
Habíamos
retrasado nuestro retiro al descanso en un intento por burlar las altas
temperaturas. Ignorábamos entonces la terminología científica sobre los
fenómenos atmosféricos pues la única información, siempre muy escueta, general
y pragmática, la obteníamos de los informativos radiofónicos que dedicaban
escasos segundos a poner en conocimiento de los ciudadanos las condiciones térmicas
de las jornadas y las predicciones escasamente llegaban al día siguiente. Como
hito en la comunicación meteorológica, en el telediario del mediodía, aparecía
aquel señor, con un puntero de madera en la mano, señalando en la pizarra las
zonas de la nación en las que las temperaturas alcanzarían sus niveles más
altos. Hacía referencia casi siempre a un barco que situado en las Azores y que
era el que avisaba de los ascensos y descensos térmicos, supongo que ateniéndose
del avance de los frentes, que casi siempre hacían su aparición por las costas
atlánticas. Por ello preparábamos la azotea, que era nuestro lugar de
esparcimiento y recreo, nuestra particular zona de expansión y refresco en los
días primeros de aquel caluroso mes julio. Mi padre se encargaba de baldearla
cuando la tarde comenzaba a declinar y las sombras comenzaban implantar sus
hábitos en las lindes perimetral de la solana y el calor acumulado sobre el
solar se manifestaba ascendiendo, en forma de vaho, desde las baldosas de
barro, que protegían el techo de la casa, hasta el universo impregnando el
ambiente con una sensación de extrema humedad. A veces, mis hermanos y yo,
aprovechábamos la ocasión para refrescarnos, para fantasear que nos
encontrábamos en la playa y nos tumbábamos luego al sol para secarnos. Debíamos
tener mucha precaución en nuestros movimientos porque una lámina de verdina
fomentaba los deslizamientos inesperados y no era la primera vez que pegábamos con
nuestros huesos en el suelo, hostigando con la caída, principalmente, la zona
lumbar, cuando no un intenso dolor cimbraba todo el cuerpo si el golpe se
producía en el hueso cuqui.
Una hilera de
bombillas, sostenidas sobre un cordel que atravesaba diametralmente la azotea,
proporcionaba la luz suficiente para poder disfrutar de la velada. Al poco
subía mi madre con sendas bandejas de aliños de tomate y atún, de filetes
empanados y un cuenco con gazpacho que nos sabía a gloria. Si la ocasión lo
determinaba o era motivo de alguna celebración, se surtían las bandejas de
gambas de Huelva y fiambres de Jabugo. Pero éstas eran las menos. Disfrutábamos
igual.
Aquella tarde
eludí la cita, el encuentro en la puerta del cine Delicias. Me excuse con
aquella celebración cotidiana, con aquel refrigerio que preparábamos en casa,
en la azotea, con el propósito de aliviar las altas temperaturas, de combatir
el ahogo y el sofoco de una vivienda en la que se concentraba todo el calor
posible, que se instalaba como residente de hecho en todas las estancias. Pero no
fue más que un pretexto, un subterfugio para evitar el encuentro, una
justificación para poder ver los debates, en el pleno del Congreso de los
Diputados, sobre el proyecto estatutario y las enmiendas para la conformación
de lo que vendría a ser, pocos meses después, la actual Constitución de España.
Aquella cena,
aquel calor extremo, fue la principal coartada para no acudir, como cada día,
al encuentro vespertino con los amigos, a las risas y chanzas, a los instintos
naturales, de nuestros jóvenes cuerpos que comenzaban a vislumbrar el sexo, a
nuevas experiencias orgánicas y deseos que brotaban en nuestro ser cuando
atravesaba la calle Yolanda, con su minifalda bandeando el aire y dejando
entrever la hermosura de sus piernas, a las charlas sobre el recién concluido mundial
de Argentina, a la recriminación constante y puntillosa del fallo de Cardeñosa,
en aquel partido contra Brasil, cuando solo ante el meta no consiguió materializar
lo que hubiera sido fácil, para él muchísimo más, lograr el gol, y que hubiera
clasificado a nuestra selección a la siguiente ronda y, quién sabe, si hubiéramos
alcanzado la final, y mi a defensa a ultranza de aquel menudo pero grandioso
jugador de fútbol que militaba en mi Betis, el mismo que había ganado, un año antes, la primera copa del Rey, el
mismo que ponía un balón, al mismo pié del compañero, desde cuarenta y cinco
metros, a ver quién era capaz de mostrar igual precisión, les respondía.
No me atrevía,
por entonces incapaz de desprenderme de mi sentido del pudor, de mi extremada
timidez, aún con aquellos que eran mis amigos, a mostrar mi interés por
aquellos trascendentes momentos, por la importancia histórica que atravesaba el
país, por todos aquellos cambios que vendrían para cerciorar un futuro mejor a
los españoles, por asegurar la igualdad en las posibilidades y en las
condiciones de sus vidas. Me gustaba –me sigue apasionando hoy en día-
participar de las tertulias, de transmisiones de televisión, en las que se
manifestaban los nuevos políticos, los periodistas que mostraban una visión
distinta, y siempre crítica, con el pasado reciente, con aquel tramo de la
historia, de oscuras y siniestras actuaciones.
Aquella calurosísima
tarde, del principio del verano, se inició una nueva etapa en la convivencia de
nuestra pandilla. Lo supe unos días después. Las chicas eran preciosas. Y yo,
torpe de mí, esclavo de mis pudores, viendo como se renovaba una nación, cómo
se aúnan voluntades y se dejaban atrás viejas rencillas, para conformar un
nuevo espíritu nacional, un espíritu de unidad para el bien de todos. Las
chicas y la transición española, un hito que para algunos de mis amigos no
tenía ningún tipo de discusión. Y fe que optaron por lo mejor. El tiempo les
dio la razón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario