Es
cuestión de plantearse nuevas formas de gobierno. O restablecer los valores
filosóficos que van intrínsecos con la firmeza de la democracia. Porque lo que
estamos viviendo en estos tiempos nada tiene que ver con la ontología con la
que la impregnaron los sabios griegos. Pero todos sabemos que el hombre, en vez
de generar y dotar de grandeza los fines que logra conquistar, los degrada
conforme el tiempo se impone y le aplica relevos que le restan poder y es capaz
de viciar sus más nobles sentimientos y hasta desposeerse de la honestidad con
tal de preservar las dotes que le fueron delegadas. Porque en este principio se
esencian las providencias que dicta la democracia, que sin efectuar su
disección etimológica y ni un estudio profuso de la semántica y la semiótica
del término, es una forma de
organización de grupos de personas, cuya característica predominante es que la
titularidad del poder reside en la totalidad de sus miembros,
haciendo que la toma de decisiones responda a la voluntad colectiva de los componentes
del grupo. En sentido estricto la democracia es una forma de organización del Estado, en la cual las decisiones colectivas son adoptadas por el pueblo mediante mecanismos de participación
directa o indirecta que le confieren
legitimidad a los representantes. En sentido amplio, democracia es
una forma de convivencia social en la que los ciudadanos son libres e iguales y
las relaciones sociales se establecen de acuerdo a mecanismos contractuales. Un
mojón para nosotros. En nada se parece el régimen que creímos conquistar con lo
que se nos está presentando día a día. Esto cada vez se parece más a los feudos
medievales cuando el señor dictaba las normas y proyectaba las consecuencias en
los súbditos en forma pobreza y miseria mientras en la corte no escaseaban ni
lujos no prebendas. Antes de perder sus dignidades hundían en el fango a los
vasallos.
Esta farsa de democracia nos hace
creer que el poder mana del pueblo, que las normas que regulan el devenir
diario se fragua en la voluntad popular, en la delegación de intereses comunes
que hemos puesto en manos de quienes creímos iban a conseguir transformar la
situación, es el nuevo conglomerado político que nos ha devuelto al vasallaje y
a las cadenas. No es democracia esta intromisión al bienestar de las personas,
que ha devorado, con inusitado apetito, la buena voluntad de los ciudadanos y las
normas esenciales del sufragio universal, porque creímos a quienes nos
prometían una salida digna, con el espíritu del sentimiento nacional, de esta
situación de recesión y lo que nos hemos encontrado ha sido un progresivo
hundimiento en las ciénagas movedizas, que no son ni siquiera tierras, de las
consecuciones de las últimas décadas. Cierto es, muy cierto, que todo ésto tiene
una procedencia anterior, una ascendencia en la ineptitud y la cobardía para
afrontar lo que se nos venía encima, en la que nos mintieron con el mayor de
los descaros, ilusionándonos con esperanzas que disfrazaron con discursos araneros
y vergonzosos en los que nos desubicaban de los efectos de la crisis que
asolaba a medio mundo, porque nuestro país tenía muy bien consolidada su red económica
y que no nos afectaría en absoluto porque habíamos sabido administrar los
fondos y sus efectos pasarían de largo. Nos ocultaron los verdaderos motivos y
ascendencias, engañándonos con
actuaciones fraudulentas, ignorando que el huracán económico asolaría la nación
y no previeron las consecuencias de las constantes ocultaciones. Cuando
constataron que el buque se hundía nos lanzaron al mar para que llegáramos por nuestros
propios medios a la orilla, prometiéndonos firmes y consolidados salvavidas y cuando
vieron que nos ahogábamos, pusilánimes ante el fragor de las olas, nos dejaron
a la deriva y así seguimos. La historia de siempre.
Así empezó nuestra desgracia, la de
los sufridos contribuyentes, la de quienes dicen tenemos la capacidad de elegir
a nuestros dirigentes, de quienes deben ofrecernos soluciones a los problemas.
No creo que exista un pueblo con mayor voluntad de sacrificio que el nuestro,
ni capaz de soportar el flagelo actual de la constante desamortización de sus
bienes. Mentiría si no fuera así. Pero la abnegación no debe confundirse con la
sumisión, con el vasallaje. Porque a esa condición nos encaminan.
Si hay que tomar medidas como las
que se tomaron, y refrendadas el pasado viernes trece –¡qué fatídica fecha!-
por el Consejo de Ministros, pues se toman porque pueden contribuir a la
reposición, en el futuro, del bienestar de la generalidad. Con una salvedad. Que
debieron haber prendido las antorchas para iluminar el camino proponiendo un
drástico recorte en sus sueldos, la supresión del cuerpo político, de todas las
formaciones, nombrado a dedo y de aquellas instituciones públicas quintuplicadas,
en el organismo administrativo, que no tienen mayor utilidad que la de mantener
favores de servidores y aduladores, de cargos políticos sin funciones, porque
se desempeñan por la administración central. ¿Son necesarios 445.000 cargos
políticos para el funcionamiento de una nación? ¿Somos más torpes, ineptos y
lerdos que ingleses, alemanes y franceses que con una población mayor son
capaces de gobernar con un tercio de políticos de los que aquí ejercen?
No nos quieren oír. Ignoran estas
propuestas. TODOS. Porque todos tienen interés en mantenerse en esa posición de
privilegio en la que están y por seguir exprimiendo la ubres de la vaca patria.
Y por ello tengo que reafirmarme en mis posturas. No vivimos en democracia porque
hacen oídos sordos a la voluntad del pueblo, que según los dictámenes de un
régimen liberal
y de los fundamentos que los rigen, son los que delegan el soberano poder en
representantes que luchen y peleen por los derechos que les corresponden como
ciudadanos y no como a la caterva de siervos a la que nos quieren dirigir.
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