No
es que viéramos pasar las horas sentados en aquel escalón, intentando combatir al
calor con el frescor de la sombra, eran las horas buscándonos para
confrontarnos al universo que se abría cada tarde, cuando el sol iniciaba su
declive por un horizonte que no veíamos y por eso lo hallábamos misterioso, tan
lejano y perdido como la misma Birmania, esas espesuras selváticas que nos
mostraba Raoul Walsh en el film bélico más emocionante que recuerdo, con Errol
Flyn al frente de un comando para destruir una estación de radar, y que
nosotros intentábamos remedar, sustituyendo las lianas y las frondosidades del
bosque por los campos llenos de amapolas y delimitados por chumberas, que
simulaban las altas fortificaciones que nos defendían de los ataques
indiscriminados de nuestros enemigos.
No
temíamos entonces al calor sino al tránsito de las horas. Cada minuto era
esencial y buscábamos el ansia de poder disfrutarlos, de asirnos a sus brazales
para desmitificar el paso de oca con el que nos penalizaba el tiempo. No
apreciábamos su pausado discurrir porque aun desconocíamos del yugo de las
prisas y de los acelerones –éstos vendrían a mortificarnos con la edad- que
pregonaban los viejos, siempre apesadumbrados por la ligereza con la que se les
escapa la vida, siempre con el temor asomándose a sus ojos y lamentándose de la
fugacidad impuesta que les había privado de las posibilidades de la ventura, de
la complacencia por una existencia mejor y no aquélla que les había lastrado
con la guerra, después el silencio y ahora la vejez.
Huíamos de la solariega
casa para encontrarnos y recordarnos que no teníamos más escapatoria para jugar
para desprendernos de la rutina. ¿En qué mejor cosa que pensar cuando solo se
tienen ocho años y los sueños son propiedad de uno? ¿Dónde mejor que esparcir las
ilusiones que en los campos donde todavía crecen las fantasías y la gran
mentira es la realidad, la rutina que nos atenaza y pone mordaza a las utopías?
¿Quién mejor que el amigo primero para sabernos únicos y verdaderos portadores
de los ideales que se esconde, para transmutarse en sonrisas y saltos, en
pensamientos compartidos que cumplen con los esenciales y más bellos principios
de la solidaridad? ¿Qué cosa mejor, para destruir la cotidianidad oscura, que
esforzarse en la construcción de nuevos mundos donde la felicidad y la armonía
eran las únicas premisas para conseguir el bienestar, donde trenzar los hilos para
conformar el entramado, sencillo y liviano de un tul albeo, donde asentar las
bases de la añorada sociedad?
Escapábamos del
entorno hostil con media tableta de chocolate y un trozo de pan –ambrosías deseadas
hoy- de la canícula que engañaba a la visión dorando y dotando de brillo las
aceras, lustrando con oro los adoquines de las calles, trasformando sus
anchuras en brasas si acaso, en un alarde de valentía, nos despojábamos de las
chanclas y atravesábamos de parte a parte la vía; dilapidábamos el tiempo
mientras engullíamos aquella merienda, aquellos manjares, y disfrutábamos de
las cosas menos valiosas añadiendo sonrisas a los actos.
No teníamos
mayor preocupación que la de vencer la monotonía e ideas nunca faltaban y
competíamos en originalidad edificando sobre la necesidad y ante la falta de
medios, con la imaginación. Y el trozo desechado del palo de una escoba se
transforma en poderosa excalibur para batirse en duelo con el amigo que hacía
las veces de villano, o el pensaba que el villano era yo, que siempre
terminaban con un varetazo sobre un dedo y cuyo dolor nos hacía desasirnos
inmediatamente de la defensa; o añadiéndole un clavo en un extremo y adosándole
un pinza de madera al otro, para convertirla en mortífera arma, en el terror de
los zapateros, no de los remendones que a esos sólo nos acercábamos más que cuando
nos ponían media suela en nuestros desgastados gorilas, sino a los insectos, a
los paleópteros que acudían a posarse sobre un mástil al reclamo húmedo que se
formaba en su base; o como eficaz utensilio en la recolecta furtiva de higos
chumbos que injeríamos al caer la tarde y que refrescábamos en un cubo,
cubriéndolos con trozos de una barra de hielo, y sabían a manjar de dioses.
No teníamos tiempo
para que el aburrimiento nos desbancara la alegría. Gozamos de nuestra infancia
ajetreando el espíritu, cansando el cuerpo y venciendo la monotonía
compartiendo juegos y amistad. Éramos felices porque aún llevábamos pantalones
cortos y las rodillas curtidas con las señas de nuestras hazañas.
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