La
luz comenzó a descender. Las sombras caían de improviso cegando las claridades,
transformando el espacio en un lugar sombrío donde las guirnaldas de luces
apenas podían con aquella noche que se venía encima, dotándonos a nuestras
figuras de un aspecto siniestro, desfallecidos rostros donde habitaba la
alegría. Desde el pretil de la azotea podía contemplarse la línea del atardecer
deshaciéndose por el Aljarafe. Lo que hasta unos momentos antes era densidad
cromática, juego de colores que se fundían para diseñar la paradoja de la evolución
de la vida. Algo es necesario que acabe para que empiecen otras. Una franja
cárdena pendenciaba con los campos que se incrustaban en los perfiles de la
lejanía y alzaba su poder hasta convertir el azul en un manto agujerado por el
azogue de las estrellas, la quietud imperecedera por el temblor de los astros
que se confabulan para deshacer las quietudes y anclar las inquietudes en el
mismo centro del universo y solo bastaba alzar la mirada para mantener la
certeza de la pequeñez humana. No había descenso más hermoso que el del sol horadando
el horizonte, aniquilando los extremos del cielo por donde huía, con sus haces flamígeros
inyectando calor, para mostrarse a otros
ojos, para dorar otros campos, para iluminar otros rostros y desbancar al
deseo. ¿Tendría la misma densidad este astro en otras latitudes? Ahora se
agigantaba en la estría del confín del mundo. ¿O acaso no era aquello el final
de una etapa? El sol se deja vencer por
el crepúsculo y la luna aparece radiante para desatar el furor del deseo, la
sed de la vida que solo se calma bebiendo de la fuente donde se concentra el
cariño, el eterno caudal del amor. En unos instantes todo cambia. Basta con un
sortilegio del destino, con la confabulación de las fuerzas naturales, de las
que no poseemos su control, que desatan sus advenedizos comportamientos según
su particular y libre albedrío, configurando aptitudes y comportamientos que
residían en nuestro interior, de los que no teníamos más constancia que los
impulsos que surgen con la ira y la devoción. La voluntad viene luego para
preservar los derechos y las emociones que se adquieren, los que prenden de la
hermosura de una silueta que se adivina emergiendo de la oscuridad, huyendo de
la clandestinidad y el anonimato, de la manifestación de la sensualidad y la
sexualidad nueva que nace a la nueva visión y al sentimiento que tiene la convicción,
de que en algún lugar del cosmos existe la realidad que traspasa el sueño.
Los
instintos hibernan, se asientan la sima donde pervive la paciencia, laten,
sienten y duermen hasta que los alertan las convulsiones sensoriales. Vienen
acompañados por una tremendo e inquietante sensación de desasosiego, turbado
por la inseguridad, de la duda por no verse correspondido. Hay alertas que nos
avisan y descubren signos que nos conmueven. Una sonrisa es una tesis de
acepción; una mirada es capaz de torpedear la línea de flotación de la nave
donde reposa la seguridad. Hay motivos que nos devuelven la ilusión y
situaciones que parecen provocar el caos.
Uno
se vuelve a las palabras que invocan tu nombre, que requieren de tu presencia y
tu atención. Entonces emana una fuerza que radia la rebeldía, que se indisciplina
y se rebela en contra de tu propio ser, de la conducta que antes estimulabas y
ahora se despeña ante aquellos ojos que brillan en la semipenumbra. Un gesto,
una leve inclinación hacia el rostro en
el que no creías, aquella fisonomía que cuida los campos del Olimpo, que se
presenta y altera los pulsos, que hace alarde de su fortaleza y destrona la quietud y serenidad, que invoca la
perdición. No valen disimulos ni esquives porque ya eras la presa, un trofeo que
cuelga en las paredes de tu propio ego. Una sensación que extraña y perturba.
La
música de los Bee Gees va perforando la noche y nos trae la reminiscencia de
otras noches en los confines del mundo. Hay unas vecinas, en los bloques de
enfrente, que se acodan en las barandillas de las terrazas y nos observan.
Están sorprendidas y hablan entre ellas, aún separadas por la ranura que se
precipita al vacío, mantienen una complicidad extraordinaria. Bisbisean frases
que no logro entender o es el ruido, el cascabeleo de aquellas composiciones y
voces chirriantes y la distancia que amortiguan e inhabilitan la comprensión.
Ríen estrepitosamente. Tal vez porque observan los bruscos y violentos
movimientos que efectúa José María. Parece excitado pero no es más que los
efluvios del alcohol, que engaña con la coca cola y unos trozos de hielo. Gira
sobre su inestable eje, se desplaza a la izquierda, luego a la derecha, ha creado
un hábitat en torno a sus estrambóticos movimientos que él se obstina en hacernos
creer que es danza, baile de discoteca. Alonso le ha llamado la atención
cariñosamente porque ha estado a punto de atropellar a chica que está con él.
Mercedes
reclina su cuerpo en el ángulo donde convergen dos balaustradas. A pesar de su
envergadura y su apariencia parece tierna y sensible. Se refugia en la esquina
mientras mueve sus piés al son de la música. Tiene apenas dieciséis años pero
es la que aparenta ser mayor. Mi hermana tiene su misma edad y todavía no se ha
desprendido del tamiz juvenil, de un carácter que embriaga con la sonrisa y
sostiene la capacidad para compensar su timidez con un halo de introvertida
extravagancia. Todo lo contrario de Toñi que enseguida ha presentado su extrovertido
carácter acercándose al grupo masculino, haciéndose ver, pavoneando su figura.
Es menuda y pizpireta, resultoncilla y esconde en su extremada locuacidad y
altivez un pequeño complejo de inferioridad que nunca admitirá. Antonia es la
hermana de Alonso. Ha cumplido los veintiuno y ya mantenido una relación
sentimental importante. Tiene un hijo al que su tío adora. Su alegría contagia
y sobre ella se han situado el resto de chicas. Algunas también se acaban de
conocer pero ya se han vinculado, han tendido una red de lazos tal como si
compartieran amistad de años. Han congeniado inmediatamente. Inés y Mari Paz
comparten la misma sangre y se han apartado un poco del grupo para hablar entre
ellas. Miran, auscultan y sondean cuanto ven. Parecen examinarnos. La música
todavía no logrado religar a los dos sexos. Su frenética composición ha
delimitado fronteras en aquel pequeño territorio. Carmen me atrae. Disimulo
cuando siente que la observo y miro hacia otro lado. Sonríe. Luego se vuelve conversa.
Juanlu no deja cortejar a Mari Carmen, a la que persigue desde la más tierna
infancia, desde que compartían aula y estudios en el colegio. No vive más que
para ella. La acompaña, la sigue cuando intenta desasirse de su compañía, un
Otelo sonrosado que se hunde en la podredumbre de los celos si intercambia una
mirada, si habla o si calla. Solo tiene voz y palabras para ella y elude
cualquier conversación con los amigos y se concentra en su figura y en sus
desplazamientos. De nada sirven las advertencias ni los consejos. No hay razón
para el amor. Se obstina en querer que le quiera. José María sigue bailando,
girando frenéticamente, alterando su estabilidad en cada giro, convocando al
vértigo.
Sigue
haciendo calor a pesar del advenimiento de la noche. Ahora sí que las
guirnaldas dotan de luz a la azotea. Alguien ha abierto la garrafita de vino
dulce y lo mezcla con coca cola en una jarra y ofrece a todos aquella combinación.
Por fin se ha terminado el disco de los Bee Gees. Un ronroneo en los bafles nos
lo delata. José Manuel, que no parado de hablar con Antonia, ha salido como
alma que lleva el diablo hacia la mesa donde se ha dispuesto el equipo de
música. Busca entre las carpetas discográficas, sondea con la visión el paraje
que se ha envenado con el silencio. Juanlu está sometiendo a Mari Carmen a un
interrogatorio de tercer grado. Octavio, su hermano, intercede por la joven.
Isidoro, atendiendo a un gesto del pincha discos, ha desconectado dos de las guirnaldas.
La luz es mínima y hay un receso de las jóvenes hacia las barandillas,
amparándose en las paredes, como protegiéndose de las solicitudes que vendrán. Hay
dudas en los gestos, dudas en los movimientos. Hay una confusión de miradas que
se parapetan en la vergüenza, que buscan cobijo en apocamiento y en el pavor a
recibir una negativa. Los altavoces se agitan. Suena la música pausadamente,
con una serenidad aplastante. No hay estridencias ni voces chillonas incitando,
en inglés además, a moverse hasta la extenuación. Se van soltando vasos y hay
pasos que confieren ya intimidad, aunque la formalidad de la compostura no pase
más allá unos brazos asidos y rozando la nuca y unas manos posándose con suavidad
sobre la cintura de la chica. Hay una introducción de una guitarra acústica que
nos trae recuerdos de un concierto de rock sinfónico andaluz, de gente
extasiada y repitiendo la letra de la canción, de Jesús de la Rosa dando una
calada a un cigarrillo y el público tarareando la melodía de El Lago. Pero
ahora es la intimidad y la acepción de la realidad, ahora no hay más espacio
donde resguardarse de la timidez. Miro y escruto. La busco. Ya hay varias
parejas bailando. Vuelvo a mirar veo como la noche ha perfilado su silueta,
como presenta su figura la aire, como la toda la Grecia clásica se posa en su
perfil. Dudo. Siempre dudaba porque temía a la negación de mi voluntad, al
escaso entendimiento sobre la importancia de la seguridad. Me ha mirado con
furtividad y se ha revuelto inmediatamente, acodándose serenamente sobre el
quicio de la baranda. José María sigue bailando, ahora muy pausadamente,
moviendo su cabeza y mantiene los ojos cerrados. Me acerco, le pido que baile
conmigo y acepta. La luna acaba de desprenderse del cielo y yo la tengo asida.
Mi torpeza en el arte de la danza se manifiesta inmediatamente y sus palabras
me sugieren que la siga en sus pasos. Obedezco y enseguida me veo contoneándome
en la exageración. Triana sigue confinando nuestro espíritu en un lago, en ese
edén al que se accede desde el mismo deseo. Las dos vecinas siguen
observándonos, sonriendo. Mari Carmen y Juanlu continúan con su discusión.
Mercedes y Alonso ríen mientras bailan y yo le pregunto a Carmen que cómo se
llama.
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