Yo llevo el
nombre que llevó mi abuelo y mi padre, el del suyo, como ambos llevaron los de
sus tatarabuelos. Esto no es una concatenación de conveniencias ni
casualidades, ni un capricho de contentar la vanidad humana. Es la consecuencia
de la voz de la sangre, la herencia emocional que vierte los cauces de los
sentimientos que corren por los cursos
de los ríos que desembocan en el mar de las nostalgias y que trasciende más
allá del místico y mítico sentido de la vanagloria y la pedantería. Es la
legitimación y concentración de las esencias vitales que nos transmite la
necesidad de perdurar la memoria, de hacer lo fugaz eterno, lo intrascendente
necesario, los besos recibidos, las caricias que iban tomando asiento en las
profundidades y pliegues de las mejillas, en las manos que vuelven a lucir el
sonrosado blancor asiéndose poderosas a las pequeñas, es el equilibrio de una
balanza que mantiene su fiel en la escala de la armonía necesaria para que la
locura no hurgue en la mesura y la desbanque para instaurar el olvido.
Yo llevo el
nombre que llevó mi abuelo porque tuvieron miedo a que sus ojos se fueran
diluyendo en el maremágnum de la futilidad que emerge, con el paso de los años,
en el historial de las vivencias, en la nómina que permanece inalterable en el
sial de la remémora. Es lo substancial evocando la turbulencia de las emociones
que proceden de las miradas de nuestros ancestros y que se adhiere a la
sentimentalidad que reina en el corazón para mostrarse en el momento menos
previsible, en esos instantes en los que se magnifican las partículas
subatómicas que nos retraen a momentos que creemos vivir y que no son sino los
recuerdos que se han fijado en el alma por transmisión. Es la añoranza de lo no
vivido, la sensación de mantener una imagen del pasado adentrándose en nuestros
recuerdos, ahondando en la misma piel hasta convencernos de que nos pertenecen,
que son parte indisoluble de nosotros.
Yo llevo el
nombre que llevó mi abuelo como llevo su misma sangre, como herencia de lo
inevitable y lo imperfecto de la condición humana. Buscó por los mismos
rincones de mi ser los legados, las lecciones magistrales que se grabaron con
los gestos y en las conmociones de ver lo que otros nunca supieron apreciar, las
señales que me reconocen a la vida en los ojos de otros y que me hacen único en
la memoria de los míos, como ellos lo son en la mía. Busco por los mismos que
él escrutaba en las paredes de la evocación y los fijaba a su mismo ser para poder
transmitirlos a quienes debían seguir aquel camino que lleva a la antesala del
mismo cielo.
Yo llevo el
mismo nombre que llevó mi abuelo y veo la misma luz del amanecer que anegaba
sus ojos y los mármoles de la vieja y solariega casa de San Lorenzo, el mismo
sendero bañado de escarcha que lustraba las aceras y mostraba, en la claridad
de la mañana, las huellas de nuestros pies, desapareciendo apenas unos trancos
adelante y que humedecía el charol de mis zapatos y recobraba la vida de los
jaramagos que lucían las cornisas del viejo palacio de los Santa Coloma, o
envahecía las cristaleras de la casa de los Gallos.
Yo llevo el mismo
nombre que llevó mi abuelo, como llevo la cálida sensación de su manos
aferradas a la mía, como guiaron las suyas años antes camino de la Basílica, y
el porte de su figura rasgando el frío de las primeras horas de un día de
diciembre, cuando se alertan los sentidos y muestran su mayor fuerza las
emociones, desgarrando el tiempo para provocar el encuentro y conformar el hito
del anhelo conseguido que nace de la espléndida y dulce belleza de la mirada
que taladra el sentido y provoca la alteración de los pulsos, que conmueve la
serenidad tan solo con el cruce y el sostén de la mirada.
Yo llevo el
mismo nombre que llevó mi abuelo y vigilo los cielos que prendieron en sus sueños,
los que vertieron en los besos que se fueron dormir a la gloria, los que
quedaron impresos en las manos de la Virgen, la que vela sus recuerdos, La que
custodia con celo la memoria de los nuestros, La que guarda los anhelos de
todas las generaciones que acudieron a su encuentro, a depositar el ósculo que procura
la ventura, que descubre los secretos y desvela los misterios que se guardan en
el cofre donde yacen la nostalgia, la memoria y los recuerdos, donde si miras
se ve las praderas de los cielos.
Yo llevo el
mismo nombre que llevó mi abuelo y guardo como un tesoro el recuerdo de sus
besos y el anhelo de los años que pasaron como un suspiro y sus palabras
sonando en lo más intimo del fuero que se construyó en mi alma por la fuerza
del cariño que irradiaban sus consejos cuando llegábamos al templo y la Virgen
ofreciendo el reguero de su amor que bajaba por sus dedos hasta ungirse con mis
labios para abrir el universo donde habitan mis recuerdos, la memoria de los
nuestros, sus vidas, sus alegrías, sus pendencias y desvelos para concentrar
sus cariños en los ojos del ensueño, en el rostro que concentra la ternura y la
afecto, el apego y la devoción que se transmuta en el seno del rostro que el
mismo Dios talló en el firmamento.
Yo llevo el
mismo nombre que llevó mi abuelo. Nada cambia aunque se curen las manos, aunque
le limpien el rostro, aunque le sanen el pecho, aunque consuman los siglos la
esencia de nuestros cuerpos nada cambia porque todo lo tiene guardado y
permanece en su memoria, en lo eternidad de la gloria del sentimiento macareno.
Porque todos los anhelos, las peticiones, deseos, la devoción que pusimos en
los besos siguen prendidos en el cielo donde habita la Esperanza que custodia
nuestros sueños.
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