiempos, habían
vencido los cansancios y se habían apostado en las cercanías férreas que se
interponen entre el querer y el poder, entre la vida y la resurrección, que
recupera las ausencias y corrompe las penas solo invocando su nombre, que decapita
certera y concisamente cualquier atisbo de cansancio y hace posible que las
lágrimas se conviertan en espejos de la alegría.
Recuerda el ábside por donde
descubrió la luz del alba un lejano lunes de pentecostés y la victoria sobre la
oscuridad. Han retumbado los cimientos de la nostalgia al unísono con el primer
envite sobre la reja y sucumbido a la emoción irrefrenable. Ha abandonado su
reino y se ha abierto paso hasta el pretil del universo que asalta con vigor y
fuerza. Hay vivas, proclamaciones gloriosas y jaculatorias ensalzando la pureza
de la Madre de Dios, un perfecto caos que desmiembra la razón, que descuartiza
la serenidad, donde las emociones se imponen sobre el propio dolor.
Tenía que intentarlo. La causa lo
merecía y el cumplimiento de la promesa toma la reválida a la realidad. Llevar
sobre el hombro a Quién todo lo pude, a La que reina en el corazón, a La que
alumbra la noche con la prestancia de la su presencia. Todo dolor se dispensa,
toda angustia se diluye sabiendo que La tienes cerca, que está siendo portada
por ti la Reina de las Marismas. ¡Qué suerte, Señora, haber rejuvenecido mi
alma con la gracia de tu Rocío!
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