
Aparecen de
improviso porque les gustan sorprendernos, resquemar la memoria para demostrar
que son fuertes y que pueden manejar las emociones a su mejor albedrío, que
nuestros sentimientos residen, se desarrollan y tienen su origen en el pasado, intentando
engañarnos alojando situaciones que sucedieron ayer pero que se obstinan reiteradamente
en presentarlas como actuales. Es la reciedumbre de los instantes que creíamos perdidos,
el retorno macilento y taciturno de los amigos, la recuperación de sus
sonrisas, de los gestos y aptitudes que ahora aparecen manipulados por la
vehemencia y la excitación de su inesperada aparición; los amigos con los que
fuimos acicalando y ahormando una forma de vida en consecuencia al tiempo que
nos tocó vivir.
Es aquella época
que resurge con insospechada fuerza para reconstruir las historias y los
pasajes de los mejores instantes, de las situaciones que vinieron a provocarnos
el dolor, o a rebelarnos contra la tristeza con el resurgimiento de las
anécdotas que fueron marcando un impasse, que fueron limando las conductas
hasta moldear la personalidad.
No hay árbol recio ni consistente sino aquel que el viento
azota con frecuencia, decía Séneca. Y los recuerdos son ahora huracanes
manejando los elementos que se conmueven por ellos. Aprendimos, claro que
aprendimos, y logramos hacernos fuerte frente al dolor, consolidando nuestros
espíritus enfrentándonos a las primeras adversidades, a los primeros reveses, a
los anuncios que proferían desdichas y calamidades, como también nos
fortalecieron las alegrías y las experiencias compartidas, los momentos de júbilo
y satisfacción. No era difícil ser feliz. Lo intentábamos, en aquel verano del
setenta y ocho, porque aceptábamos, con naturalidad y sencillez, nuestras
limitaciones, que vencíamos con la solidaridad, con la aportación individual
que posibilitaba el disfruto del conjunto.
Hoy vuelvo a ser vencido por la nostalgia, que se presenta
ataviada de luminosidad
estival, con la presunción inequívoca y sustancial de provocar mis recuerdos,
de alterar el estadio de los tiempos con estos silencios del mediodía, que
aturden al desasosiego e instala en el espíritu una colosal serenidad, capaz de
trastornar la monotonía. Viene con esta sensación de calor a solapar la
realidad, a restituir sus voces con esta
misma e idéntica luz que nos saludó en aquel verano de nuestra mocedad, con la
misma vehemencia calorífica, con idéntica efervescencia. Son los recuerdos de
una edad en la que aún mantenía la ilusión por el futuro, un tiempo en el que
soñábamos con un mundo mejor, más justo y equitativo.
Transitan
desaforada y atropelladamente por mi memoria. Galopan libres por los campos
donde buscó sosiego y reposo el pasado, donde invernó en espera de la floración
de los años, lamiando las horas, los días y los meses, tamizando la paciencia
para la recuperación de la vorágine luminosa del estío, para abrir de sopetón
las ventanas por donde se cuela, con entusiasmo y denodado poder, con el fin de
guiarnos por la senda del evocación, convocándonos a la emoción y al
sentimiento, al camino que nos guía a los instantes que creímos disueltos en el
tiempo y que ahora se presentan para alterar nuestros sentidos. Intento
ordenarlos, concatenarlos en sus espacios, pero saltan con brío de un lado a
otro y reconozco rostros que no soy capaz de asociar a los sonidos, y voces que
huyen presurosas porque se sienten felices con estas transmutaciones de la
temporalidad que me confunden. Siento sus risas y sus argucias para complicar
el asentamiento de mi realidad. Se alejan. El sopor tira sus cuitas para vencer
mi resistencia. Recuerdo que hemos quedado a las siete en la puerta del cine
Delicias. Demasiado temprano, todavía hará calor. Nos van a presentar a unas
niñas y el presentimiento de esta ampliación de pandilla vendrá a condicionar
el discurrir de este verano. Soy poco atrevido y poco dado a los cambios.
Prefiero la certeza de lo conseguido, la comodidad de lo alcanzado. Veremos si mis
recelos no se materializan.
Continuará.
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