Dice
un proverbio chino que todos los seres humanos estamos vinculados, los unos con
los otros, por no más de ocho personas. Esta cadena que nos federa a todos en
el conocimiento mutuo, en la participación de las emociones, debiera servir
para la unificación del sentimiento de la paz, para dosificar las ansias de
poder y la envidia, hacer de este mundo un lugar mucho más habitable, donde la
tensión entre los pueblos debiera suspenderse en beneficio de la obtención y
reparto de los bienes entre quienes más lo necesitan. Pero sobre todo para
saber que nuestras opiniones, nuestra forma de actuar, trasciende mucha más
allá de lo que creemos, que nuestros actos pueden ser considerados por quiénes
menos pensamos, por muy insignificantes que creamos.
Pero
claro, ésta es la teoría que fluctúa por el cosmos, un hálito vanidoso y vaporoso bamboleándose entre las estrellas,
haciendo guiños a la verdad y a la vergüenza de los hombres y que pocas, muy
pocas veces, se concreta en realidades. Si ya de por sí es difícil ocultar una
actuación en los límites universales, imaginar que se puede encubrir un hecho
al reducido grupo en el que nos desenvolvemos viene a ser como hito en la
certidumbre de la razón, como querer engañar a Dios.
Jesús
María Madeira apareció con aquel aire de suficiencia y modernidad impuesto por las
nuevas tendencias políticas, con una melena que comenzaba a desmembrarse por
las sienes y enseñaba unas incipientes entradas, como advenimiento de una
calvicie inmediata, con la apariencia de nuevo progre y refregándonos su inherente
y recién adquirida intelectualidad y con un ejemplar de El País bajo el brazo
que formaba parte de aquella uniformidad delatora. Jesús presumía de haber
entrado ya en combate para poner fin, de una vez por todas, al nuevo régimen,
que no era más que una consecuencia y prolongación del anterior y se jactaba,
acodado en la barra del bar, de preconizar el derrumbamiento definitivo del
fascismo que regía los designios de la nación. Poco menos que todos al paredón
en pocos días. Alguna vez que otra fue reprendido por Juan, el encargado del
Burladero, por aquellas manifestaciones políticas, por aquellos sofismas que
lanzaba sin tener en cuenta quién le escuchaba, quién podía estar a su lado y
Jesús le replicaba que hacía uso al derecho de su libertad, a poder expresar
sus ideas como mejor le viniera en gana y el tabernero que le contradecía, intentando
hacerle ver que allí los derechos y obligaciones los imponía su condición de
propietario, y señalaba al cartel sobre el derecho de admisión que le amparaba
y el otro, que se pasaba los derechos de los opresores por su arco del triunfo
y que se anduviera con cuidado no fuera a ser que le pidiera el libro de
reclamaciones y entonces Juan, advirtiéndole del uso de sus derechos, se
agachaba, hurgaba bajo la barra y aparecía ante el obstinado replicante con un
garrote al que había hecho grabar, en la amplitud de su loma, la leyenda “recoja
aquí sus reclamaciones”. Y ahí, con aquella muestra del poder del fascismo, exclamaba
el progre atemorizado y con temblores en la voz que hacía difícil entenderle, se
acababa la confrontación. Porque Jesús era de echarse para adelante, de invocar
la pendencia y la confrontación para solventar los problemas políticos que
acuciaban nuestro país e iban a destruirlo de no provocar el inicio de un nuevo
régimen social y político, por supuesto una república. Unas actuaciones que
debían promoverse desde las bases obreras que eran las fuerzas que debían
iniciar la revolución, tomando como ejemplo la de la patria soviética, el paraíso
donde todos terminaríamos imitando. Pero tenía la misma valentía y agallas,
llegado el momento de la verdad, que el
pato Lucas, con el podía rivalizar en irresponsabilidad. Era de los que tiraba
la piedra y escondía la mano, que decía mi madre, cuando alguna tarde se pasaba
por casa antes de acudir a nuestra cita en la puerta del cine Delicias y
aprovechaba para merendar.
No
sé como lo consiguió, ni como logró involucrarnos a todos en aquel
despropósito. No sé si hizo alusión, en aquellas peroratas políticas que nos
largaba a la menor oportunidad, a nuestra falta de virilidad, a esa hombría que
se nos debía suponer, o en sus arengas insinuación la falta de motivación de
nuestra juventud para luchar por lo que queríamos conseguir.
A
la tarde siguiente, ataviados con camisetas blancas, con calzado deportivo y
pantalones vaqueros, enfatizadas recomendaciones que nos hizo nuestro
revolucionario amigo y compañero de pendencias, nos dirigimos a la explanada
donde se situaba el colegio del Moro. El atosigante calor del verano secaba
nuestras gargantas. O tal vez era el miedo que comenzaba a apoderarse de
nuestros espíritus. José María amagó una retirada que a tiempo, apostilló, es una
victoria. Pero hicimos alusión a nuestro compromiso, a nuestra obligación de
cambiar el estatus de una sociedad que creíamos trasnochada y con más miedo que vergüenza permanecimos, en medio de
aquél solano que mortificaba y delataba la inusual presencia de tantos jóvenes
y vestidos con camisetas claras.
