Dicen
que la infancia es la patria del hombre, que no hay días ni años más felices
que los que somos capaces de recordar ataviados con el espíritu de la ingenuidad
y la sencillez, el espacio donde reposan sus sueños, donde se descubre la fuerza
y el poder de la fantasía para poder sobrevivir a las futuras calamidades, un
reino único y maravilloso en cuyos territorios se forjan las ilusiones que
luego sirven para apaciguar a los hados de los desmanes que vienen a transgredir
la normalidad en otras épocas; son las vivencias sedimentadas que provocan evolucionan
y tornan las quimeras en realidades o nos atormentan con las imprevisiones de
las fatalidades. Esos años en los que la malicia no es más que el despojo de
las acciones que provienen de la inocencia, de la carencia de aspiraciones para
derroches inútiles.
Traspasada
la frontera, la delgada línea roja de años que nos delimita y señala los
sentimientos, que nos va descubriendo la vida y sus dolores, los primeros
trances amorosos que abren heridas y que marcan, con sus cicatrices, el inicio
de la adolescencia, nos vemos impotentes la discurrir incontrolados de las
emociones, de sentimientos que creímos capaces de controlar porque aún no
habíamos tenido constancia de la hermosura de una mirada, porque solo hasta
entonces, hasta ese preciso momento, solo habíamos flirteado con el amor,
habíamos jugado con el corazón, preparándolo en la inconsciencia para lo que
habría de venir. No era preciso involucrarse en las profundidades de la
consciencia, porque un beso tímido, posado en la mejilla de la niña a la que
acompañábamos a la salida del colegio no era más que la abertura de la puerta
por la que queríamos despedir la candidez. Un beso inesperado de la niña con la
que cruzábamos risas de complicidad en la clase, era la absolución y el despojo
de los traumas infantiles. Un beso para luego huir y soñar, una moneda de
afecto inocente que se cambiaba por un sonrojo mientras los compañeros gastaban
bromas que llegaban a la impiedad y que a veces provocaban la hilaridad, tal
vez porque no tenían noción de la aventura que es enamorarse, porque actuaban
desde el desconocimiento absoluto de la locura primera, de esa sensación que va
adentrándose por los poros de la piel cuando aparecía por la esquina, como las
doncellas de las novelas de amor. Tan fútiles y inocentes aquellas primeras
sensaciones que navegaban por las bravías y tormentosas aguas del corazón, tan
rápidos los cambios que provenían con el cumplimiento de los años, tan
exagerados y rotundos, que igual que llegaban se iban porque pacíamos, todavía y
gracias a la divina providencia, en los campos de la amistad, en los páramos
donde buscábamos el refugio y la solución a nuestros problemas apoyados en el
hombro del amigo, del compañero que siempre estaba allí. Intentábamos ser
leales con nuestros principios, todavía firmemente arraigados a la infancia.
Sería por la terquedad de no querer desprendernos de lo bueno con que fuimos
proveídos, con la intransigencia por deshacernos de las fantasías que habíamos
creado en torno a nuestro ser, un conglomerado de actuaciones y situaciones
perfectas, que veíamos derrumbarse conforme pasaban las semanas y lo que unos
días antes no era más que causa de nuestra despreocupación se tornaba en seria intranquilidad.
Nos fustigaba tener que peinarnos cada día y tomar el camino del colegio
ataviados con el uniforme nos era indiferente hasta que un día, sin saber por
qué, sin entender la causa, nos empezamos a instruir en el decoro, y nos
negábamos a ponernos la indumentaria reglamentaria del centro de educación, y
nos rebelábamos contra esa norma porque empezaba a florecer en nuestro espíritu
el prurito de la presunción. Y nos aseábamos con más contundencia y,
disimuladamente cada amanecer, antes que entraran al baño nuestros padres y
hermanos, centrábamos toda la atención que éramos capaces de retener, en el
labio superior y creíamos adivinar un pequeña línea negruzca, fuerza de la imaginación,
ansias de crecer, expectativas para poder destacar como el hombre que todavía
no éramos. Ansias por traspasar el tiempo, por derrotar la pulcritud de la
razón que nos es congénita para despeñarnos por las laderas de la adolescencia
y dejarla atrás con prisas, con precipitación. Un arrebato, que con el
transcurso de los años, cuando nos curten los avatares de la vida cotidiana,
nos negamos a asumir e invocamos a la añoranza como remedio tardío, sabiendo
que ya es irremisible, que no hay vuelta atrás, que los estratos vitales hay
que vivirlos en cada momento, disfrutar con honestidad y naturalidad cada
fracción de la tarta que nos dan a degustar.
No
importaba la carencia de luz, ni nos aturdíamos con las distancias. La alegría
nos señalaba y descubría el camino. Caminar para desandar las horas, para
descubrir la fluidez con la que navegan los minutos cuando la conversación es el
motivo que reaviva la alegría, aunque se traten los temas más nimios, un
derroche de fantasía porque crees
advertir que sonríe en correspondencia a tus miradas, que la chica que camina
junto a mantiene un hálito de fijeza y admiración a cuanto dices, porque crees
que se encandila con tus palabras, más aún con tus gestos, y descubres la seguridad
y la serenidad aposentándose en los poros de tu piel. Alonso y Mercedes se han
desviado del camino que seguimos los demás, porque la casa de la niña está
próxima. Hemos cruzado un gesto de complicidad, un ademán para volvernos a ver
esa misma noche y certificar, aún sin saberlo nosotros mismos, que habíamos
descubierto un sendero nuevo en nuestras existencias.
Había gente
aposentada en los escalones de las entradas a las casas, desajustándose camisas
y batas para sofocar las altas temperaturas de aquella noche de julio, y que nosotros
apenas apreciábamos porque discurríamos por otros mundos, sentadas en los
zaguanes, mujeres abanicándose con fruición como si el pertinaz movimiento,
reiterado, nervioso casi y mmmmmm, porque creían que podían hacer huir al
calor, que la impiedad de aquella noche desparecería con sus acelerados giros
de abanico. Si se fijaba uno, en las profundidades de los portales, donde la
oscuridad era tiniebla misma, de vez cuando prendía un ascua minúsculo, el
cigarro consumiéndose por la inhalación feroz del hombre que inundaba sus
pulmones de toxicidad, que descubría un rostro siniestro y deformado, surgido
tal vez de las mismas profundidades de la tierra, del mismo infierno, mientras
surcaba el aire, tras exhalación voluntaria, una ondulante nube que se diluía
casi de inmediato en la penumbra vencedora. Manteníamos la certidumbre que sus
ojos se clavaban en las piernas mozas de las niñas que acompañábamos. ¿Qué
extraños pensamientos rondarían la mente del solitario fumador, emboscado en la
oscuridad? ¿Dónde fenecerían las ideas mientras desaparecíamos de su vista?
Nos despedimos
con una sonrisa que mantenía visos de próximos encuentros. Inés y Mari Paz
habían quedado en el camino. Mi tocayo, su hermano y yo continuamos unos metros
más flanqueando a Carmen. José María nos seguía a cierta distancia, con dificultad.
Todavía mantenía ciertos niveles de alcohol en su cuerpo. Llevaba la camisa
totalmente abierta, descubriendo la blancura castellana de su piel y su escasa
pero fornida musculatura. De vez en cuando se paraba, como para tomar aire, y
continuaba intentando darnos alcance, esfuerzo ímprobo que no logró hasta que
llegamos la pequeña zona de recreo que antecedía a la casa de Carmen.
Durante un tramo
del recorrido de vuelta no intercambiamos más palabras que las incongruentes
frases que iba profiriendo José María. Vimos a Alonso y Juan esperando en una
esquina. Un patrullero de la policía nacional pasó lentamente junto a nosotros.
Nos miraron e intentamos disimular, procurando que aquello era producto de
nuestra imaginación, que no se pararían. El mil quinientos aceleró y se perdió
por el entramado de calles que rodean a la Barzola. Isidoro exhaló un suspiró
con el que bromeamos todos intentando encubrir el repelús que mantuvimos con
aquel sondeo visual de los agentes y que sólo él tuvo la valentía de no
esconder. Seguimos sin hablar. Cuando llegamos a la esquina donde los dos
mecánicos nos esperaban José María espetó un eructo, tan grandilocuente y
exagerado, que una pequeña bandada de pájaros, que reposaban en la copa de un
árbol, salió disparada hacia el cielo, seguramente asustada por el exabrupto
del joven, que inmediatamente se dejó
caer sobre el tronco, aferrándose a él con las dos manos, y devolver sus
excesos etílicos al medioambiente sevillano.
Aquella noche
tuvimos la certeza de que empezábamos a cruzar la delgada línea roja de la ingenua
mocedad para penetrar en los campos de la adolescencia, a cultivar los ejidos
de la desazón con la simiente del pasión, a pleitear con la razón y a descubrir
que hay accesos emocionales que embriagarían nuestro ser anegándolo con la
melancolía, si acaso una mirada nos era esquiva. Pero sumidos en la inminencia
de los recuerdos, de la primera visión, de las manos asolando los espacios de
su cintura, con la música encantando los instantes, con la memoria fresca de
los ojos que eran capaz de iluminar todo el sendero de la ilusión, el futuro no
era sino referencia lejana y no nos importaba, solo el presente, si acaso añorar
el pasado donde residía la promeso de una cita. Dormir, soñar y encontrar en
los sueños una razón de vivir. Aquellos eran nuestros propósitos más
inminentes.
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