Esta es la ventana a la que me asomo cada día. Este es el alfeizar donde me apoyo para ver la ciudad, para disfrutarla, para sentirla, para amarla. Este es mi mirador desde el que pongo mi voz para destacar mis opiniones sobre los problemas de esta Sevilla nuestra

lunes, 30 de julio de 2012

La nube en el suelo. Capítulo 1. 9


            Opá, ¿por qué los moros tienen tanto petróleo y nosotros tanto vino? El niño mortificaba al padre con esta pregunta mientras echaba veinte duros de gasolina al Seat ochocientos cincuenta, en la gasolinera de la calle Torneo, cargado hasta las trancas y la mujer y la suegra, para poder emprender el camino a la playa. El padre era Paco Gandía y aquello formaba parte de una escena de la genial y desternillante película “Se acabó el petróleo”, film en el que compartía protagonismo con Pepe Da Rosa y Josele. Veinte duros de gasolina, un dispendio para tirarlo en la carretera. El padre, tras mirar al niño, con solemnidad y condescendencia, le respondía con marcada resignación en el tono de su voz, “porque va a ser miarma, porque Dios nos dio a elegir a nosotros primeros”. Y el abarrotado patio de butacas del cine Cruz Rosa se venía debajo de risa. Incluso había quién llegaba a aplaudir con entusiasmo. Y como no había techo que retuviera el jolgorio, las risotadas llegaban al extremo más alejado de Ronda de Capuchinos, atravesando el hilarante sonido la candidez y transparencia de la noche, que servía para amortiguar el sopor de la alta temperatura.
            Recuerdo aquel día y aquel instante preciso porque va unido a uno de los momentos más ingratos de mi juventud. Reír es la mejor forma de calmar el dolor, de desasistir las pausas que marca el tránsito de las alegrías a las penas, la manera más efectiva de aplacar las punzadas que producen las dentelladas de la frustración, al menos momentáneamente. Ese lapsus analgésico que perdura mientras se abstrae la mente, mientras se intenta engañar al corazón con sensaciones alegres, viene a ser el tratamiento sobre la concreción de la conversión del estado puro al contaminado. Una experiencia que pierde todo su poder sedante cuando la razón comienza la búsqueda del origen de los males, intentando recuperar las imágenes y el detalle para descubrir los errores, los comportamientos que motivan el desengaño, las explicaciones casi imposibles, resoluciones casi inviables, como extrañas y dificultosas ecuaciones sentimentales, donde todo carece de igualdad final ante la naturaleza espiritual que la sostiene.
            Las puertas del cine Delicias se abrieron de par en par y exhaló aquel suspiro refrescante, como si fuera un ser vivo aliviado de males y extraños, con fragancias reconocidas de aquel ambientador comercial que nos acogía y abrazaba en el vestíbulo antes de que nos engullera la puerta abatible para aislarnos del exterior en el patio de butacas, un exabrupto de oscuridad por donde salían los espectadores a deslumbrarse con la claridad de la tarde, a embriagarse con el sopor del calor, del que habían estado protegidos en el interior gracia al aire acondicionado, resguardados de la mordiente y extenuante calima que nos había mortificado, al resto de los humanos, durante las horas de la siesta mientras ellos disfrutaban de la comodidad de las butacas para echar la cabezada, que a eso iban la mayoría de los espectadores en las sesiones de la primeras horas de la tarde. Ahora volvían a la cruda realidad de la ciudad pero repuestos por el reconfortante sueño. Nosotros preferíamos el cine de verano. Arremolinarnos sobre las espesuras, recién regadas, de las plateas de albero, poder comer pipas mientras nos emocionábamos o nos aburríamos como ostras, hasta el extremo de quedar dormidos. Como le sucedió a Jesús María una noche, en la segunda sesión, viendo Ford Apache, que ya es mérito con el ruido de los tiros y los indios dando vueltas alrededor del fuerte, los caballos galopando y el cornetín del séptimo de caballería atronando para hacer huir a los malvados, que hasta roncó con estrépito para cachondeo de la concurrencia y regocijo de la pandilla.
            Sabíamos que tenía que aparecer en cualquier momento. Nos unían lazos de amistad de años, el haber compartido momentos de nuestra infancia, los primeros juegos que nos cómplices y las primeras emociones, el tonteo con las niñas del curso e incluso algún que enfrentamiento por cuestiones futbolísticas que enseguida eran resueltas con un abrazo. Era inevitable. Tenía que suceder. Y apareció, con el País debajo del brazo, provocando la hilaridad de todos. Algún recelo sí que mostraba en su caminar. Incluso advertimos un ademán para marcharse por donde había resulto llegar. Una huida a tiempo es una victoria. Pero su orgullo asturiano le empujó a continuar. Alonso le espetó su engaño y cobardía y Jesús María se tragó su orgullo, incapaz de revocar aquella sentencia. Intentó ampararse en su desconocimiento e incluso embraveció razonamientos con cierta virulencia. Respondimos de igual modo y nos alegramos que Alonso no estuviera. Se envalentonó por ello tal vez, por aquella ausencia, y buscó argumentos para atacar bajo la línea de flotación de nuestros sentimientos, cuando le comunicamos que habíamos conocido a unas chicas, con las que ya habíamos quedado. Y entonces embistió contra nuestra hombría y la conversación trasvasó los límites de la razón. El enconamiento fue tal que no advertimos cómo se aproximaban José Manuel y Alonso, que había coincidido en la bifurcación de las calles Albaida con José María Izquierdo.
            Fue un movimiento seco y brusco. Quizás la acción pudo ser inapropiada. La cobardía y el honor no tenían nada que ver con la frustración que sentimos cuando le vimos huir, despavorido, ante la presencia de lo que creían eran dotaciones de la policía preparadas para una contundente intervención, una huida en desbandada que le descubrió ante sus amigos, en una situación extraordinaria, a la que habíamos acudido movidos por la amistad que nos unía. Tocar la dignidad y la honorabilidad de Alonso o de los suyos era como meterse en un campo de minas y correr sin orden por él. Cierto fue que intentamos no prestar importancia a las provocaciones y restamos la consideración que tenían las alusiones a nuestra falta de compromiso político, a la fidelidad que, según él, habíamos adquirido sobre los valores sociales y el compromiso para la defensa de los menos favorecidos, por los oprimidos por el régimen fascista que nos gobernaba. Aludiendo a su condición obrera, dirigiéndose al aprendiz de mecánico, le espetó que más le valdría afiliarse a un sindicato y dejarse de pavonear con niñas, que aquello no era sino amariconarse. Alonso, en uno de sus alardes lingüísticos, le espetó que se pasaba a todas las fuerza obreras por el forro de sus pantalones, que ya tenía bastante con levantarse al amanecer y poder trabajar durante todos el día, concluyendo su perorata con alusiones haragán compartimiento de quién decía defender a las clases populares. Isidoro intentó sujetarle, pero el puño de Jesús María ya buscaba el rostro de su soliviantado oponente, pero el probo comportamiento lo único que consiguió fue desviar la trayectoria y el objetivo, porque toda la fuerza del golpe fue a recibirla el labio superior de Antonio, que al caer hacía atrás, mortificado por el dolor pero aún más impresionado por la mancha de sangre que empapó su camiseta, dio con su frente en la boca de José María, que también empezó a rezumar líquido orgánico. Juan, que llegaba en ese momento al lugar de los hechos, acelerando el paso ante el revuelo que se le presentaba, creyendo que eran chicos de otra pandilla que nos embestían, apartó a Jesús María vigorosamente, creyéndolo rival porque no habían coincidido en la fiesta, tirándolo frente a una de las columnas del recibidor del cine, y con el gesto las gafas de cubo de botella que salieron disparadas, con la mala fortuna que fue a golpear a Alonso en la espalda, que estaba siendo retirado por José Manuel, y al sentir al asturiano avasallando su cuerpo, intuitivamente sacó su brazo, con violencia extraordinaria, y golpeó en la nariz del prócer maoísta, rompiéndole los huesos propios de órgano olfativo.
            La escena, una vez la retahíla de golpes incongruentes inmovilizaron al personal, era dantesca, o mejor dicho esperpéntica, digna de la mejor escenografía de Bardem o Berlanga. Isidoro caído como un ángel en las escaleras de acceso a las viviendas del edificio, inmóvil suspirando lamentos inentendible. Antonio, su hermano, intentando que alguien le ayudara antes que se desangrara,  que se moría. José María, intentando poner calma sin prestar atención a su herida, separando a Juan de su propósito, que no era otro que recuperar sus gafas, y no volver a reavivar el altercado como creía su mediador. José Manuel tirado en el suelo, riéndose por no poder levantarse, y Jesús María recorriendo el espacio, de un lado para otro, repitiendo que se había roto la nariz. Alonso continuaba de pie observando a sus amigos. Juanlu, Octavio y yo no salíamos de nuestro asombro, creo que congratulándonos por no habernos visto envueltos en aquel despropósito, sin saber si reír, correr a auxiliar o llorar. Terminamos riendo mientras intentábamos valorar los daños de la contienda. Suerte que teníamos las urgencias del hospital de la Cruz Roja cerca. Allí corrimos para que atendieran a los magullados. Especial interés y prisa mostraba Antonio que creía morirse y le comentaba a su hermano que le despidiera de sus padres. Así de alegre era y espero que siga siéndolo. Con los apremios y las angustias accedimos al centro sanitario por la puerta equivocada, presentándonos de improviso ante el duelo de un difunto. En nuestro afán por recortar camino, no nos dimos cuenta que nos habíamos metido en el pequeño tanatorio del hospital. Ante la primera visión, ante la sorpresa de quienes entraban y el estupor de los familiares que velaban al cadáver al ver aparecer una grey ensangrentada ante ellos, desorientados por el dolor por la reciente pérdida de algún familiar o amigo, comenzaron a proferir pequeños gritos contra los invasores a su intimidad, a la poca vergüenza de los niñatos y a la falta de educación y consideración ante los momentos de dolor que estaban viviendo. Ninguno de nosotros replicó e intentamos salir lo antes posible. Antonio, que llegaba retrasado aferrado y apoyado en su hermano y con la apariencia de haber participado en la batalla de las Navas de Tolosa, al verse en aquel habitáculo, con un muerto frente a él, confirmó sus sospechas de que se hallaba en el umbral de la misma muerte y desfallecido cayó al suelo. Cuando despertó en la sala de curas de urgencias, preguntó si aquello era el cielo o el infierno, y la enfermera que le atendió sonrió con estrépito.
            Decidimos resarcirnos de tanta estupidez tomándonos una cerveza. Recorrimos el corto trayecto hasta la Bodega de los Modiles, riéndonos de lo que acabábamos de realizar, de la estupidez que nos llevó a enfrentarnos. Todos nos disculpamos con todos. Alonso, que pagó la primera ronda, se abrazó a Jesús María que correspondió con nobleza al gesto de fraternidad, mientras intentaba evitar que su nariz rozara con alguna parte del cuerpo de su amigo. Antonio lanzó un jipío de dolor cuando la cerveza hurgo en la herida de su labio y todos reímos su exagerada hipocondría.
            En la cartelera del cine Cruz Rosa, que colgaba en la entrada del local y por ello tenían acceso gratis a sala los propietarios y su familia, anunciaban para el viernes, “El mundo está loco, loco, loco, loco” y nosotros asentíamos y confirmábamos aquella aseveración.