Jesús
llegó escoltando a su hermano, promotor de aquella concentración, y otro joven
barbudo que enseguida comenzó a dar órdenes y a organizar el acto. En pocos
minutos, allí se estableció una barrera humana, que se parapetó tras una gran
pancarta cuyo lema era la solicitud de libertad y justicia y amnistía para los
presos políticos, un hecho del que no fuimos advertidos. Detrás se situaron
otros carteles de menor tamaño pero con las mismas reclamaciones
sociopolíticas. El barbudo levantó el brazo, cerró su puño, lanzó la primera proclama y la ruidosa comitiva inició su periplo
reivindicativo. Le seguimos todos premiosamente, como si fuéramos de excursión.
Alguien comenzó a gritar eslóganes con trasfondo políticos, ideas que mostraban
cierta armonía y musicalidad y que pronto fuimos coreando todos los
participantes o respondiendo a las invocaciones que se nos hacían. Algunos no
sabíamos concretamente a qué habíamos acudido, pero la idea de regenerar la
sociedad con nuestros esfuerzos y sacrificios personales nos atraía y nos hacía
sentir importantes, dados los tiempos que se vivían, ante nuestros amigos,
principalmente ante las niñas que advertían en nuestro comportamientos signos
de heroicidad.
La
pequeña manifestación, más tarde supimos que fue promovida por una sección del
partido maoísta y revolucionario de los trabajadores, que debían componerla,
presidirla y administrarla mi amigo Jesús, su hermano y barbudo, avanzaba
pletórica por los inicios de la Avenida de la Cruz Roja. En las aceras, los
pocos ciudadanos que se atrevían a salir a esas horas a la calle, so pena de
caer rendidos a los efectos de una insolación, mostraban su desconcierto y
sorpresa. Un cartel del cine Cruz Rosa nos ofertaba una sesión de divertimento
con la proyección de “El mundo está loco, loco, loco, loco”. En la puerta
trasera del Delicias no había nadie. Un vacío absoluto que me causó desasosiego
porque siempre se mantiene una visión retrospectiva que idealiza los momentos.
Desde la peluquería, los dos barberos, con unas tijeras en las manos, con sus
babis salpicados de pelos, increparon a los manifestantes y que fueron
respondidos con soeces gestos por parte de algunos de los participantes e
incluso hubo un intento de responder físicamente a las provocaciones. Los dos
viejos se quedaron en las puertas del negocio mientras se reían. Con las de
veces que me habían pelado. Rogué a Dios porque no me hubieran visto. Noté un
sonrojo con aquellos pensamientos. Alonso y José María no hacían más que mirar
a sus lados. Hacía tiempo que habían perdido su facultad de protesta. Juan Luis
y José Manuel se inmiscuían cada vez más en el fondo de aquella protesta. Y yo
resolví entonces que el mundo se acababa. Pronto pasaríamos por la misma puerta
de mi casa y allí estarían mis padres. Ya no había forma de huir. Había que seguir.
El barbudo, casi en éxtasis, alentaba a los manifestantes a incrementar el
nivel de la protesta. Los gritos explotaban en la luminosidad de la tarde.
Pronto llegaríamos a mi casa. Y de improviso vino el caos a reinar. Ví como Jesús corría despavorido hacía atrás
y buscaba ansioso una salida, que encontró en la embocadura de la calle Medalla
Milagrosa, no sin antes atropellar a dos chicas, empujar a un muchacho que cayó
de culo mientras profería “elogios” hacia la ascendencia de la madre, y
desprenderse de los panfletos que llevaba en la mano y que debían haberse
tirado al acceder a la Ronda. El barbudo y el hermano de mi amigo
desaparecieron como por encanto. Las carreras se prodigaron sin sentido ni
orden. Lo importante era salir de aquella ratonera porque los grises empezarían
a dar de un momento a otro. Aquello se convirtió en un verdadero caos. Entre
gritos de auxilio y carreras descontroladas se disolvió la manifestación. En la
calle quedaron los restos del estropicio. La pancarta deshecha, los carteles
rodando junto algunos zapatos de mujer. Pero ni rastro de los grises. Mi
instinto apeló a la proximidad de mi mejor refugio. Mis amigos me siguieron.
Cuando la calma retornó nos enteramos de los sucedido.
Frente
a mi casa se hallaba el acuartelamiento de las personas que ejercían voluntariamente
en la Cruza Roja. Ante la barahúnda que se aproximaba, atraídos por la
curiosidad de un espectáculo inusual, se asomaron a la puerta para contemplar
el paso de la manifestación. Lo hicieron con sus uniformes de servicio, un
hecho que al ser contemplado por los que encabezaban la marcha, les hizo
suponer, en una terrible confusión que les delató ante sus seguidores, que la
policía había tomado posiciones para represaliar aquella expedición de justicia
y libertad. Con su acto de “valentía” fomentaron y apostaron la histeria
colectiva.
Juan,
cuando nos vió entrar su local, nos puso un tanque a cada uno que ingerimos de
un solo trago. Alguien echó un duro en la máquina de discos y José Luis Perales
sonó como un presagio de futuro. El tema elegido, “Qué pasará mañana”. Jesús no
volvió a aparecer hasta dos semanas después y aquella tarde Alonso le rompió la
nariz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario