Hurgando en una vieja caja de libros,
buscando uno con el que debía documentarme para un nuevo trabajo, que de
realizar durante los días de vacaciones, con el fin de poder cumplir los plazos
que me han sido ordenados, encontré por casualidad una vieja cinta de casete bass
y cuyo rótulo amanuense me retrotrajo a la primera juventud, a aquellos años
donde se nos inflaron las ilusiones, donde descubrimos nuevos hábitos de vida, nuevas
experiencias que enriquecerían nuestra existencia. En el anverso de aquel
cajetín aún deslumbraba su enunciado. Carlos Cano. La Murga de los curralantes.
Pasé la mano y deshice la lámina del tiempo, una leve hojuela de polvo que
delataba su edad. Y lo que es peor, la mía. Enseguida corrieron las imágenes
por el camino de mis recuerdos, se amplificaron los ecos de las viejas canciones que ronroneaban, de fondo, sus
microsurcos en los platos de aquellos excelentes equipos estereofónicos que
amenizaban nuestras fiestas y guateques, los celos y los desplantes por los desequilibrios
emocionales que me procuraba la esbelta figura de aquel primer amor, de esa
joven que me descubrió al dolor y a la dicha, según me negaba las miradas o se abrían las puertas
de sus sonrisas, esas cataratas de alegría perforando mis sentidos, las
primeras carreras delante de los grises que nos perseguían con desatada furia
hasta las mismas puertas del San Isidoro y permanecían en sus alrededores escrutando
el interior y garabateando en una libreta descripciones. Con la casete en la
mano, en unos segundos, construí la emoción de aquellos años.
La grabación conservaba
aún cierta calidad y la voz del cantautor granadino sacudió las paredes del
tiempo. Volvían las estrofas de este himno del proletariado de la época, de esa
alegoría al maltrato de siglos a las clases humildes, a la reivindicaciones que
recorrían las calles entonando la melodía del aquel cuplé, de aquella pegajosa
tonadilla, con aires de chirigota gaditana. Mientras los viejos luchadores, los
que habían permanecido en las trincheras de las fábricas y las obras luchando,
cuerpo a cuerpo, con el régimen recién fallecido, alzaban el puño con rabia y
entonaban las estrofas de la Internacional, nosotros preferíamos atender
nuestras peticiones, la instauración de un sistema político y social más
ecuánime con los derechos de las personas, entonando aquellas estrofillas que
nos recordaban un pasado más cercano, más inmediato a nuestra generación y a
los valores que se nos presentaban cada día. Y en verdad que en aquel precioso
y preciso estribillo de la canción de Carlos Cano, tan popular como su autor, se compendiaban gran parte de las aspiraciones
de los jóvenes de la época, tan sencillos y espontáneos como naturales a la
cercanía de nuestros primeros problemas.
“Esto es la murga/ los currelantes/ que al
respetable/ buenamente va a
explicar/ el mecanismo tira palante/ de la manera más bonita, y
popular/ sacabe el paro y haiga trabajo/ escuelas gratis,/ medicina
y hospital/ pan y alegría
nunca nos falten/ que vuelvan pronto los emigrantes/ haiga
cultura y prosperidad”*
En
estas palabras se describía y escribía el paradigma del pensamiento. Cuatro
razones básicas esbozadas que se recogían, con gracia y sabiduría popular, en
un pentagrama, premisas incuestionable para alcanzar el bienestar social y que por
aquellos años eran punta de lanza en las reivindicaciones. Con esta declaración
nos bastaba y sobraba para ser felices, una legítima aspiración que nos hurtaron,
con el paso de los años y con mentiras y traiciones, cambiando los ideales por
nuevas y complicadas políticas económicas.
He
de reconocer que aquella tarde volví a ser vencido por la nostalgia. No lo
puedo remediar. Perviven en mí, se resisten con furia a salir, aferrando sus
garras al alma, algunos signos de utopía y ensueños, a pesar de los duros
golpes recibidos. Conforme avanzaba la melodía iba tomando conciencia del
preclaro e importante retroceso en los derechos adquiridos, en aquéllos que
tanto esfuerzo costó conseguir. Nos han hecho desandar el camino, nos han obligado
a retroceder porque nos hemos vendido al consumo desaforado, a suplir la
necesidad por el lujo desorbitado. Tendremos que volver a cantar el himno que
Carlos Cano creó fundamentado en las necesidades base de las personas, que a
veces procuran la felicidad. Entre tanto, desde aquella primera vez que tuve la
suerte de oírle, en un acto que organizaba el Partido Socialista de Andalucía,
que parece ser que existió y no es una figuración de la imaginación, han pasado
treinta y cinco años, tengo mi familia, mi mujer y mi hija, sigo siendo bético,
y un sueño que alimenta mi vida, con temblores de mariquillas, en la Macarena.
No me arrepiento de nada de lo andado y buscó todavía un hálito de cordura en
el mundo. Pero me entristece, que tras tres décadas y media, no solo no hayamos
avanzado nada sino que tengamos que volver a pedir pan y trabajo, que se abran
las fronteras para el empleo de nuestros hijos en otros países, escuelas medicinas
y hospital gratis, “haiga cultura y prosperidaaaaaaad”.
*Letra
literal y exacta transcripción del original
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