viernes, 27 de julio de 2012

La nube en el suelo. Capítulo 1. 8


            Dicen que la infancia es la patria del hombre, que no hay días ni años más felices que los que somos capaces de recordar ataviados con el espíritu de la ingenuidad y la sencillez, el espacio donde reposan sus sueños, donde se descubre la fuerza y el poder de la fantasía para poder sobrevivir a las futuras calamidades, un reino único y maravilloso en cuyos territorios se forjan las ilusiones que luego sirven para apaciguar a los hados de los desmanes que vienen a transgredir la normalidad en otras épocas; son las vivencias sedimentadas que provocan evolucionan y tornan las quimeras en realidades o nos atormentan con las imprevisiones de las fatalidades. Esos años en los que la malicia no es más que el despojo de las acciones que provienen de la inocencia, de la carencia de aspiraciones para derroches inútiles.
            Traspasada la frontera, la delgada línea roja de años que nos delimita y señala los sentimientos, que nos va descubriendo la vida y sus dolores, los primeros trances amorosos que abren heridas y que marcan, con sus cicatrices, el inicio de la adolescencia, nos vemos impotentes la discurrir incontrolados de las emociones, de sentimientos que creímos capaces de controlar porque aún no habíamos tenido constancia de la hermosura de una mirada, porque solo hasta entonces, hasta ese preciso momento, solo habíamos flirteado con el amor, habíamos jugado con el corazón, preparándolo en la inconsciencia para lo que habría de venir. No era preciso involucrarse en las profundidades de la consciencia, porque un beso tímido, posado en la mejilla de la niña a la que acompañábamos a la salida del colegio no era más que la abertura de la puerta por la que queríamos despedir la candidez. Un beso inesperado de la niña con la que cruzábamos risas de complicidad en la clase, era la absolución y el despojo de los traumas infantiles. Un beso para luego huir y soñar, una moneda de afecto inocente que se cambiaba por un sonrojo mientras los compañeros gastaban bromas que llegaban a la impiedad y que a veces provocaban la hilaridad, tal vez porque no tenían noción de la aventura que es enamorarse, porque actuaban desde el desconocimiento absoluto de la locura primera, de esa sensación que va adentrándose por los poros de la piel cuando aparecía por la esquina, como las doncellas de las novelas de amor. Tan fútiles y inocentes aquellas primeras sensaciones que navegaban por las bravías y tormentosas aguas del corazón, tan rápidos los cambios que provenían con el cumplimiento de los años, tan exagerados y rotundos, que igual que llegaban se iban porque pacíamos, todavía y gracias a la divina providencia, en los campos de la amistad, en los páramos donde buscábamos el refugio y la solución a nuestros problemas apoyados en el hombro del amigo, del compañero que siempre estaba allí. Intentábamos ser leales con nuestros principios, todavía firmemente arraigados a la infancia. Sería por la terquedad de no querer desprendernos de lo bueno con que fuimos proveídos, con la intransigencia por deshacernos de las fantasías que habíamos creado en torno a nuestro ser, un conglomerado de actuaciones y situaciones perfectas, que veíamos derrumbarse conforme pasaban las semanas y lo que unos días antes no era más que causa de nuestra despreocupación se tornaba en seria intranquilidad. Nos fustigaba tener que peinarnos cada día y tomar el camino del colegio ataviados con el uniforme nos era indiferente hasta que un día, sin saber por qué, sin entender la causa, nos empezamos a instruir en el decoro, y nos negábamos a ponernos la indumentaria reglamentaria del centro de educación, y nos rebelábamos contra esa norma porque empezaba a florecer en nuestro espíritu el prurito de la presunción. Y nos aseábamos con más contundencia y, disimuladamente cada amanecer, antes que entraran al baño nuestros padres y hermanos, centrábamos toda la atención que éramos capaces de retener, en el labio superior y creíamos adivinar un pequeña línea negruzca, fuerza de la imaginación, ansias de crecer, expectativas para poder destacar como el hombre que todavía no éramos. Ansias por traspasar el tiempo, por derrotar la pulcritud de la razón que nos es congénita para despeñarnos por las laderas de la adolescencia y dejarla atrás con prisas, con precipitación. Un arrebato, que con el transcurso de los años, cuando nos curten los avatares de la vida cotidiana, nos negamos a asumir e invocamos a la añoranza como remedio tardío, sabiendo que ya es irremisible, que no hay vuelta atrás, que los estratos vitales hay que vivirlos en cada momento, disfrutar con honestidad y naturalidad cada fracción de la tarta que nos dan a degustar.
            No importaba la carencia de luz, ni nos aturdíamos con las distancias. La alegría nos señalaba y descubría el camino. Caminar para desandar las horas, para descubrir la fluidez con la que navegan los minutos cuando la conversación es el motivo que reaviva la alegría, aunque se traten los temas más nimios, un derroche de  fantasía porque crees advertir que sonríe en correspondencia a tus miradas, que la chica que camina junto a mantiene un hálito de fijeza y admiración a cuanto dices, porque crees que se encandila con tus palabras, más aún con tus gestos, y descubres la seguridad y la serenidad aposentándose en los poros de tu piel. Alonso y Mercedes se han desviado del camino que seguimos los demás, porque la casa de la niña está próxima. Hemos cruzado un gesto de complicidad, un ademán para volvernos a ver esa misma noche y certificar, aún sin saberlo nosotros mismos, que habíamos descubierto un sendero nuevo en nuestras existencias.
Había gente aposentada en los escalones de las entradas a las casas, desajustándose camisas y batas para sofocar las altas temperaturas de aquella noche de julio, y que nosotros apenas apreciábamos porque discurríamos por otros mundos, sentadas en los zaguanes, mujeres abanicándose con fruición como si el pertinaz movimiento, reiterado, nervioso casi y mmmmmm, porque creían que podían hacer huir al calor, que la impiedad de aquella noche desparecería con sus acelerados giros de abanico. Si se fijaba uno, en las profundidades de los portales, donde la oscuridad era tiniebla misma, de vez cuando prendía un ascua minúsculo, el cigarro consumiéndose por la inhalación feroz del hombre que inundaba sus pulmones de toxicidad, que descubría un rostro siniestro y deformado, surgido tal vez de las mismas profundidades de la tierra, del mismo infierno, mientras surcaba el aire, tras exhalación voluntaria, una ondulante nube que se diluía casi de inmediato en la penumbra vencedora. Manteníamos la certidumbre que sus ojos se clavaban en las piernas mozas de las niñas que acompañábamos. ¿Qué extraños pensamientos rondarían la mente del solitario fumador, emboscado en la oscuridad? ¿Dónde fenecerían las ideas mientras desaparecíamos de su vista?
Nos despedimos con una sonrisa que mantenía visos de próximos encuentros. Inés y Mari Paz habían quedado en el camino. Mi tocayo, su hermano y yo continuamos unos metros más flanqueando a Carmen. José María nos seguía a cierta distancia, con dificultad. Todavía mantenía ciertos niveles de alcohol en su cuerpo. Llevaba la camisa totalmente abierta, descubriendo la blancura castellana de su piel y su escasa pero fornida musculatura. De vez en cuando se paraba, como para tomar aire, y continuaba intentando darnos alcance, esfuerzo ímprobo que no logró hasta que llegamos la pequeña zona de recreo que antecedía a la casa de Carmen.
Durante un tramo del recorrido de vuelta no intercambiamos más palabras que las incongruentes frases que iba profiriendo José María. Vimos a Alonso y Juan esperando en una esquina. Un patrullero de la policía nacional pasó lentamente junto a nosotros. Nos miraron e intentamos disimular, procurando que aquello era producto de nuestra imaginación, que no se pararían. El mil quinientos aceleró y se perdió por el entramado de calles que rodean a la Barzola. Isidoro exhaló un suspiró con el que bromeamos todos intentando encubrir el repelús que mantuvimos con aquel sondeo visual de los agentes y que sólo él tuvo la valentía de no esconder. Seguimos sin hablar. Cuando llegamos a la esquina donde los dos mecánicos nos esperaban José María espetó un eructo, tan grandilocuente y exagerado, que una pequeña bandada de pájaros, que reposaban en la copa de un árbol, salió disparada hacia el cielo, seguramente asustada por el exabrupto del  joven, que inmediatamente se dejó caer sobre el tronco, aferrándose a él con las dos manos, y devolver sus excesos etílicos al medioambiente sevillano.
Aquella noche tuvimos la certeza de que empezábamos a cruzar la delgada línea roja de la ingenua mocedad para penetrar en los campos de la adolescencia, a cultivar los ejidos de la desazón con la simiente del pasión, a pleitear con la razón y a descubrir que hay accesos emocionales que embriagarían nuestro ser anegándolo con la melancolía, si acaso una mirada nos era esquiva. Pero sumidos en la inminencia de los recuerdos, de la primera visión, de las manos asolando los espacios de su cintura, con la música encantando los instantes, con la memoria fresca de los ojos que eran capaz de iluminar todo el sendero de la ilusión, el futuro no era sino referencia lejana y no nos importaba, solo el presente, si acaso añorar el pasado donde residía la promeso de una cita. Dormir, soñar y encontrar en los sueños una razón de vivir. Aquellos eran nuestros propósitos más inminentes.

jueves, 26 de julio de 2012

La nube en el suelo. Capítulo 1. 7


            La luz comenzó a descender. Las sombras caían de improviso cegando las claridades, transformando el espacio en un lugar sombrío donde las guirnaldas de luces apenas podían con aquella noche que se venía encima, dotándonos a nuestras figuras de un aspecto siniestro, desfallecidos rostros donde habitaba la alegría. Desde el pretil de la azotea podía contemplarse la línea del atardecer deshaciéndose por el Aljarafe. Lo que hasta unos momentos antes era densidad cromática, juego de colores que se fundían para diseñar la paradoja de la evolución de la vida. Algo es necesario que acabe para que empiecen otras. Una franja cárdena pendenciaba con los campos que se incrustaban en los perfiles de la lejanía y alzaba su poder hasta convertir el azul en un manto agujerado por el azogue de las estrellas, la quietud imperecedera por el temblor de los astros que se confabulan para deshacer las quietudes y anclar las inquietudes en el mismo centro del universo y solo bastaba alzar la mirada para mantener la certeza de la pequeñez humana. No había descenso más hermoso que el del sol horadando el horizonte, aniquilando los extremos del cielo por donde huía, con sus haces flamígeros inyectando calor,  para mostrarse a otros ojos, para dorar otros campos, para iluminar otros rostros y desbancar al deseo. ¿Tendría la misma densidad este astro en otras latitudes? Ahora se agigantaba en la estría del confín del mundo. ¿O acaso no era aquello el final de una etapa? El sol se deja vencer  por el crepúsculo y la luna aparece radiante para desatar el furor del deseo, la sed de la vida que solo se calma bebiendo de la fuente donde se concentra el cariño, el eterno caudal del amor. En unos instantes todo cambia. Basta con un sortilegio del destino, con la confabulación de las fuerzas naturales, de las que no poseemos su control, que desatan sus advenedizos comportamientos según su particular y libre albedrío, configurando aptitudes y comportamientos que residían en nuestro interior, de los que no teníamos más constancia que los impulsos que surgen con la ira y la devoción. La voluntad viene luego para preservar los derechos y las emociones que se adquieren, los que prenden de la hermosura de una silueta que se adivina emergiendo de la oscuridad, huyendo de la clandestinidad y el anonimato, de la manifestación de la sensualidad y la sexualidad nueva que nace a la nueva visión y al sentimiento que tiene la convicción, de que en algún lugar del cosmos existe la realidad que traspasa el sueño.
            Los instintos hibernan, se asientan la sima donde pervive la paciencia, laten, sienten y duermen hasta que los alertan las convulsiones sensoriales. Vienen acompañados por una tremendo e inquietante sensación de desasosiego, turbado por la inseguridad, de la duda por no verse correspondido. Hay alertas que nos avisan y descubren signos que nos conmueven. Una sonrisa es una tesis de acepción; una mirada es capaz de torpedear la línea de flotación de la nave donde reposa la seguridad. Hay motivos que nos devuelven la ilusión y situaciones que parecen provocar el caos.
            Uno se vuelve a las palabras que invocan tu nombre, que requieren de tu presencia y tu atención. Entonces emana una fuerza que radia la rebeldía, que se indisciplina y se rebela en contra de tu propio ser, de la conducta que antes estimulabas y ahora se despeña ante aquellos ojos que brillan en la semipenumbra. Un gesto, una  leve inclinación hacia el rostro en el que no creías, aquella fisonomía que cuida los campos del Olimpo, que se presenta y altera los pulsos, que hace alarde de su fortaleza y  destrona la quietud y serenidad, que invoca la perdición. No valen disimulos ni esquives porque ya eras la presa, un trofeo que cuelga en las paredes de tu propio ego. Una sensación que extraña y perturba.
            La música de los Bee Gees va perforando la noche y nos trae la reminiscencia de otras noches en los confines del mundo. Hay unas vecinas, en los bloques de enfrente, que se acodan en las barandillas de las terrazas y nos observan. Están sorprendidas y hablan entre ellas, aún separadas por la ranura que se precipita al vacío, mantienen una complicidad extraordinaria. Bisbisean frases que no logro entender o es el ruido, el cascabeleo de aquellas composiciones y voces chirriantes y la distancia que amortiguan e inhabilitan la comprensión. Ríen estrepitosamente. Tal vez porque observan los bruscos y violentos movimientos que efectúa José María. Parece excitado pero no es más que los efluvios del alcohol, que engaña con la coca cola y unos trozos de hielo. Gira sobre su inestable eje, se desplaza a la izquierda, luego a la derecha, ha creado un hábitat en torno a sus estrambóticos movimientos que él se obstina en hacernos creer que es danza, baile de discoteca. Alonso le ha llamado la atención cariñosamente porque ha estado a punto de atropellar a chica que está con él.
            Mercedes reclina su cuerpo en el ángulo donde convergen dos balaustradas. A pesar de su envergadura y su apariencia parece tierna y sensible. Se refugia en la esquina mientras mueve sus piés al son de la música. Tiene apenas dieciséis años pero es la que aparenta ser mayor. Mi hermana tiene su misma edad y todavía no se ha desprendido del tamiz juvenil, de un carácter que embriaga con la sonrisa y sostiene la capacidad para compensar su timidez con un halo de introvertida extravagancia. Todo lo contrario de Toñi que enseguida ha presentado su extrovertido carácter acercándose al grupo masculino, haciéndose ver, pavoneando su figura. Es menuda y pizpireta, resultoncilla y esconde en su extremada locuacidad y altivez un pequeño complejo de inferioridad que nunca admitirá. Antonia es la hermana de Alonso. Ha cumplido los veintiuno y ya mantenido una relación sentimental importante. Tiene un hijo al que su tío adora. Su alegría contagia y sobre ella se han situado el resto de chicas. Algunas también se acaban de conocer pero ya se han vinculado, han tendido una red de lazos tal como si compartieran amistad de años. Han congeniado inmediatamente. Inés y Mari Paz comparten la misma sangre y se han apartado un poco del grupo para hablar entre ellas. Miran, auscultan y sondean cuanto ven. Parecen examinarnos. La música todavía no logrado religar a los dos sexos. Su frenética composición ha delimitado fronteras en aquel pequeño territorio. Carmen me atrae. Disimulo cuando siente que la observo y miro hacia otro lado. Sonríe. Luego se vuelve conversa. Juanlu no deja cortejar a Mari Carmen, a la que persigue desde la más tierna infancia, desde que compartían aula y estudios en el colegio. No vive más que para ella. La acompaña, la sigue cuando intenta desasirse de su compañía, un Otelo sonrosado que se hunde en la podredumbre de los celos si intercambia una mirada, si habla o si calla. Solo tiene voz y palabras para ella y elude cualquier conversación con los amigos y se concentra en su figura y en sus desplazamientos. De nada sirven las advertencias ni los consejos. No hay razón para el amor. Se obstina en querer que le quiera. José María sigue bailando, girando frenéticamente, alterando su estabilidad en cada giro, convocando al vértigo.
            Sigue haciendo calor a pesar del advenimiento de la noche. Ahora sí que las guirnaldas dotan de luz a la azotea. Alguien ha abierto la garrafita de vino dulce y lo mezcla con coca cola en una jarra y ofrece a todos aquella combinación. Por fin se ha terminado el disco de los Bee Gees. Un ronroneo en los bafles nos lo delata. José Manuel, que no parado de hablar con Antonia, ha salido como alma que lleva el diablo hacia la mesa donde se ha dispuesto el equipo de música. Busca entre las carpetas discográficas, sondea con la visión el paraje que se ha envenado con el silencio. Juanlu está sometiendo a Mari Carmen a un interrogatorio de tercer grado. Octavio, su hermano, intercede por la joven. Isidoro, atendiendo a un gesto del pincha discos, ha desconectado dos de las guirnaldas. La luz es mínima y hay un receso de las jóvenes hacia las barandillas, amparándose en las paredes, como protegiéndose de las solicitudes que vendrán. Hay dudas en los gestos, dudas en los movimientos. Hay una confusión de miradas que se parapetan en la vergüenza, que buscan cobijo en apocamiento y en el pavor a recibir una negativa. Los altavoces se agitan. Suena la música pausadamente, con una serenidad aplastante. No hay estridencias ni voces chillonas incitando, en inglés además, a moverse hasta la extenuación. Se van soltando vasos y hay pasos que confieren ya intimidad, aunque la formalidad de la compostura no pase más allá unos brazos asidos y rozando la nuca y unas manos posándose con suavidad sobre la cintura de la chica. Hay una introducción de una guitarra acústica que nos trae recuerdos de un concierto de rock sinfónico andaluz, de gente extasiada y repitiendo la letra de la canción, de Jesús de la Rosa dando una calada a un cigarrillo y el público tarareando la melodía de El Lago. Pero ahora es la intimidad y la acepción de la realidad, ahora no hay más espacio donde resguardarse de la timidez. Miro y escruto. La busco. Ya hay varias parejas bailando. Vuelvo a mirar veo como la noche ha perfilado su silueta, como presenta su figura la aire, como la toda la Grecia clásica se posa en su perfil. Dudo. Siempre dudaba porque temía a la negación de mi voluntad, al escaso entendimiento sobre la importancia de la seguridad. Me ha mirado con furtividad y se ha revuelto inmediatamente, acodándose serenamente sobre el quicio de la baranda. José María sigue bailando, ahora muy pausadamente, moviendo su cabeza y mantiene los ojos cerrados. Me acerco, le pido que baile conmigo y acepta. La luna acaba de desprenderse del cielo y yo la tengo asida. Mi torpeza en el arte de la danza se manifiesta inmediatamente y sus palabras me sugieren que la siga en sus pasos. Obedezco y enseguida me veo contoneándome en la exageración. Triana sigue confinando nuestro espíritu en un lago, en ese edén al que se accede desde el mismo deseo. Las dos vecinas siguen observándonos, sonriendo. Mari Carmen y Juanlu continúan con su discusión. Mercedes y Alonso ríen mientras bailan y yo le pregunto a Carmen que cómo se llama.

miércoles, 25 de julio de 2012

La nube en el suelo. Capítulo 1. 5


            En la primavera de aquel año, poco antes de iniciar el periodo de exámenes, habíamos acudido al estreno de la primera película, la que catapultó a la fama de John Travolta, al menos como principal protagonista de un film, Fiebre del Sábado Noche. Un hito en el cine musical. La figura de Tony Manero se convirtió en  paradigma y modelo a imitar y las primeras discotecas de la época se llenaron de émulos del inmigrante italiano que se convierte en el danzarín heroico de los fines de semana de la noche neoyorquina. Bailongos danzando estrepitosamente coreografías extraídas de las escenas de la película para abajo las luces circundantes, redondeces luminosas que se proyectaban en las pistas de estos locales y que provenían de unas bolas cuajadas de espejos coloreados, colgadas en el techo del local, recorriendo los espacios sicodélicamente, alterando la natural oscuridad, merodeando los rincones donde se situaban las románticas parejas y dejar sus deseos al socaire y la vista de los mirones.
            Los añorados guateques comenzaron a intentar reproducir los escenarios, los lugares y la decoración de la discoteca Odisea 2001, que así se llamaba el salón de bailes del barrio latino de Nueva York, que por cierto existe de verdad y sigue siendo centro de atención y peregrinación de los nostálgicos de la década prodigiosa, en la que se recuperaron musicales esplendorosos y que habitan todavía en nuestra memoria.
            En las siestas del verano, en aquel mes de julio insufrible, cuando la paz y el sosiego se apoderan de las horas centrales del día, coincidiendo con el esplendor del reinado del calor y el canto monocorde y atosigante de las chicharras perforando la serenidad, certificando que el sopor es dueño del ambiente, y los lugares sombríos de las casas se convierten en remansos y refugios donde se habilita el descanso, donde se reposa y se aparta la pesadez de la incandescencia que es vertida sobre los solares y las calles, poníamos el viejo picú y oíamos las novedades que fueron en la juventud de nuestros padres. Todavía recuerdo los viejos éxitos de los Brincos, o las amorosos y bellos boleros de los Panchos o los dramas melosos de don Antonio Machín, que vivía en mi misma calle, en una casa que hacía esquina con la Avenida y que en nuestra niñez, apenas unos años antes, veíamos cruzar la carretera altivo y radiante para entrar en aquel fabuloso coche que le llevaría a otra ciudad, tal vez, para ofrecer un recital, y nosotros perseguíamos calle arriba hasta que la inercia y la velocidad del vehículo sonando trémulos en el altavoz del viejo equipo de música. Las horas vespertinas transcurrían entre Madrecita, del cantante cubano, y Si yo tuviera una escoba, de los Brincos e incluso, como paradigma de modernidad, Lolita del Dúo Dinámico.
            En aquel verano oí toda la música de los años sesenta, las canciones con las que bailaban mis primas en sus guateques, en las que conocieron el amor y el deseo con canciones de intérpretes italianos. Aquel legado discográfico de mis primas me fue introduciendo en las artes de la música y un día advertí que emocionaba oyendo la sinfonía del nuevo mundo, con la ópera Carmen o con el Requiem de Mozart; que el Carbonerillo erizaba mis vellos con sus fandangos, que las coplas de  Pepe Pinto, a las que solía acompañar un recitado, elevaban mi emoción a límites insospechados o que Dª Juana Reina o Marifé de Triana exultaban mis emociones con aquellas canciones de Quintero, León y Quiroga, que eran como operetas, extraídas vivencias de la misma vida. Así lo mismo escuchaba los éxitos del momento como oía a José Guardiola melando mi sangre. Esto último intentaba ocultarlo ante mis amigos no fuera ser que me vieran como un ser extraño, inapropiado y retrógrado cuando lo primaba era la canción protesta, el moderno ondear de banderas que reclamaban libertad y justicia. Clara que a mí también me gustaban Joan Manuel Serrat, Carlos Cano o Víctor Manuel, cuando todavía no había sido vencido por sus ansias mercantilistas y por su denodada e interesada lucha en favor de los derechos de los autores, que siempre han beneficiado, principalmente a los mismos.
            Era viernes y la canícula se había cebado cruelmente con esta ciudad. Las calles aun rezumaban vapores que se elevaban al cielo cuando los vecinos y comerciantes regaban las puertas de sus casas y establecimientos, en un intento por repeler y desprenderse de aquella sensación de ahogo que les mortificaba. Comenzaba a recuperarse la vida y el desierto paraje que unas horas antes tamizaba la visión tomaba un cariz humanizado por la presencia de los vecinos. En las aceras se incrementaba el tránsito con los primeros paseantes, con quienes huían de sus hogares, hartos de ventiladores que removían el calor y convertían las estancias en hornos al centrifugar el viciado aire, para buscar un alivio en la terraza de Baturrones o en la Pastora. Éstos eran los lugares de veraneo para quienes no podíamos concertar un mes de vacaciones en la playa de Chipiona o la Higuerita, vulgo Matalascañas, donde sí acudíamos en las excursiones dominicales que organizaba Emilio Pozuelos, y que servían para amortiguar la pesadumbre que los poseía cuando veían las nuevas tendencias vacacionales en los tráilers del NODO o en los reportajes que se emitían en la televisión. Veraneantes de un día con sombrillas, tortillas y filetes empanados.
            Resurgía la vida conforme las calles iban anegándose de sombras, desprendiéndolas del vértigo del calor, desmembrando las retículas dilatadas de los terrizos de las aceras. Una sinfonía vertebrada de persianas recogiéndose ponía banda sonora a la escena del atardecer. Los más viejos residentes aún mantenían la costumbre de sacar una silla a la puerta y reconfortar sus maltrechos cuerpos, ahítos del descanso necesario, con las escasas brisas que descendían desde el promontorio donde se ubicaba el colegio del Moro, recorriendo la avenida, y comentaban el fresquito que corría y qué alivio para el cuerpo. Y siempre guardando la esperanza de poder conciliar el sueño aquella noche.
            En la puerta del cine Delicias ya estaban todos cuando llegué. Exculpé mi demora con un subterfugio insignificante e insulso. Ni yo mismo me convencí, pero nadie solía enfadarse por los atrasos, excepto José María, que ceñía el entrecejo advirtiendo con aquel gesto su constante disconformidad con la impuntualidad. Antonio e Isidoro –que eran hermanos- Alonso, Luismi, Juanlu y José Manuel –que también eran hermanos-, Octavio, José María y yo. El elenco completo. Todos camino del Burladero. Nunca supimos de aquel paso previo al abordaje del bar. Podíamos quedar directamente en el local pero tal vez sentíamos la necesidad de conjugar nuestros propósitos antes de dirigirnos a él, de mantener unos momentos de confidencialidad y posponer al arbitrio público algunas cuestiones que sólo debíamos conocer nosotros. En aquel vestíbulo columnado, atrium senatus para nosotros, que servía de vía de evacuación del local cinematográfico dirimíamos cuestiones de la importancia sobre dónde acudir en la tarde del sábado, si al centro o nos desperdigábamos por la ambrosía urbanística de Triana, que siempre hay un bar que descubrir, que disfrutar, mientras practicábamos el noble ejercicio del paseo. Pero aquella tarde nos deparaba un sorpresa, algo nuevo. José Manuel había convencido a su padre para que les dejara organizar una fiesta en la azotea de su casa. Una fiesta que debíamos nosotros preparar y después recoger y dejar la estancia al aire libre, tal y como la encontráramos. La alegría con la que presentó la propuesta José Manuel fue inmediatamente frustrada por la inmediatez y la contundencia con la que Alonso respondió. La verdad es que fundamentos y razones no le faltaban. Había que buscar niñas, porque un guateque sin la presencia de féminas carecía de gracia, le faltaría esencia. Había que buscar, como si fuera hubiera sido tan fácil y estuvieran dispuestas y esperándonos en un saco de legumbres de la tienda de comestibles de Lorenzo para que las cogiéramos cuando las necesitáramos. Así, aquella tarde de viernes, en la terraza del Burladero, empezamos a preparar la primera fiesta con esa denominación, apartando el término guateque, porque dejábamos a un lado el tiempo de las melifluas interpretaciones de los grupos españoles e internacionalizamos la celebración, con la introducción de un pincha discos, el propio José Manuel, que había conseguido el Lp de los Bee Gees “Saturday Night Fever” banda sonora de la película del mismo nombre, en inglés, con el tema principal Stayin Alive. Ya nos veíamos todos como Tony Manero y encandilando a las niñas con nuestros sinuosos movimientos. Acabábamos de entrar en la era disco y el hito se desarrollaría en una azotea de la Trinidad.

La nube en el suelo. Capítulo 1. 6


Nos pasamos la mañana del sábado trasladando todos los útiles desde la vivienda hasta la azotea. El equipo de música, una mesa donde ubicarlo, vasos de tubo, unas neveras de playa para poner los refrescos a enfriar, diez litros de cerveza Cruzcampo, dos botellas de ginebra, una de whisky Dyc y otra de ron Negrita. Alguien aportó una garrafita de vino de Málaga que no se incluiría en el escote posterior. Juan e Isidoro se encargaron de confeccionar unas guirnaldas luminosas para dar un toque de festividad y colorido al ambiente. Se agregó a la tarea la hermana pequeña de Juanlu y José Manuel, los anfitriones, que fue tintando cada una de las bombillas que se integrarían en las tiaras eléctricas.
Juan Roldán se incorporó al grupo de la mano de Alonso. Se conocían por motivos profesionales. No es que pertenecieran a la misma empresa, que trabajaran juntos, pero los negocios en los que se ganaban la vida si mantenían vínculos comerciales entre ellos. Alonso había entrado de aprendiz en un taller de mecánica cuando aún tenía edad escolar. Sus días de estudio habían quedado en la última fase de la educación general básica, la EGB que no había concluido, porque era más hábil con las manos, más diestro en el engarce de tornillos y tuercas, en el ajuste de émbolos y pistones, que en destacar las excelencias del Conde Duque de Olivares o destripar semántica y morfológicamente un texto de Antonio Machado. No es que los confundiera con futbolistas, no era tan bajo su nivel, que les reconocía e incluso admiraba la poesía del poeta sevillano, entiendo que como emblema de la cultura de los nuevos tiempo que se comenzaban a vivir, pero prefería mancharse las manos de grasa  a tener que depender de su retentiva memorística para labrarse un porvenir. Al fin y al cabo, decía, era un empleo digno y con futuro, porque siempre habrá coches para arreglar.
Juan trabajaba a pocos metros del taller donde lo hacía Alonso, en una empresa de neumáticos, donde los recambiaban y recauchutaban, principalmente a camiones, vehículos comerciales y furgonetas, aunque también realizaban estas mismas tareas para vehículos particulares y le servía las cámaras a los talleres aledaños cuando les eran solicitados, y bien Alonso se desplazaba a recogerlas o era Juan quién se encargaba de llevarlas al taller. Así comenzaron una amistad que se fue ampliando cuando coincidían, muchas mañanas durante la hora del desayuno, en la cafetería entroncada en la esquina de la Carretera de Carmona con Almadén de la Plata. También abandonó los estudios a muy temprana edad para incorporarse al mercado laboral. Al contrario que Alonso, cuya familia disponía de medios económicos suficientes para subsistencia, al aprendiz de instalador de neumáticos fue la necesidad la que le obligó a incorporarse al mercado laboral para incrementar el paupérrimo nivel económico de la familia, que con muchas dificultades llegaba a final de mes. Nunca le observamos un reproche, ni mostró descontento alguno por aquella situación. Muy al contrario, se mostraba favorecido porque al menos, entregada la paga semanal en la casa, podía disfrutar de una independencia financiera, que le procuraba cierta emancipación, a pesar de tener fijado su domicilio en la vivienda paterna. Tenía nuestra misma edad, aunque su apariencia quisiera mostrarnos otra. Poblaba ya luengo y frondoso mostacho, lo que le dotaba de personalidad. Hablaba con pausa y siempre aportaba razonamientos en los envites dialecticos que proferíamos. Compartimos devoción mariana y durante algunos años salimos de nazareno, juntos en el mismo tramo, en la madrugada del viernes santo.
Pasado el mediodía, José Manuel y yo, fuimos al por las barras de hielo. Lo hicimos en su coche, un Seat 133, de segunda mano, que le había comprado su padre para que le fuera menos penoso desplazarse hasta el cuartel, como si tuviera que ir a Irún. Porque la distancia entre su domicilio y el lugar donde realizaba el servicio militar distaba a apenas unos cientos de metros, el recorrido entre la Trinidad y la puerta de la Carne. Llegamos a la fábrica de Hielos de Sor Ángela de la Cruz cuando las cigarras entonaban su primera sinfonía, un aviso del calor que se cernía inmisericorde sobre la ciudad, una urbe en calma donde los comercios permanecían abiertos a la desolación, vacíos porque la clientela comenzaba a refugiarse en sus casas, en las sombras que proporcionaban las estancias acotadas  por persianas y celosías. Compramos tres barras que situamos, sobre un jergón de plástico, en el asiento trasero del vehículo, no sin dificultad porque el coche no tenía más que dos puertas. En una de las maniobras, una falta de entendimiento y coordinación, motivado por el paso de una atractiva mujer, una de los trozos de hielo salió despedido de nuestros brazos y fue deslizándose hasta la misma esquina de la calle Gerona, con la mala fortuna que un camión de reparto de la Casera lo convirtió en minúsculas partículas acuosas y uno de los trozos mayores salió despedido, con la fuerza de un proyectil, impactando contra una de los cuarterones de una ventana destrozando el cristal. Miramos a ambos lados de la calle, y sin decir palabra, nos introdujimos en el coche y salimos como alma que lleva al diablo. Apenas recorrimos unos metros nos percatamos de no haber recogido el cambio ni la factura y decidimos unánimemente dejar las monedas sobrantes del billete de cien  pesetas para el bote.
El tema de las chicas quedó resuelto la noche anterior. Teníamos hermanas que conocerían a otras niñas. Ellas se encargarían de contactar con sus amigas. Se pasaron toda la mañana del sábado intentado localizarlas. Unas se excusaron porque tenían otros planes; otras porque no querían participar de una fiesta; en la mayoría de los casos ni siquiera pudieron tomar comunicar con ellas. No todo el mundo tenía teléfono, ni podían mantener un lujo como aquel. Al final, entre mi hermana, la de Alonso y una amiga de José Manuel, lograron conformar un grupo de niñas para participar en la fiesta. Un solo motivo enturbiaba aquella vinculación festiva. La mayoría tenía que volver a sus domicilios a las once y con el compromiso de tener que acompañarlas. Valiente fastidio.
Cuando regresamos ya estaba todo el escenario de la fiesta dispuesto, preparado para iniciar el gran acontecimiento y un halo de satisfacción se perfilaba en cada uno de los rostros que nos recibieron. No hay nada mejor y más gratificante que la realización de una obra por uno mismo, saber que cuanto vamos a disfrutar ha sido manufacturado e ideado por nosotros, Habíamos decidido eliminar de nuestro léxico la palabra guateque, ya decadente, de otro tiempo paupérrimo y paternalista, y sustituirla por la de fiesta, más actual, más cercano a nuestra idiosincrasia. Si queríamos mostrarnos como jóvenes modernos, de esos tiempos de constantes y vertiginosos cambios, parecernos a los que se mostraban en las últimas películas americanas, teníamos que reconvertirnos y empezar a utilizar un vocabulario acorde al nuevo modus vivendis al que aspirábamos. Sin embargo, aquel escenario distaba mucho de las pretensiones modernistas de las que ya presumíamos. Las guirnaldas, con las bombillas coloreadas, atravesando la azotea de vértice a vértice, sobre las guías de los cordeles donde se tienden las coladas, el equipo de música con sus dos grandiosos bafles sobre la misma mesa donde se disponía antes el picú, las neveras con las barras de hielo, incrustados en los vidrios de las botellas, y en un rincón, al cobijo y salvaguardia de la luz solar, incluso el propio espacio, la azotea, seguían manteniendo la figuración de las viejas reuniones con las que disfrutaban nuestros padres, nosotros mismos como herederos de los placeres decimonónicos. Aquello no se parecía en nada a la sala Odisea 2001, donde Tony Manero embelesaba a las jóvenes con sus increíbles danzas. Solo en nuestra imaginación, y por el denodado esfuerzo en transformar la cubierta del edificio en eventual discoteca, podía concebirse el cambio, solo en nuestra mente, febril e inocente en demasiadas ocasiones, éramos capaces de construir un nuevo mundo para el esparcimiento y el ocio, solo desde nuestra imaginación podían proyectarse las ansias por ir descubriendo nuevos conceptos, nuevas metas con las que ir mejorando la existencia, aumentando el conocimiento con la experiencia, conociendo a nueva gente que nos ayudara a expandir nuestros pensamientos. Todavía no manteníamos conciencia de nuestras aptitudes y actitudes, porque la juventud latente en el corazón nos empujaba a actuar por impulsos, en demasiadas ocasiones por la pasión descontrolada, nos dejábamos arrastrar por la fortaleza de la mocedad que rezumaba en nuestros espíritu y nos convocaba a la revolución personal y univocaba, a inmiscuir a otros en aquel tránsito por el tiempo que nos iría imprimiendo el carácter y mostrándonos diferente en cada momento. La transición sentimental, el paso de la frontera para iniciarnos en la condición sentimental, para convertirnos, sin darnos cuenta, en hombre y mujeres.
Las horas se volvieron pesadas, lentas como una caravana de tuaregs atravesando el Sahara. El minutero del despertador, mi referencia horaria visual, parecía haberse estancado y apenas avanzaba por la circunferencia de su esfera. El silencio de la siesta traía, dislocado y pausadamente, el sonido de la maquinaria, el tic tac del reloj que nos certificaba la muerte del tiempo, la mudanza del presente al pasado, el juego del tiempo mortificando nuestras ilusiones, demudando el futuro, hasta convertirlo en presente y hacerlo eterno en el pasado, y todo en el transcurso de un segundo. La teoría de la relatividad mostrándose en nosotros mismos. Maldito Einstein. Todo sucedía contrariamente a nuestros deseos. Ansiábamos poder compartir nuestra amistad y el tiempo parecía ralentizarse. Sin embargo, corría como un poseído perseguido por un toro, cuando nos reuníamos, cuando reíamos las bromas y las gracias de Alonso sobre Isidoro, o cuando manteníamos aquellas conversaciones sobre los más diversos temas, desde los más importantes a los más nimios, pero que nos engrandecía en el respeto y la consideración hacia la opinión de los demás.
Lo que todavía no sabíamos, inmiscuidos aún en nuestros juegos de adolescencia, era lo que se nos venía encima con el descubrimiento de nuevas sensaciones, de nuevas emociones de las que no habíamos sido suficientemente informados, en la parquedad sentimental destrozada por el conocimiento de la belleza, de las que no habíamos tenido referencia hasta aquella misma noche y podían venir envueltos en delicado celofán de unos ojos negros capaces de aturdir la razón, de una voz resuelta y pizpireta capaz de hacer desaparecer cualquiera de los sonidos humanos, de la tibieza de una mano que se apega, con delicadeza y suavidad, en torno a la cintura o incluso los silencios producidos por la aniquilación de los sentidos porque se han entreabierto los labios para exhalar un levísimo suspiro que sirve de trasfondo a una canción de amor de Joan Manuel Serrat.
Pero todo andar tiene un camino que necesita espacio para poder ser andado, que necesita tiempo para ser recorrido. Y eso tendría que llegar.
José Manuel se había preocupado de poner música de fondo para ir recibiendo al grupo. Cuando llegamos, habíamos quedado todos los demás en la puerta del cine Delicias, para no perder ni destruir la costumbre de caminar en manada, aún no habían hecho acto de presencia las niñas. No nos importó y comenzamos, con la música del rock sinfónico de Triana como fondo,  a tomar unas cervezas que nos supieron a gloria, porque aunque trayecto había sido corto, el calor seguía atosigándonos. Camisas de mangas cortas, colores pálidos cuando no blancos, y pantalones vaqueros, por lo general Lois, era la indumentaria con lo que acudimos a la cita. Juanlu, en un súbito ataque de romanticismo, tomó un disco de José Luis Perales para embriagar el ambiente con la melancolía, cuando no con un deje de tristeza. Todos disimulamos nuestra satisfacción, porque a todos nos gustaban sus melodías, y elevamos sonoras quejas por el repentino cambio. Aunque instantes después supimos que había jugado con ventaja, porque vio aparecer, apostado en el pretil de la azotea, al grupo de niñas que vendría a llenar de ilusión, colorido y alegría aquella primera celebración de la etapa de modernidad en la que nos introducíamos. Y todos empezamos a soñar que éramos Tony Manero.

lunes, 23 de julio de 2012

La nube en el suelo. Capítulo 1. 4


            Aquel era nuestro mundo. El universo el resto de la ciudad. Nos parecía todo lejano y extraordinario. Las distancias se magnificaban cuando decidíamos ir a la playa, a pasar el domingo. Excursiones a la Higuerita que parecían viajes transatlánticos. El autobús aparecía en la explanada, premioso con las primeras luces del día, y se removían las inquietudes, se serenaban las ansias. Familias enteras con sus atavíos playeros ansiosos por acceder a su habitáculo, con tomar posesión de aquel espacio que le proporcionaba un billete a la ilusión. Y entonces, acoplado los utensilios y menajes en el compartimento para equipajes, en este caso repleto de neveras, sombrillas, bolsos que difícilmente podían mantener el equilibrio, dimensionados sus espacios por fiambreras con tortilla, filetes empanados y aliños diversos, rugía el motor y el vehículo pesadamente iniciaba la ruta que nos llevaría a las orillas del mar. Antes, por supuesto, se paraba en una venta de carretera donde se desayunaba. Siempre era la misma, por los menos en aquellas excursiones que organizaba Emilio Pozuelos. Apenas una hora de camino, de trasiego, de postes de teléfono y luz pasando velozmente por las ventanillas, y de alguna que otra copla o fandango, que siempre había alguien que se lanzaba con la intención de amenizar el viaje, y el autobús se desviaba, en la travesía del pueblo, bufando mientras aminoraba desproporcionadamente la velocidad, para situarse en el amplio acceso, preparado para aquellos menesteres del avituallamiento viajero, que recibía a los fatigados excursionistas.
            Habíamos quedado en la misma explanada donde recibimos nuestro bautizo como ávidos y valientes defensores de las libertades, apenas unos días antes y que terminó como el rosario de la aurora. Decidimos repartirnos la preparación de las viandas con el firme propósito de no tener que engolliparnos con bocadillos de tortilla o de filetes empanados. Bien que lo dispusimos en las jornadas anteriores al viaje. José Manuel Vázquez, que era algo mayor que nosotros, y se encontraba realizando el servicio militar en el acuartelamiento de Intendencia en la Puerta de la Carne, gracias a los tejemanejes que había realizado su padre para la obtención de un destino tan cercano como beneficioso, propuso reunir entre todos una cantidad, comprar los alimentos y bebidas y así no había pábulo para la reiterancia alimenticia, para el error. Incluso Alonso llegó a plantear, como efectiva solución al dilema, comer en uno de los chiringuitos que se situaban casi a pie de playa. Ambos podían permitirse aquellos lujos porque trabajaban y podían disponer de una retribución económica fija que les posicionaba en situación de privilegio frente a los que estudiábamos y no teníamos más ingresos que la asignación semanal de nuestros padres. Sus propuestas quedaron desestimadas de inmediato pues no disponíamos de efectivo suficiente para sufragar el viaje, llevar alguna cantidad para imprevistos, siempre escasa y que en caso de contingencia, se suplementaba con la solidaridad del resto de  grupo. Así decidimos que si cada uno llevaba unas viandas distintas podríamos compartirlas y regalarnos un menú variado. La cerveza a discreción pues llevaríamos tres neveras, cuyo hielo en barra adquirimos aquella misma mañana, en la fábrica de hielo de la calle Sor Ángela de la Cruz, número suficiente para poder refrescarnos el gaznate con sobrada hartura.
            Siete tortilla de papas, eso sí de calibres distintos y algunas aderezadas con cebollas, siete fiambreras de pimientos fritos y dos tabletas de chocolate, que aportaba yo como refuerzo edulcorante al menú. Variedad gastronómica. Tal vez todos llegamos a pensar lo mismo, a elucubrar con razonamientos egoístas, y dejamos en manos de nuestras respectivas madres la composición de la dieta para la jornada playera, decisión en la que por supuesto no iban a complicarse demasiado. Luego vinieron las alusiones al yo pensé que tú… yo iba  a traer gazpacho pero creí que nadie iba a proporcionar tortilla… esto ya lo sabía yo, terminó diciendo José Manuel. Pero lo peor vendría cuando nos percatamos, en el apeadero de la venta, cuando descendimos del autobús para desayunar, que no habíamos reparado en traernos una sombrilla, ni una mesita de esas que se pliegan, ni unas sillas donde poder sentarnos a tomar el refrigerio. En fin, la intendencia que dejó mucho que desear. Nos habíamos propuesto pasar un buen día de playa y no nos íbamos a fastidiar la jornada por pequeñeces. Hasta nos reímos, cuando aludiendo a nuestros olvidos, una de las pasajeras nos advirtió sobre la posibilidad de achicharrarnos vivos. ¡Vamos hombre! Con nuestra edad lo aguantamos todo.
            Como habíamos salido casi al amanecer, a la Higuerita llegamos muy temprano. Aquella marea baja permitió instalarnos en la zona húmeda, endurecida por las aguas marinas durante la noche y ahora retiradas por la baja mar. Sobre una alfombra de toallas dejamos los enseres y las tortillas. Nos quitamos la camiseta y corrimos hacia la orilla con el fin de lanzarnos a las turbulencias de las pequeñas olas que laminaban la tierra. No debió calcular bien la profundidad ni el retroceso natural del mar. Con toda su energía, con todas las ansias por desprenderse del calor, Alonso emuló a Tarzán y se lanzó al agua. El porrazo fue para haberse matado. Allí quedo, estampado y en silencio, sólo roto por aquel gemido que nos llegó lejano, como de los mismos confines de lo profundo del océano. Gracias a Dios el disgusto quedó en el susto, en unas magulladuras y una hinchazón de la barbilla, que fue creciendo conforme el día avanzaba. Repuestos de la angustia, rompimos a reír en carcajadas, mientras el pobre Alonso, aturdido y sorprendido por el glorioso golpe, no sabía sumarse a nuestras risotadas o asirnos por el cuello ante aquel comportamiento tan inadecuado.
            Al mediodía, el sol comenzó a tomar posición en el cenit del cielo para desatar su poder calorífico, que procurábamos sofocar con constantes baños, sin tener la suficiente  prudencia de secarnos con las toallas. Preferíamos hacerlo de la manera menos adecuada. Tendiéndonos al sol sobre nuestras toallas.
            A media tarde, decidimos enterrar de pié, que ya son ganas de excavar, a Alonso que se había ofrecido voluntario para este curioso menester. Tras casi una hora horadando el terreno, varios niños se habían acercado curiosos para contemplar la abnegada labor que estábamos realizando, y cuando calculamos que parte del cuerpo de nuestro amigo se podía introducir en el hoyo, de rodillas eso sí, le metimos y empezamos a cubrirle. Allí le dejamos.
            José María recordó el miedo que pasó, días antes en aquella manifestación. Y con sus palabras comenzamos un debate sobre la actualidad política y que, derivando y degenerando, terminó con la polémica futbolística sobre los equipos sevillanos. Tan ensalzados comentarios nos llevaron al olvido de nuestro querido amigo, de Alonso al que habíamos dejado sepultado y a merced de las condiciones climatológicas.
            Fue el alboroto y algunos gritos de estupor lo que nos hizo recuperar el tiempo y la noción de la realidad. Unos hombres luchaban denodadamente por extraer la tierra que lo había dejado inmovilizado, solo con la cabeza al aire, con el rostro congestionado por el calor y rojo como un verdadero centollo. Corrimos como posesos y nos sumamos a las tareas para sacar la tierra y liberar a nuestro amigo, que ya comenzaba a escupir agua por la subida natural de la marea, mientras agotaba sus limitadas fuerzas intentado maldecirnos por nuestro olvido. Rescatado al fin, liberado de aquella opresión ingente que al poco le cuesta la vida, Alonso como un endemoniado hacía donde teníamos las neveras, se abalanzó sobre ellas y de un tirón de bebió dos botellines casi sin respirar. Luego nos miró y soltó una carcajada que no supimos muy bien cómo interpretar, dada la brusquedad de sus acciones.
            En el autobús, ya de regreso, achicharrados como brasas, molestos con las quemaduras que esparcían por nuestras espaldas, principalmente, tuvimos que soportar los mordaces comentarios de la señora que nos advirtió sobre la posibilidad de quemarnos. No paramos en ningún sitio y la noche comenzaba a tender sus oscuridades, sorteando el cárdeno horizonte que íbamos dejando atrás, cuando vislumbramos loas luces de la ciudad desde la cuesta de Castilleja. Emilio Pozuelos había realizado una rifa, para complementar sus ganancias supongo, entre los excursionistas. Una paletilla ibérica que le tocó a Alonso. El rigor de las desdichas y las fatalidades de aquel domingo playero se  compensaba con aquella gracia de la suerte.
            Aquella noche casi no pudimos dormir. Los excesos que nos conferíamos al amparo de la juventud y su vitalidad inherente comenzaban recordársenos en forma de quemaduras, aunque yo no dejé de reír hasta bien entrada la madrugada acordándome de las desventuras del pobre Alonso. Y supe, poco después, que a él le sucedió lo mismo.

