Nos pasamos la
mañana del sábado trasladando todos los útiles desde la vivienda hasta la
azotea. El equipo de música, una mesa donde ubicarlo, vasos de tubo, unas
neveras de playa para poner los refrescos a enfriar, diez litros de cerveza
Cruzcampo, dos botellas de ginebra, una de whisky Dyc y otra de ron Negrita.
Alguien aportó una garrafita de vino de Málaga que no se incluiría en el escote
posterior. Juan e Isidoro se encargaron de confeccionar unas guirnaldas
luminosas para dar un toque de festividad y colorido al ambiente. Se agregó a
la tarea la hermana pequeña de Juanlu y José Manuel, los anfitriones, que fue
tintando cada una de las bombillas que se integrarían en las tiaras eléctricas.
Juan Roldán se
incorporó al grupo de la mano de Alonso. Se conocían por motivos profesionales.
No es que pertenecieran a la misma empresa, que trabajaran juntos, pero los
negocios en los que se ganaban la vida si mantenían vínculos comerciales entre
ellos. Alonso había entrado de aprendiz en un taller de mecánica cuando aún
tenía edad escolar. Sus días de estudio habían quedado en la última fase de la
educación general básica, la EGB que no había concluido, porque era más hábil
con las manos, más diestro en el engarce de tornillos y tuercas, en el ajuste
de émbolos y pistones, que en destacar las excelencias del Conde Duque de
Olivares o destripar semántica y morfológicamente un texto de Antonio Machado.
No es que los confundiera con futbolistas, no era tan bajo su nivel, que les
reconocía e incluso admiraba la poesía del poeta sevillano, entiendo que como
emblema de la cultura de los nuevos tiempo que se comenzaban a vivir, pero
prefería mancharse las manos de grasa a
tener que depender de su retentiva memorística para labrarse un porvenir. Al
fin y al cabo, decía, era un empleo digno y con futuro, porque siempre habrá
coches para arreglar.
Juan trabajaba a
pocos metros del taller donde lo hacía Alonso, en una empresa de neumáticos,
donde los recambiaban y recauchutaban, principalmente a camiones, vehículos
comerciales y furgonetas, aunque también realizaban estas mismas tareas para
vehículos particulares y le servía las cámaras a los talleres aledaños cuando
les eran solicitados, y bien Alonso se desplazaba a recogerlas o era Juan quién
se encargaba de llevarlas al taller. Así comenzaron una amistad que se fue
ampliando cuando coincidían, muchas mañanas durante la hora del desayuno, en la
cafetería entroncada en la esquina de la Carretera de Carmona con Almadén de la
Plata. También abandonó los estudios a muy temprana edad para incorporarse al
mercado laboral. Al contrario que Alonso, cuya familia disponía de medios económicos
suficientes para subsistencia, al aprendiz de instalador de neumáticos fue la
necesidad la que le obligó a incorporarse al mercado laboral para incrementar
el paupérrimo nivel económico de la familia, que con muchas dificultades
llegaba a final de mes. Nunca le observamos un reproche, ni mostró descontento
alguno por aquella situación. Muy al contrario, se mostraba favorecido porque
al menos, entregada la paga semanal en la casa, podía disfrutar de una
independencia financiera, que le procuraba cierta emancipación, a pesar de tener
fijado su domicilio en la vivienda paterna. Tenía nuestra misma edad, aunque su
apariencia quisiera mostrarnos otra. Poblaba ya luengo y frondoso mostacho, lo
que le dotaba de personalidad. Hablaba con pausa y siempre aportaba
razonamientos en los envites dialecticos que proferíamos. Compartimos devoción
mariana y durante algunos años salimos de nazareno, juntos en el mismo tramo,
en la madrugada del viernes santo.
Pasado el
mediodía, José Manuel y yo, fuimos al por las barras de hielo. Lo hicimos en su
coche, un Seat 133, de segunda mano, que le había comprado su padre para que le
fuera menos penoso desplazarse hasta el cuartel, como si tuviera que ir a Irún.
Porque la distancia entre su domicilio y el lugar donde realizaba el servicio
militar distaba a apenas unos cientos de metros, el recorrido entre la Trinidad
y la puerta de la Carne. Llegamos a la fábrica de Hielos de Sor Ángela de la
Cruz cuando las cigarras entonaban su primera sinfonía, un aviso del calor que
se cernía inmisericorde sobre la ciudad, una urbe en calma donde los comercios
permanecían abiertos a la desolación, vacíos porque la clientela comenzaba a
refugiarse en sus casas, en las sombras que proporcionaban las estancias
acotadas por persianas y celosías.
Compramos tres barras que situamos, sobre un jergón de plástico, en el asiento
trasero del vehículo, no sin dificultad porque el coche no tenía más que dos
puertas. En una de las maniobras, una falta de entendimiento y coordinación,
motivado por el paso de una atractiva mujer, una de los trozos de hielo salió
despedido de nuestros brazos y fue deslizándose hasta la misma esquina de la
calle Gerona, con la mala fortuna que un camión de reparto de la Casera lo
convirtió en minúsculas partículas acuosas y uno de los trozos mayores salió
despedido, con la fuerza de un proyectil, impactando contra una de los
cuarterones de una ventana destrozando el cristal. Miramos a ambos lados de la
calle, y sin decir palabra, nos introdujimos en el coche y salimos como alma que
lleva al diablo. Apenas recorrimos unos metros nos percatamos de no haber
recogido el cambio ni la factura y decidimos unánimemente dejar las monedas
sobrantes del billete de cien pesetas
para el bote.
El tema de las
chicas quedó resuelto la noche anterior. Teníamos hermanas que conocerían a
otras niñas. Ellas se encargarían de contactar con sus amigas. Se pasaron toda
la mañana del sábado intentado localizarlas. Unas se excusaron porque tenían
otros planes; otras porque no querían participar de una fiesta; en la mayoría
de los casos ni siquiera pudieron tomar comunicar con ellas. No todo el mundo
tenía teléfono, ni podían mantener un lujo como aquel. Al final, entre mi
hermana, la de Alonso y una amiga de José Manuel, lograron conformar un grupo
de niñas para participar en la fiesta. Un solo motivo enturbiaba aquella vinculación
festiva. La mayoría tenía que volver a sus domicilios a las once y con el
compromiso de tener que acompañarlas. Valiente fastidio.
Cuando
regresamos ya estaba todo el escenario de la fiesta dispuesto, preparado para
iniciar el gran acontecimiento y un halo de satisfacción se perfilaba en cada
uno de los rostros que nos recibieron. No hay nada mejor y más gratificante que
la realización de una obra por uno mismo, saber que cuanto vamos a disfrutar ha
sido manufacturado e ideado por nosotros, Habíamos decidido eliminar de nuestro
léxico la palabra guateque, ya decadente, de otro tiempo paupérrimo y
paternalista, y sustituirla por la de fiesta, más actual, más cercano a nuestra
idiosincrasia. Si queríamos mostrarnos como jóvenes modernos, de esos tiempos
de constantes y vertiginosos cambios, parecernos a los que se mostraban en las últimas
películas americanas, teníamos que reconvertirnos y empezar a utilizar un
vocabulario acorde al nuevo modus vivendis al que aspirábamos. Sin embargo,
aquel escenario distaba mucho de las pretensiones modernistas de las que ya
presumíamos. Las guirnaldas, con las bombillas coloreadas, atravesando la
azotea de vértice a vértice, sobre las guías de los cordeles donde se tienden
las coladas, el equipo de música con sus dos grandiosos bafles sobre la misma
mesa donde se disponía antes el picú, las neveras con las barras de hielo, incrustados
en los vidrios de las botellas, y en un rincón, al cobijo y salvaguardia de la
luz solar, incluso el propio espacio, la azotea, seguían manteniendo la
figuración de las viejas reuniones con las que disfrutaban nuestros padres, nosotros
mismos como herederos de los placeres decimonónicos. Aquello no se parecía en
nada a la sala Odisea 2001, donde Tony Manero embelesaba a las jóvenes con sus increíbles
danzas. Solo en nuestra imaginación, y por el denodado esfuerzo en transformar
la cubierta del edificio en eventual discoteca, podía concebirse el cambio,
solo en nuestra mente, febril e inocente en demasiadas ocasiones, éramos
capaces de construir un nuevo mundo para el esparcimiento y el ocio, solo desde
nuestra imaginación podían proyectarse las ansias por ir descubriendo nuevos
conceptos, nuevas metas con las que ir mejorando la existencia, aumentando el
conocimiento con la experiencia, conociendo a nueva gente que nos ayudara a
expandir nuestros pensamientos. Todavía no manteníamos conciencia de nuestras
aptitudes y actitudes, porque la juventud latente en el corazón nos empujaba a
actuar por impulsos, en demasiadas ocasiones por la pasión descontrolada, nos
dejábamos arrastrar por la fortaleza de la mocedad que rezumaba en nuestros
espíritu y nos convocaba a la revolución personal y univocaba, a inmiscuir a
otros en aquel tránsito por el tiempo que nos iría imprimiendo el carácter y
mostrándonos diferente en cada momento. La transición sentimental, el paso de
la frontera para iniciarnos en la condición sentimental, para convertirnos, sin
darnos cuenta, en hombre y mujeres.
Las horas se
volvieron pesadas, lentas como una caravana de tuaregs atravesando el Sahara.
El minutero del despertador, mi referencia horaria visual, parecía haberse
estancado y apenas avanzaba por la circunferencia de su esfera. El silencio de
la siesta traía, dislocado y pausadamente, el sonido de la maquinaria, el tic
tac del reloj que nos certificaba la muerte del tiempo, la mudanza del presente
al pasado, el juego del tiempo mortificando nuestras ilusiones, demudando el
futuro, hasta convertirlo en presente y hacerlo eterno en el pasado, y todo en
el transcurso de un segundo. La teoría de la relatividad mostrándose en
nosotros mismos. Maldito Einstein. Todo sucedía contrariamente a nuestros
deseos. Ansiábamos poder compartir nuestra amistad y el tiempo parecía ralentizarse.
Sin embargo, corría como un poseído perseguido por un toro, cuando nos
reuníamos, cuando reíamos las bromas y las gracias de Alonso sobre Isidoro, o
cuando manteníamos aquellas conversaciones sobre los más diversos temas, desde
los más importantes a los más nimios, pero que nos engrandecía en el respeto y
la consideración hacia la opinión de los demás.
Lo que todavía
no sabíamos, inmiscuidos aún en nuestros juegos de adolescencia, era lo que se
nos venía encima con el descubrimiento de nuevas sensaciones, de nuevas
emociones de las que no habíamos sido suficientemente informados, en la
parquedad sentimental destrozada por el conocimiento de la belleza, de las que
no habíamos tenido referencia hasta aquella misma noche y podían venir
envueltos en delicado celofán de unos ojos negros capaces de aturdir la razón, de
una voz resuelta y pizpireta capaz de hacer desaparecer cualquiera de los
sonidos humanos, de la tibieza de una mano que se apega, con delicadeza y suavidad,
en torno a la cintura o incluso los silencios producidos por la aniquilación de
los sentidos porque se han entreabierto los labios para exhalar un levísimo
suspiro que sirve de trasfondo a una canción de amor de Joan Manuel Serrat.
Pero todo andar
tiene un camino que necesita espacio para poder ser andado, que necesita tiempo
para ser recorrido. Y eso tendría que llegar.
José Manuel se
había preocupado de poner música de fondo para ir recibiendo al grupo. Cuando llegamos,
habíamos quedado todos los demás en la puerta del cine Delicias, para no perder
ni destruir la costumbre de caminar en manada, aún no habían hecho acto de
presencia las niñas. No nos importó y comenzamos, con la música del rock
sinfónico de Triana como fondo, a tomar
unas cervezas que nos supieron a gloria, porque aunque trayecto había sido
corto, el calor seguía atosigándonos. Camisas de mangas cortas, colores pálidos
cuando no blancos, y pantalones vaqueros, por lo general Lois, era la
indumentaria con lo que acudimos a la cita. Juanlu, en un súbito ataque de
romanticismo, tomó un disco de José Luis Perales para embriagar el ambiente con
la melancolía, cuando no con un deje de tristeza. Todos disimulamos nuestra
satisfacción, porque a todos nos gustaban sus melodías, y elevamos sonoras
quejas por el repentino cambio. Aunque instantes después supimos que había jugado
con ventaja, porque vio aparecer, apostado en el pretil de la azotea, al grupo
de niñas que vendría a llenar de ilusión, colorido y alegría aquella primera celebración
de la etapa de modernidad en la que nos introducíamos. Y todos empezamos a
soñar que éramos Tony Manero.
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