Llegó
el primero. Solía hacerlo casi siempre. Prefería esperar a ser esperado. Jamás
se molestaba con la tardanza del prójimo, incluso mostraba la suficiente
consideración oyendo las excusas banales que le mostrábamos los tardos, una
deferencia en el trato que nos desubicaba y que venía impregnado en el carácter
de su procedencia salmantina. Nunca sospechamos por qué José María mantenía
aquel duelo con su propio ser, que sus intrigas y disquisiciones tenían el
origen en su propia condición, en la bondad que siempre se oculta tras una
apariencia recia y que apenas se va mostrando en su verdadera dimensión sale a
relucir con una fuerza inaudita. Nunca supimos qué le llevaba a comportarse de
aquella manera, a desprenderse de cualquier pudor ante la menor adversidad,
ante cualquier situación que no fuera la cotidianidad. O tal vez se rebelaba
contra ella constantemente. Una batalla librada sin pausa, sin tregua para
deshacerse de la imagen intelectual que le precedía donde quiera que fuera. Le
atosigaba verse auscultado, estudiado cada uno de sus movimientos, como si no perteneciera
a este mundo. El recelo de los demás ante sus inherentes aptitudes para la
consagración del estudio le aturdía y había construido una barbacana para
erigirse en sus almenas y mostrar al mundo su verdadera razón de ser; le
mortificaba la constante vigilancia de quienes le conocían sus dotes de
empollón, personas de obtusas mentes, de seseras estrechas y cerradas al
entendimiento, al deseo de aglutinar conocimiento como único hábito para
enriquecer su alma. Era capaz de guardar en su memoria cualquier texto con solo
leerlo, interpretarlo correctamente y exponerlo con una claridad extrema en el
papel o disertar sobre el mismo con la locuacidad propia de un académico de
número. No le perturbaba la inquisitorial y escrutadora mirada del profesor tomándole
la lección, si amilanaba ante las cuestiones a resolver. El aula era su hábitat
natural. Dominaba todas las artes y lo mismo resolvía una ecuación que
destripaba el más complejo texto literario para construir su comentario. Le
engrandecía su espíritu de entrega, su denodado compromiso con los demás, a los
que procuraba ayudar siempre que no se alejaran de él porque lo consideraban un
ser extraño. O simplemente porque lo envidiaban.
Nos
conocíamos desde la primera infancia. Y congeniamos de inmediato. Desde el primer
día en el que entramos en el aula, en aquella estancia fría y desolada, sin
ningún mobiliario, con la pizarra inmaculada, desprovista de los miles de
borrones que vendrían con el tiempo a deslustrar su ahora pulcra apariencia,
conformar espesos nubarrones en su amplitud perimetral, y la luz mortecina y
cálida, de las primeras horas de una tarde febrero, colándose por los grandes
ventanales que nos ofrecían la visión del viejo caserío de San Julián, de San
Marcos, de Santa Lucía a nuestros pies, y la torre de la ciudad como fondo, la
Giganta que parecía enhebrar el cielo para bordar el paisaje. Uno junto al
otro, amparándonos y protegiéndonos aún sin conocernos, pertrechados contra la
pared, menudos y enjutos, observando a quienes nos observaban en medio del
silencio, hasta que apareció don Patricio, el director supimos un instante
después, que irrumpió con grandes zancadas y tras ofrecernos la primera
explicación de aquel desinusual paraje, disponiéndonos en fila de uno, bajamos
al patio donde nos esperaba un enorme camión conteniendo la totalidad del
material mobiliario y didáctico de la nueva escuela. Íbamos a ser los portadores,
repartidores e instaladores de todos aquellos pesados enseres. Un privilegio,
nos decía el director, poder ser los primeros en ocupar el centro. Menudo
honor, me contó José María. Desde aquel momento, aunados por el esfuerzo y el
trabajo compartido, firmamos un pacto de amistad.
Cuando
doblé presuroso la esquina, para dirigirme a la puerta de salida del cine
Delicias, le ví inmóvil, echado sobre una de las columnas, con el aire
desgarbado que le hacía inconfundible, reconocible en medio de una multitud,
cansado tal vez de esperar. Miró su Citizent y al alzar la vista descubrió mi
presencia acercándosele apresuradamente. Volvió a mirar su reloj y antes que pudiera saludarle me preguntó la hora. Sin
darme opción a una respuesta, me recriminó la tardanza, la excesiva demora. Me
extraño aquel exabrupto, aquella desmedida protesta. Harto, estaba harto de
esperar siempre, de ser el primero en llegar y que nadie cumpliese con la hora
de la cita. Debí contraer demasiado mi gesto. No puedo evitar mostrar mis alegrías
o mis penas. Aun hoy, con medio siglo a mis espaldas, me encuentro incapacitado
para disimular mis emociones. Debe ser un gen inherente a mis conductas.
Tras
un breve silencio, tras la pequeña conmoción por el desaforado acto, centré mi atención
en mi muñeca y ví, con sorpresa y alegría, que todavía quedaba algo más de diez
minutos para la ocho de la tarde, hora en la que habíamos fijado nuestro
encuentro diario, una cita recurrente y que no hacía falta recordar de un día
para otro y a la que alguien siempre, al despedirnos, solía aplicar una sonora
coletilla: a partir de las ocho. Ese “a partir” podía significar media hora de
retraso, hecho que aumentaba el enojo de José María, que medía el tiempo y la
presencia con puntualidad exquisita.
Cuando
le confirmé la hora, el adelanto de su reloj, se ruborizó, ratificado su lapsus
por un repentino frescor, que alivió nuestras espaldas, procedente de la sala
de cine. Acaban de abrir las puertas para desalojar al público que acaba de
contemplar la sesión de la seis de tarde. Ricardo, el acomodador nos sonrió.
Los escasos espectadores fueron desapareciendo por las esquinas. Volvió a mirar a mi amigo. Me
pidió perdón, de nuevo. Llegaron Juanlu, Alonso y José Manuel. Uno tras otro,
como si hubieran esperado a que la calle se desalojara. A José María le retornó
el color. La temperatura parecía no querer menguar. La luz de la tarde aún
coronaba los altos edificios. Aquel día terminamos en el Burladero oyendo los delirantes
historias de Juan, el camarero, que se llevaba toda la jornada alternando con
la clientela y a ciertas horas, al principio de la noche, ya no era dueño de su
cordura.
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