
Recuerdo
aquel día y aquel instante preciso porque va unido a uno de los momentos más
ingratos de mi juventud. Reír es la mejor forma de calmar el dolor, de
desasistir las pausas que marca el tránsito de las alegrías a las penas, la
manera más efectiva de aplacar las punzadas que producen las dentelladas de la
frustración, al menos momentáneamente. Ese lapsus analgésico que perdura
mientras se abstrae la mente, mientras se intenta engañar al corazón con
sensaciones alegres, viene a ser el tratamiento sobre la concreción de la conversión
del estado puro al contaminado. Una experiencia que pierde todo su poder sedante
cuando la razón comienza la búsqueda del origen de los males, intentando
recuperar las imágenes y el detalle para descubrir los errores, los comportamientos
que motivan el desengaño, las explicaciones casi imposibles, resoluciones casi
inviables, como extrañas y dificultosas ecuaciones sentimentales, donde todo
carece de igualdad final ante la naturaleza espiritual que la sostiene.
Las
puertas del cine Delicias se abrieron de par en par y exhaló aquel suspiro
refrescante, como si fuera un ser vivo aliviado de males y extraños, con
fragancias reconocidas de aquel ambientador comercial que nos acogía y abrazaba
en el vestíbulo antes de que nos engullera la puerta abatible para aislarnos
del exterior en el patio de butacas, un exabrupto de oscuridad por donde salían
los espectadores a deslumbrarse con la claridad de la tarde, a embriagarse con
el sopor del calor, del que habían estado protegidos en el interior gracia al
aire acondicionado, resguardados de la mordiente y extenuante calima que nos
había mortificado, al resto de los humanos, durante las horas de la siesta
mientras ellos disfrutaban de la comodidad de las butacas para echar la
cabezada, que a eso iban la mayoría de los espectadores en las sesiones de la
primeras horas de la tarde. Ahora volvían a la cruda realidad de la ciudad pero
repuestos por el reconfortante sueño. Nosotros preferíamos el cine de verano.
Arremolinarnos sobre las espesuras, recién regadas, de las plateas de albero,
poder comer pipas mientras nos emocionábamos o nos aburríamos como ostras,
hasta el extremo de quedar dormidos. Como le sucedió a Jesús María una noche,
en la segunda sesión, viendo Ford Apache, que ya es mérito con el ruido de los
tiros y los indios dando vueltas alrededor del fuerte, los caballos galopando y
el cornetín del séptimo de caballería atronando para hacer huir a los malvados,
que hasta roncó con estrépito para cachondeo de la concurrencia y regocijo de
la pandilla.
Sabíamos
que tenía que aparecer en cualquier momento. Nos unían lazos de amistad de
años, el haber compartido momentos de nuestra infancia, los primeros juegos que
nos cómplices y las primeras emociones, el tonteo con las niñas del curso e
incluso algún que enfrentamiento por cuestiones futbolísticas que enseguida
eran resueltas con un abrazo. Era inevitable. Tenía que suceder. Y apareció,
con el País debajo del brazo, provocando la hilaridad de todos. Algún recelo sí
que mostraba en su caminar. Incluso advertimos un ademán para marcharse por
donde había resulto llegar. Una huida a tiempo es una victoria. Pero su orgullo
asturiano le empujó a continuar. Alonso le espetó su engaño y cobardía y Jesús
María se tragó su orgullo, incapaz de revocar aquella sentencia. Intentó ampararse
en su desconocimiento e incluso embraveció razonamientos con cierta virulencia.
Respondimos de igual modo y nos alegramos que Alonso no estuviera. Se
envalentonó por ello tal vez, por aquella ausencia, y buscó argumentos para
atacar bajo la línea de flotación de nuestros sentimientos, cuando le
comunicamos que habíamos conocido a unas chicas, con las que ya habíamos
quedado. Y entonces embistió contra nuestra hombría y la conversación trasvasó
los límites de la razón. El enconamiento fue tal que no advertimos cómo se
aproximaban José Manuel y Alonso, que había coincidido en la bifurcación de las
calles Albaida con José María Izquierdo.
Fue
un movimiento seco y brusco. Quizás la acción pudo ser inapropiada. La cobardía
y el honor no tenían nada que ver con la frustración que sentimos cuando le
vimos huir, despavorido, ante la presencia de lo que creían eran dotaciones de
la policía preparadas para una contundente intervención, una huida en
desbandada que le descubrió ante sus amigos, en una situación extraordinaria, a
la que habíamos acudido movidos por la amistad que nos unía. Tocar la dignidad
y la honorabilidad de Alonso o de los suyos era como meterse en un campo de
minas y correr sin orden por él. Cierto fue que intentamos no prestar
importancia a las provocaciones y restamos la consideración que tenían las
alusiones a nuestra falta de compromiso político, a la fidelidad que, según él,
habíamos adquirido sobre los valores sociales y el compromiso para la defensa
de los menos favorecidos, por los oprimidos por el régimen fascista que nos
gobernaba. Aludiendo a su condición obrera, dirigiéndose al aprendiz de
mecánico, le espetó que más le valdría afiliarse a un sindicato y dejarse de
pavonear con niñas, que aquello no era sino amariconarse. Alonso, en uno de sus
alardes lingüísticos, le espetó que se pasaba a todas las fuerza obreras por el
forro de sus pantalones, que ya tenía bastante con levantarse al amanecer y
poder trabajar durante todos el día, concluyendo su perorata con alusiones haragán
compartimiento de quién decía defender a las clases populares. Isidoro intentó
sujetarle, pero el puño de Jesús María ya buscaba el rostro de su soliviantado
oponente, pero el probo comportamiento lo único que consiguió fue desviar la
trayectoria y el objetivo, porque toda la fuerza del golpe fue a recibirla el
labio superior de Antonio, que al caer hacía atrás, mortificado por el dolor
pero aún más impresionado por la mancha de sangre que empapó su camiseta, dio con
su frente en la boca de José María, que también empezó a rezumar líquido
orgánico. Juan, que llegaba en ese momento al lugar de los hechos, acelerando
el paso ante el revuelo que se le presentaba, creyendo que eran chicos de otra
pandilla que nos embestían, apartó a Jesús María vigorosamente, creyéndolo rival
porque no habían coincidido en la fiesta, tirándolo frente a una de las
columnas del recibidor del cine, y con el gesto las gafas de cubo de botella
que salieron disparadas, con la mala fortuna que fue a golpear a Alonso en la
espalda, que estaba siendo retirado por José Manuel, y al sentir al asturiano
avasallando su cuerpo, intuitivamente sacó su brazo, con violencia
extraordinaria, y golpeó en la nariz del prócer maoísta, rompiéndole los huesos
propios de órgano olfativo.
La
escena, una vez la retahíla de golpes incongruentes inmovilizaron al personal,
era dantesca, o mejor dicho esperpéntica, digna de la mejor escenografía de
Bardem o Berlanga. Isidoro caído como un ángel en las escaleras de acceso a las
viviendas del edificio, inmóvil suspirando lamentos inentendible. Antonio, su
hermano, intentando que alguien le ayudara antes que se desangrara, que se moría. José María, intentando poner
calma sin prestar atención a su herida, separando a Juan de su propósito, que
no era otro que recuperar sus gafas, y no volver a reavivar el altercado como
creía su mediador. José Manuel tirado en el suelo, riéndose por no poder
levantarse, y Jesús María recorriendo el espacio, de un lado para otro,
repitiendo que se había roto la nariz. Alonso continuaba de pie observando a
sus amigos. Juanlu, Octavio y yo no salíamos de nuestro asombro, creo que congratulándonos
por no habernos visto envueltos en aquel despropósito, sin saber si reír,
correr a auxiliar o llorar. Terminamos riendo mientras intentábamos valorar los
daños de la contienda. Suerte que teníamos las urgencias del hospital de la
Cruz Roja cerca. Allí corrimos para que atendieran a los magullados. Especial
interés y prisa mostraba Antonio que creía morirse y le comentaba a su hermano que
le despidiera de sus padres. Así de alegre era y espero que siga siéndolo. Con
los apremios y las angustias accedimos al centro sanitario por la puerta
equivocada, presentándonos de improviso ante el duelo de un difunto. En nuestro
afán por recortar camino, no nos dimos cuenta que nos habíamos metido en el pequeño
tanatorio del hospital. Ante la primera visión, ante la sorpresa de quienes
entraban y el estupor de los familiares que velaban al cadáver al ver aparecer
una grey ensangrentada ante ellos, desorientados por el dolor por la reciente
pérdida de algún familiar o amigo, comenzaron a proferir pequeños gritos contra
los invasores a su intimidad, a la poca vergüenza de los niñatos y a la falta
de educación y consideración ante los momentos de dolor que estaban viviendo.
Ninguno de nosotros replicó e intentamos salir lo antes posible. Antonio, que
llegaba retrasado aferrado y apoyado en su hermano y con la apariencia de haber
participado en la batalla de las Navas de Tolosa, al verse en aquel habitáculo,
con un muerto frente a él, confirmó sus sospechas de que se hallaba en el
umbral de la misma muerte y desfallecido cayó al suelo. Cuando despertó en la
sala de curas de urgencias, preguntó si aquello era el cielo o el infierno, y
la enfermera que le atendió sonrió con estrépito.
Decidimos
resarcirnos de tanta estupidez tomándonos una cerveza. Recorrimos el corto
trayecto hasta la Bodega de los Modiles, riéndonos de lo que acabábamos de
realizar, de la estupidez que nos llevó a enfrentarnos. Todos nos disculpamos
con todos. Alonso, que pagó la primera ronda, se abrazó a Jesús María que
correspondió con nobleza al gesto de fraternidad, mientras intentaba evitar que
su nariz rozara con alguna parte del cuerpo de su amigo. Antonio lanzó un jipío
de dolor cuando la cerveza hurgo en la herida de su labio y todos reímos su
exagerada hipocondría.
En
la cartelera del cine Cruz Rosa, que colgaba en la entrada del local y por ello
tenían acceso gratis a sala los propietarios y su familia, anunciaban para el viernes,
“El mundo está loco, loco, loco, loco” y nosotros asentíamos y confirmábamos
aquella aseveración.