viernes, 20 de julio de 2012

La nube en el suelo Capítulo 1. 3


            Dice un proverbio chino que todos los seres humanos estamos vinculados, los unos con los otros, por no más de ocho personas. Esta cadena que nos federa a todos en el conocimiento mutuo, en la participación de las emociones, debiera servir para la unificación del sentimiento de la paz, para dosificar las ansias de poder y la envidia, hacer de este mundo un lugar mucho más habitable, donde la tensión entre los pueblos debiera suspenderse en beneficio de la obtención y reparto de los bienes entre quienes más lo necesitan. Pero sobre todo para saber que nuestras opiniones, nuestra forma de actuar, trasciende mucha más allá de lo que creemos, que nuestros actos pueden ser considerados por quiénes menos pensamos, por muy insignificantes que creamos.
            Pero claro, ésta es la teoría que fluctúa por el cosmos, un hálito vanidoso y  vaporoso bamboleándose entre las estrellas, haciendo guiños a la verdad y a la vergüenza de los hombres y que pocas, muy pocas veces, se concreta en realidades. Si ya de por sí es difícil ocultar una actuación en los límites universales, imaginar que se puede encubrir un hecho al reducido grupo en el que nos desenvolvemos viene a ser como hito en la certidumbre de la razón, como querer engañar a Dios.
            Jesús María Madeira apareció con aquel aire de suficiencia y modernidad impuesto por las nuevas tendencias políticas, con una melena que comenzaba a desmembrarse por las sienes y enseñaba unas incipientes entradas, como advenimiento de una calvicie inmediata, con la apariencia de nuevo progre y refregándonos su inherente y recién adquirida intelectualidad y con un ejemplar de El País bajo el brazo que formaba parte de aquella uniformidad delatora. Jesús presumía de haber entrado ya en combate para poner fin, de una vez por todas, al nuevo régimen, que no era más que una consecuencia y prolongación del anterior y se jactaba, acodado en la barra del bar, de preconizar el derrumbamiento definitivo del fascismo que regía los designios de la nación. Poco menos que todos al paredón en pocos días. Alguna vez que otra fue reprendido por Juan, el encargado del Burladero, por aquellas manifestaciones políticas, por aquellos sofismas que lanzaba sin tener en cuenta quién le escuchaba, quién podía estar a su lado y Jesús le replicaba que hacía uso al derecho de su libertad, a poder expresar sus ideas como mejor le viniera en gana y el tabernero que le contradecía, intentando hacerle ver que allí los derechos y obligaciones los imponía su condición de propietario, y señalaba al cartel sobre el derecho de admisión que le amparaba y el otro, que se pasaba los derechos de los opresores por su arco del triunfo y que se anduviera con cuidado no fuera a ser que le pidiera el libro de reclamaciones y entonces Juan, advirtiéndole del uso de sus derechos, se agachaba, hurgaba bajo la barra y aparecía ante el obstinado replicante con un garrote al que había hecho grabar, en la amplitud de su loma, la leyenda “recoja aquí sus reclamaciones”. Y ahí, con aquella muestra del poder del fascismo, exclamaba el progre atemorizado y con temblores en la voz que hacía difícil entenderle, se acababa la confrontación. Porque Jesús era de echarse para adelante, de invocar la pendencia y la confrontación para solventar los problemas políticos que acuciaban nuestro país e iban a destruirlo de no provocar el inicio de un nuevo régimen social y político, por supuesto una república. Unas actuaciones que debían promoverse desde las bases obreras que eran las fuerzas que debían iniciar la revolución, tomando como ejemplo la de la patria soviética, el paraíso donde todos terminaríamos imitando. Pero tenía la misma valentía y agallas, llegado el  momento de la verdad, que el pato Lucas, con el podía rivalizar en irresponsabilidad. Era de los que tiraba la piedra y escondía la mano, que decía mi madre, cuando alguna tarde se pasaba por casa antes de acudir a nuestra cita en la puerta del cine Delicias y aprovechaba para merendar.
            No sé como lo consiguió, ni como logró involucrarnos a todos en aquel despropósito. No sé si hizo alusión, en aquellas peroratas políticas que nos largaba a la menor oportunidad, a nuestra falta de virilidad, a esa hombría que se nos debía suponer, o en sus arengas insinuación la falta de motivación de nuestra juventud para luchar por lo que queríamos conseguir.
            A la tarde siguiente, ataviados con camisetas blancas, con calzado deportivo y pantalones vaqueros, enfatizadas recomendaciones que nos hizo nuestro revolucionario amigo y compañero de pendencias, nos dirigimos a la explanada donde se situaba el colegio del Moro. El atosigante calor del verano secaba nuestras gargantas. O tal vez era el miedo que comenzaba a apoderarse de nuestros espíritus. José María amagó una retirada que a tiempo, apostilló, es una victoria. Pero hicimos alusión a nuestro compromiso, a nuestra obligación de cambiar el estatus de una sociedad que creíamos trasnochada y con más  miedo que vergüenza permanecimos, en medio de aquél solano que mortificaba y delataba la inusual presencia de tantos jóvenes y vestidos con camisetas claras.
            Jesús llegó escoltando a su hermano, promotor de aquella concentración, y otro joven barbudo que enseguida comenzó a dar órdenes y a organizar el acto. En pocos minutos, allí se estableció una barrera humana, que se parapetó tras una gran pancarta cuyo lema era la solicitud de libertad y justicia y amnistía para los presos políticos, un hecho del que no fuimos advertidos. Detrás se situaron otros carteles de menor tamaño pero con las mismas reclamaciones sociopolíticas. El barbudo levantó el brazo, cerró su puño, lanzó la primera  proclama y la ruidosa comitiva inició su periplo reivindicativo. Le seguimos todos premiosamente, como si fuéramos de excursión. Alguien comenzó a gritar eslóganes con trasfondo políticos, ideas que mostraban cierta armonía y musicalidad y que pronto fuimos coreando todos los participantes o respondiendo a las invocaciones que se nos hacían. Algunos no sabíamos concretamente a qué habíamos acudido, pero la idea de regenerar la sociedad con nuestros esfuerzos y sacrificios personales nos atraía y nos hacía sentir importantes, dados los tiempos que se vivían, ante nuestros amigos, principalmente ante las niñas que advertían en nuestro comportamientos signos de heroicidad.
            La pequeña manifestación, más tarde supimos que fue promovida por una sección del partido maoísta y revolucionario de los trabajadores, que debían componerla, presidirla y administrarla mi amigo Jesús, su hermano y barbudo, avanzaba pletórica por los inicios de la Avenida de la Cruz Roja. En las aceras, los pocos ciudadanos que se atrevían a salir a esas horas a la calle, so pena de caer rendidos a los efectos de una insolación, mostraban su desconcierto y sorpresa. Un cartel del cine Cruz Rosa nos ofertaba una sesión de divertimento con la proyección de “El mundo está loco, loco, loco, loco”. En la puerta trasera del Delicias no había nadie. Un vacío absoluto que me causó desasosiego porque siempre se mantiene una visión retrospectiva que idealiza los momentos. Desde la peluquería, los dos barberos, con unas tijeras en las manos, con sus babis salpicados de pelos, increparon a los manifestantes y que fueron respondidos con soeces gestos por parte de algunos de los participantes e incluso hubo un intento de responder físicamente a las provocaciones. Los dos viejos se quedaron en las puertas del negocio mientras se reían. Con las de veces que me habían pelado. Rogué a Dios porque no me hubieran visto. Noté un sonrojo con aquellos pensamientos. Alonso y José María no hacían más que mirar a sus lados. Hacía tiempo que habían perdido su facultad de protesta. Juan Luis y José Manuel se inmiscuían cada vez más en el fondo de aquella protesta. Y yo resolví entonces que el mundo se acababa. Pronto pasaríamos por la misma puerta de mi casa y allí estarían mis padres. Ya no había forma de huir. Había que seguir. El barbudo, casi en éxtasis, alentaba a los manifestantes a incrementar el nivel de la protesta. Los gritos explotaban en la luminosidad de la tarde. Pronto llegaríamos a mi casa. Y de improviso vino el caos a reinar.  Ví como Jesús corría despavorido hacía atrás y buscaba ansioso una salida, que encontró en la embocadura de la calle Medalla Milagrosa, no sin antes atropellar a dos chicas, empujar a un muchacho que cayó de culo mientras profería “elogios” hacia la ascendencia de la madre, y desprenderse de los panfletos que llevaba en la mano y que debían haberse tirado al acceder a la Ronda. El barbudo y el hermano de mi amigo desaparecieron como por encanto. Las carreras se prodigaron sin sentido ni orden. Lo importante era salir de aquella ratonera porque los grises empezarían a dar de un momento a otro. Aquello se convirtió en un verdadero caos. Entre gritos de auxilio y carreras descontroladas se disolvió la manifestación. En la calle quedaron los restos del estropicio. La pancarta deshecha, los carteles rodando junto algunos zapatos de mujer. Pero ni rastro de los grises. Mi instinto apeló a la proximidad de mi mejor refugio. Mis amigos me siguieron. Cuando la calma retornó nos enteramos de los sucedido.
            Frente a mi casa se hallaba el acuartelamiento de las personas que ejercían voluntariamente en la Cruza Roja. Ante la barahúnda que se aproximaba, atraídos por la curiosidad de un espectáculo inusual, se asomaron a la puerta para contemplar el paso de la manifestación. Lo hicieron con sus uniformes de servicio, un hecho que al ser contemplado por los que encabezaban la marcha, les hizo suponer, en una terrible confusión que les delató ante sus seguidores, que la policía había tomado posiciones para represaliar aquella expedición de justicia y libertad. Con su acto de “valentía” fomentaron y apostaron la histeria colectiva.
            Juan, cuando nos vió entrar su local, nos puso un tanque a cada uno que ingerimos de un solo trago. Alguien echó un duro en la máquina de discos y José Luis Perales sonó como un presagio de futuro. El tema elegido, “Qué pasará mañana”. Jesús no volvió a aparecer hasta dos semanas después y aquella tarde Alonso le rompió la nariz.

jueves, 19 de julio de 2012

La nube en el suelo. Capítulo 1. 2


            Llegó el primero. Solía hacerlo casi siempre. Prefería esperar a ser esperado. Jamás se molestaba con la tardanza del prójimo, incluso mostraba la suficiente consideración oyendo las excusas banales que le mostrábamos los tardos, una deferencia en el trato que nos desubicaba y que venía impregnado en el carácter de su procedencia salmantina. Nunca sospechamos por qué José María mantenía aquel duelo con su propio ser, que sus intrigas y disquisiciones tenían el origen en su propia condición, en la bondad que siempre se oculta tras una apariencia recia y que apenas se va mostrando en su verdadera dimensión sale a relucir con una fuerza inaudita. Nunca supimos qué le llevaba a comportarse de aquella manera, a desprenderse de cualquier pudor ante la menor adversidad, ante cualquier situación que no fuera la cotidianidad. O tal vez se rebelaba contra ella constantemente. Una batalla librada sin pausa, sin tregua para deshacerse de la imagen intelectual que le precedía donde quiera que fuera. Le atosigaba verse auscultado, estudiado cada uno de sus movimientos, como si no perteneciera a este mundo. El recelo de los demás ante sus inherentes aptitudes para la consagración del estudio le aturdía y había construido una barbacana para erigirse en sus almenas y mostrar al mundo su verdadera razón de ser; le mortificaba la constante vigilancia de quienes le conocían sus dotes de empollón, personas de obtusas mentes, de seseras estrechas y cerradas al entendimiento, al deseo de aglutinar conocimiento como único hábito para enriquecer su alma. Era capaz de guardar en su memoria cualquier texto con solo leerlo, interpretarlo correctamente y exponerlo con una claridad extrema en el papel o disertar sobre el mismo con la locuacidad propia de un académico de número. No le perturbaba la inquisitorial y escrutadora mirada del profesor tomándole la lección, si amilanaba ante las cuestiones a resolver. El aula era su hábitat natural. Dominaba todas las artes y lo mismo resolvía una ecuación que destripaba el más complejo texto literario para construir su comentario. Le engrandecía su espíritu de entrega, su denodado compromiso con los demás, a los que procuraba ayudar siempre que no se alejaran de él porque lo consideraban un ser extraño. O simplemente porque lo envidiaban.
            Nos conocíamos desde la primera infancia. Y congeniamos de inmediato. Desde el primer día en el que entramos en el aula, en aquella estancia fría y desolada, sin ningún mobiliario, con la pizarra inmaculada, desprovista de los miles de borrones que vendrían con el tiempo a deslustrar su ahora pulcra apariencia, conformar espesos nubarrones en su amplitud perimetral, y la luz mortecina y cálida, de las primeras horas de una tarde febrero, colándose por los grandes ventanales que nos ofrecían la visión del viejo caserío de San Julián, de San Marcos, de Santa Lucía a nuestros pies, y la torre de la ciudad como fondo, la Giganta que parecía enhebrar el cielo para bordar el paisaje. Uno junto al otro, amparándonos y protegiéndonos aún sin conocernos, pertrechados contra la pared, menudos y enjutos, observando a quienes nos observaban en medio del silencio, hasta que apareció don Patricio, el director supimos un instante después, que irrumpió con grandes zancadas y tras ofrecernos la primera explicación de aquel desinusual paraje, disponiéndonos en fila de uno, bajamos al patio donde nos esperaba un enorme camión conteniendo la totalidad del material mobiliario y didáctico de la nueva escuela. Íbamos a ser los portadores, repartidores e instaladores de todos aquellos pesados enseres. Un privilegio, nos decía el director, poder ser los primeros en ocupar el centro. Menudo honor, me contó José María. Desde aquel momento, aunados por el esfuerzo y el trabajo compartido, firmamos un pacto de amistad.
            Cuando doblé presuroso la esquina, para dirigirme a la puerta de salida del cine Delicias, le ví inmóvil, echado sobre una de las columnas, con el aire desgarbado que le hacía inconfundible, reconocible en medio de una multitud, cansado tal vez de esperar. Miró su Citizent y al alzar la vista descubrió mi presencia acercándosele apresuradamente. Volvió a mirar su reloj y antes que  pudiera saludarle me preguntó la hora. Sin darme opción a una respuesta, me recriminó la tardanza, la excesiva demora. Me extraño aquel exabrupto, aquella desmedida protesta. Harto, estaba harto de esperar siempre, de ser el primero en llegar y que nadie cumpliese con la hora de la cita. Debí contraer demasiado mi gesto. No puedo evitar mostrar mis alegrías o mis penas. Aun hoy, con medio siglo a mis espaldas, me encuentro incapacitado para disimular mis emociones. Debe ser un gen inherente a mis conductas.
            Tras un breve silencio, tras la pequeña conmoción por el desaforado acto, centré mi atención en mi muñeca y ví, con sorpresa y alegría, que todavía quedaba algo más de diez minutos para la ocho de la tarde, hora en la que habíamos fijado nuestro encuentro diario, una cita recurrente y que no hacía falta recordar de un día para otro y a la que alguien siempre, al despedirnos, solía aplicar una sonora coletilla: a partir de las ocho. Ese “a partir” podía significar media hora de retraso, hecho que aumentaba el enojo de José María, que medía el tiempo y la presencia con puntualidad exquisita.
            Cuando le confirmé la hora, el adelanto de su reloj, se ruborizó, ratificado su lapsus por un repentino frescor, que alivió nuestras espaldas, procedente de la sala de cine. Acaban de abrir las puertas para desalojar al público que acaba de contemplar la sesión de la seis de tarde. Ricardo, el acomodador nos sonrió. Los escasos espectadores fueron desapareciendo por  las esquinas. Volvió a mirar a mi amigo. Me pidió perdón, de nuevo. Llegaron Juanlu, Alonso y José Manuel. Uno tras otro, como si hubieran esperado a que la calle se desalojara. A José María le retornó el color. La temperatura parecía no querer menguar. La luz de la tarde aún coronaba los altos edificios. Aquel día terminamos en el Burladero oyendo los delirantes historias de Juan, el camarero, que se llevaba toda la jornada alternando con la clientela y a ciertas horas, al principio de la noche, ya no era dueño de su cordura.

miércoles, 18 de julio de 2012

La nube en el suelo. Capítulo 1. 1


La única percepción de frescor aparecía ya avanzada la madrugada y se colaba a través de la ventana del cuarto de baño, que auxiliaba y refrescaba la sensación de calor de la estancia donde intentábamos dormir. La noche había sido demasiado calurosa y el bochorno conducía a un ahogo que sobredimensionaba la sensación de sofoco. Apenas podíamos conciliar el sueño. Un duermevela constante que nos agotaba, que nos hacía rodar por las sábanas ahuecando la almohada constantemente buscando, con aquellos impulsos mecánicos, recuperar un frescor ya imposible porque en el tejido se había acomodado la pegajosa humedad y no daban fruto nuestros esfuerzos. De vez en cuando, vencidos por el agotamiento, lográbamos dar una cabezada, refrenábamos el calor rendidos por el cansancio. Había leído, unos días antes, en un suplemento dominical, que el sueño llegaba a ser más mortífero que el hambre y la sed y el recuerdo de aquel reportaje me apesadumbraba.
Habíamos retrasado nuestro retiro al descanso en un intento por burlar las altas temperaturas. Ignorábamos entonces la terminología científica sobre los fenómenos atmosféricos pues la única información, siempre muy escueta, general y pragmática, la obteníamos de los informativos radiofónicos que dedicaban escasos segundos a poner en conocimiento de los ciudadanos las condiciones térmicas de las jornadas y las predicciones escasamente llegaban al día siguiente. Como hito en la comunicación meteorológica, en el telediario del mediodía, aparecía aquel señor, con un puntero de madera en la mano, señalando en la pizarra las zonas de la nación en las que las temperaturas alcanzarían sus niveles más altos. Hacía referencia casi siempre a un barco que situado en las Azores y que era el que avisaba de los ascensos y descensos térmicos, supongo que ateniéndose del avance de los frentes, que casi siempre hacían su aparición por las costas atlánticas. Por ello preparábamos la azotea, que era nuestro lugar de esparcimiento y recreo, nuestra particular zona de expansión y refresco en los días primeros de aquel caluroso mes julio. Mi padre se encargaba de baldearla cuando la tarde comenzaba a declinar y las sombras comenzaban implantar sus hábitos en las lindes perimetral de la solana y el calor acumulado sobre el solar se manifestaba ascendiendo, en forma de vaho, desde las baldosas de barro, que protegían el techo de la casa, hasta el universo impregnando el ambiente con una sensación de extrema humedad. A veces, mis hermanos y yo, aprovechábamos la ocasión para refrescarnos, para fantasear que nos encontrábamos en la playa y nos tumbábamos luego al sol para secarnos. Debíamos tener mucha precaución en nuestros movimientos porque una lámina de verdina fomentaba los deslizamientos inesperados y no era la primera vez que pegábamos con nuestros huesos en el suelo, hostigando con la caída, principalmente, la zona lumbar, cuando no un intenso dolor cimbraba todo el cuerpo si el golpe se producía en el hueso cuqui.
Una hilera de bombillas, sostenidas sobre un cordel que atravesaba diametralmente la azotea, proporcionaba la luz suficiente para poder disfrutar de la velada. Al poco subía mi madre con sendas bandejas de aliños de tomate y atún, de filetes empanados y un cuenco con gazpacho que nos sabía a gloria. Si la ocasión lo determinaba o era motivo de alguna celebración, se surtían las bandejas de gambas de Huelva y fiambres de Jabugo. Pero éstas eran las menos. Disfrutábamos igual.
Aquella tarde eludí la cita, el encuentro en la puerta del cine Delicias. Me excuse con aquella celebración cotidiana, con aquel refrigerio que preparábamos en casa, en la azotea, con el propósito de aliviar las altas temperaturas, de combatir el ahogo y el sofoco de una vivienda en la que se concentraba todo el calor posible, que se instalaba como residente de hecho en todas las estancias. Pero no fue más que un pretexto, un subterfugio para evitar el encuentro, una justificación para poder ver los debates, en el pleno del Congreso de los Diputados, sobre el proyecto estatutario y las enmiendas para la conformación de lo que vendría a ser, pocos meses después, la actual Constitución de España.
Aquella cena, aquel calor extremo, fue la principal coartada para no acudir, como cada día, al encuentro vespertino con los amigos, a las risas y chanzas, a los instintos naturales, de nuestros jóvenes cuerpos que comenzaban a vislumbrar el sexo, a nuevas experiencias orgánicas y deseos que brotaban en nuestro ser cuando atravesaba la calle Yolanda, con su minifalda bandeando el aire y dejando entrever la hermosura de sus piernas, a las charlas sobre el recién concluido mundial de Argentina, a la recriminación constante y puntillosa del fallo de Cardeñosa, en aquel partido contra Brasil, cuando solo ante el meta no consiguió materializar lo que hubiera sido fácil, para él muchísimo más, lograr el gol, y que hubiera clasificado a nuestra selección a la siguiente ronda y, quién sabe, si hubiéramos alcanzado la final, y mi a defensa a ultranza de aquel menudo pero grandioso jugador de fútbol que militaba en mi Betis, el mismo que había ganado,  un año antes, la primera copa del Rey, el mismo que ponía un balón, al mismo pié del compañero, desde cuarenta y cinco metros, a ver quién era capaz de mostrar igual precisión, les respondía.
No me atrevía, por entonces incapaz de desprenderme de mi sentido del pudor, de mi extremada timidez, aún con aquellos que eran mis amigos, a mostrar mi interés por aquellos trascendentes momentos, por la importancia histórica que atravesaba el país, por todos aquellos cambios que vendrían para cerciorar un futuro mejor a los españoles, por asegurar la igualdad en las posibilidades y en las condiciones de sus vidas. Me gustaba –me sigue apasionando hoy en día- participar de las tertulias, de transmisiones de televisión, en las que se manifestaban los nuevos políticos, los periodistas que mostraban una visión distinta, y siempre crítica, con el pasado reciente, con aquel tramo de la historia, de oscuras y siniestras actuaciones.
Aquella calurosísima tarde, del principio del verano, se inició una nueva etapa en la convivencia de nuestra pandilla. Lo supe unos días después. Las chicas eran preciosas. Y yo, torpe de mí, esclavo de mis pudores, viendo como se renovaba una nación, cómo se aúnan voluntades y se dejaban atrás viejas rencillas, para conformar un nuevo espíritu nacional, un espíritu de unidad para el bien de todos. Las chicas y la transición española, un hito que para algunos de mis amigos no tenía ningún tipo de discusión. Y fe que optaron por lo mejor. El tiempo les dio la razón.