Ascendía
el aroma de las damas de noche hasta copar los rincones del ambiente. Reptaban minuciosamente
escalando por los muros y paredes con el primor y el cuidado de la mano
maternal que profesa la primera caricia en el rostro del hijo recién nacido, atrapando
la cal, aferrándose a la necesidad de la supervivencia succionando sus esencias
minerales para luego eclosionar en aquella fragancia intensa y arrebatadora, despellejando
la piel de las fachadas, asomándose a las ventanas, rodeando sus perímetros,
abrazando los marcos de madera recién pintados en verde, asomándose curiosas a
las moradas para descubrir las interioridades y la privacidad de los
residentes, cómo amaban, cómo comían, cómo descansaban, y convertirse en
testigos de la soledad o de la armonía. Esas intrusas vegetales conocían las concavidades
de la convivencia y accedían a los misterios de cada hogar, cernían los
secretos y apuntaban las ausencias, con la minuciosidad de un contable.
Cuando
caía la tarde, ganada la batalla al calor y repuestos de los sofocos tras el reposo de la siesta, una condición
impuesta y confabulada con silencio y el respeto al descanso del prójimo, las calles
eran asaltadas por riadas de niños que salían por las bocanas de los bloques en
aluvión, torrentes de alegrías que se postraban en el ambiente y asediaban al
silencio, hasta entonces dueño y señor supremo que cohabitaba con la calima del
mediodía, hasta arrinconarlo en sus cuarteles de invierno. Llenaban los espacios
con sus gritos, con sus voces declamando el gran portento de la niñez, la
lucidez de la edad venciendo al tiempo. Siempre que hay niños se formaliza y
resurge la vida. Eclosionan los sentidos y la garantiza la supervivencia de sus
mayores, porque renuevan la ilusión y mantienen en vilo las emociones. Aquel
tránsito de sentimientos encontrados, de risas y llantos, de carreras y
descansos, de balones taladrando el aire y provocando disgustos cuando
destrozaba un cristal o se introducía por la ventana abierta y arrasaba los
utensilios que encontraba a su paso. No hay nada como una pelota descontrolada
para fortalecer y reafirmar la teoría del caos -Newton y Einstein desbordados
por la rotundidad de la sencillez- rodando a su libre albedrío, disfrutando con
cada giro, con el poder de la fuerza centrífuga que la hace sentirse poderosa,
enormemente poderosa, asolando cristalerías y porcelanas, terror de emociones y
recuerdos que se deshacían en mil pedazos. Y la calle se convertía en zona
polideportiva en apenas unos minutos.
En
las aceras se reunían los viejos, ataviados con camisetas de tirantes, aireadas
con pequeños orificios que le conferían un aspecto de saludable frescura, o al
menos a ellos así les parecía, alejados del fragor de la batalla infantil, al
resguardo de las feroces contiendas que se libraban apenas unos metros de ellos.
Apenas comenzaban la tertulia y el primer sosiego se veía suplantado por
el rigor inconmensurable de las
afrentas, de comparaciones fútiles que más de una vez acabó con algún que otro
bastonazo, incierto y prendido del aire casi siempre, pero capaz de concitar el
recelo y el resentimiento de unos sobre otros, al menos durante unos días. Recuento de crónicas y heroicidades, recuerdos
de amigos de trincheras que perecieron en el frente, abatidos por
francotiradores capaces de acertar el blanco a un kilómetro de distancia, la
incredulidad del oponente, la puesta en duda de la palabra, el honor que es
mancillado, yo estuve en el Ebro y yo en Casariche, cosas de viejos, honores
prendidos que desatan el desastre y el aire cortado por un cayado, el exabrupto
que instiga la fuerza y la derrota, porque los muertos no se tocan.
Los
niños siguen en el ajetreo de los juegos, inmiscuidos en sus fantasías,
ignorando que todavía se baten en duelo dos Españas, que en la tibieza del
calor que se bate en retirada, con el sol desplomándose tras los bloques que no
dejan ver el horizonte, ni los campos que se extienden tras ellos, solo
visibles cuando se accede a la azotea, y se elude la vigilancia maternal, la
burla que nos permitía izarnos sobre las puntillas, acodarnos en las
barandillas que nos separaban del vacío, para admirar la belleza que se
escondía tras los jóvenes muros de la barriada, existe un tiempo vencido, que
sigue lastrando los pensamientos y las conductas, que se adorna con
sentimientos y dudas, con admiraciones y desequilibrantes suposiciones sobre lo
que hubiera pasado de no ser por… las evidencias que no saben hacer valer los
que ganaron, los errores que no saben asumir los que perdieron, que no son
capaces de adoptar un acuerdo para sopesar un estado de concordia. Y mientras, asido de
la mano de mi abuelo, camino de la senda que nos conduce al cine de verano,
para ver las carteleras, rasgo el velo de mi inocencia y le pregunto qué perdieron
y qué ganaron los unos y los otros. El fragor aromático de las damas de noche
se va quedando rezagado. Los viejos guardan sus silencios y reposan en las
eneas sus miradas cabizbajas. Frente a las iluminadas carteleras hay un revuelo
de niños porque mañana proyectan Tarzán de los monos.
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