Aquel
era nuestro mundo. El universo el resto de la ciudad. Nos parecía todo lejano y
extraordinario. Las distancias se magnificaban cuando decidíamos ir a la playa,
a pasar el domingo. Excursiones a la Higuerita que parecían viajes
transatlánticos. El autobús aparecía en la explanada, premioso con las primeras
luces del día, y se removían las inquietudes, se serenaban las ansias. Familias
enteras con sus atavíos playeros ansiosos por acceder a su habitáculo, con
tomar posesión de aquel espacio que le proporcionaba un billete a la ilusión. Y
entonces, acoplado los utensilios y menajes en el compartimento para equipajes,
en este caso repleto de neveras, sombrillas, bolsos que difícilmente podían
mantener el equilibrio, dimensionados sus espacios por fiambreras con tortilla,
filetes empanados y aliños diversos, rugía el motor y el vehículo pesadamente
iniciaba la ruta que nos llevaría a las orillas del mar. Antes, por supuesto,
se paraba en una venta de carretera donde se desayunaba. Siempre era la misma,
por los menos en aquellas excursiones que organizaba Emilio Pozuelos. Apenas
una hora de camino, de trasiego, de postes de teléfono y luz pasando velozmente
por las ventanillas, y de alguna que otra copla o fandango, que siempre había
alguien que se lanzaba con la intención de amenizar el viaje, y el autobús se
desviaba, en la travesía del pueblo, bufando mientras aminoraba desproporcionadamente
la velocidad, para situarse en el amplio acceso, preparado para aquellos
menesteres del avituallamiento viajero, que recibía a los fatigados
excursionistas.
Habíamos
quedado en la misma explanada donde recibimos nuestro bautizo como ávidos y
valientes defensores de las libertades, apenas unos días antes y que terminó
como el rosario de la aurora. Decidimos repartirnos la preparación de las
viandas con el firme propósito de no tener que engolliparnos con bocadillos de tortilla
o de filetes empanados. Bien que lo dispusimos en las jornadas anteriores al
viaje. José Manuel Vázquez, que era algo mayor que nosotros, y se encontraba
realizando el servicio militar en el acuartelamiento de Intendencia en la
Puerta de la Carne, gracias a los tejemanejes que había realizado su padre para
la obtención de un destino tan cercano como beneficioso, propuso reunir entre
todos una cantidad, comprar los alimentos y bebidas y así no había pábulo para
la reiterancia alimenticia, para el error. Incluso Alonso llegó a plantear,
como efectiva solución al dilema, comer en uno de los chiringuitos que se
situaban casi a pie de playa. Ambos podían permitirse aquellos lujos porque
trabajaban y podían disponer de una retribución económica fija que les
posicionaba en situación de privilegio frente a los que estudiábamos y no
teníamos más ingresos que la asignación semanal de nuestros padres. Sus
propuestas quedaron desestimadas de inmediato pues no disponíamos de efectivo suficiente
para sufragar el viaje, llevar alguna cantidad para imprevistos, siempre escasa
y que en caso de contingencia, se suplementaba con la solidaridad del resto
de grupo. Así decidimos que si cada uno
llevaba unas viandas distintas podríamos compartirlas y regalarnos un menú
variado. La cerveza a discreción pues llevaríamos tres neveras, cuyo hielo en
barra adquirimos aquella misma mañana, en la fábrica de hielo de la calle Sor
Ángela de la Cruz, número suficiente para poder refrescarnos el gaznate con sobrada
hartura.
Siete
tortilla de papas, eso sí de calibres distintos y algunas aderezadas con
cebollas, siete fiambreras de pimientos fritos y dos tabletas de chocolate, que
aportaba yo como refuerzo edulcorante al menú. Variedad gastronómica. Tal vez
todos llegamos a pensar lo mismo, a elucubrar con razonamientos egoístas, y
dejamos en manos de nuestras respectivas madres la composición de la dieta para
la jornada playera, decisión en la que por supuesto no iban a complicarse
demasiado. Luego vinieron las alusiones al yo pensé que tú… yo iba a traer gazpacho pero creí que nadie iba a
proporcionar tortilla… esto ya lo sabía yo, terminó diciendo José Manuel. Pero
lo peor vendría cuando nos percatamos, en el apeadero de la venta, cuando
descendimos del autobús para desayunar, que no habíamos reparado en traernos
una sombrilla, ni una mesita de esas que se pliegan, ni unas sillas donde poder
sentarnos a tomar el refrigerio. En fin, la intendencia que dejó mucho que
desear. Nos habíamos propuesto pasar un buen día de playa y no nos íbamos a
fastidiar la jornada por pequeñeces. Hasta nos reímos, cuando aludiendo a
nuestros olvidos, una de las pasajeras nos advirtió sobre la posibilidad de
achicharrarnos vivos. ¡Vamos hombre! Con nuestra edad lo aguantamos todo.
Como
habíamos salido casi al amanecer, a la Higuerita llegamos muy temprano. Aquella
marea baja permitió instalarnos en la zona húmeda, endurecida por las aguas
marinas durante la noche y ahora retiradas por la baja mar. Sobre una alfombra
de toallas dejamos los enseres y las tortillas. Nos quitamos la camiseta y
corrimos hacia la orilla con el fin de lanzarnos a las turbulencias de las
pequeñas olas que laminaban la tierra. No debió calcular bien la profundidad ni
el retroceso natural del mar. Con toda su energía, con todas las ansias por
desprenderse del calor, Alonso emuló a Tarzán y se lanzó al agua. El porrazo
fue para haberse matado. Allí quedo, estampado y en silencio, sólo roto por
aquel gemido que nos llegó lejano, como de los mismos confines de lo profundo
del océano. Gracias a Dios el disgusto quedó en el susto, en unas magulladuras y
una hinchazón de la barbilla, que fue creciendo conforme el día avanzaba. Repuestos
de la angustia, rompimos a reír en carcajadas, mientras el pobre Alonso,
aturdido y sorprendido por el glorioso golpe, no sabía sumarse a nuestras
risotadas o asirnos por el cuello ante aquel comportamiento tan inadecuado.
Al
mediodía, el sol comenzó a tomar posición en el cenit del cielo para desatar su
poder calorífico, que procurábamos sofocar con constantes baños, sin tener la
suficiente prudencia de secarnos con las
toallas. Preferíamos hacerlo de la manera menos adecuada. Tendiéndonos al sol
sobre nuestras toallas.
A
media tarde, decidimos enterrar de pié, que ya son ganas de excavar, a Alonso
que se había ofrecido voluntario para este curioso menester. Tras casi una hora
horadando el terreno, varios niños se habían acercado curiosos para contemplar
la abnegada labor que estábamos realizando, y cuando calculamos que parte del
cuerpo de nuestro amigo se podía introducir en el hoyo, de rodillas eso sí, le
metimos y empezamos a cubrirle. Allí le dejamos.
José
María recordó el miedo que pasó, días antes en aquella manifestación. Y con sus
palabras comenzamos un debate sobre la actualidad política y que, derivando y
degenerando, terminó con la polémica futbolística sobre los equipos sevillanos.
Tan ensalzados comentarios nos llevaron al olvido de nuestro querido amigo, de
Alonso al que habíamos dejado sepultado y a merced de las condiciones
climatológicas.
Fue
el alboroto y algunos gritos de estupor lo que nos hizo recuperar el tiempo y
la noción de la realidad. Unos hombres luchaban denodadamente por extraer la
tierra que lo había dejado inmovilizado, solo con la cabeza al aire, con el rostro
congestionado por el calor y rojo como un verdadero centollo. Corrimos como
posesos y nos sumamos a las tareas para sacar la tierra y liberar a nuestro
amigo, que ya comenzaba a escupir agua por la subida natural de la marea,
mientras agotaba sus limitadas fuerzas intentado maldecirnos por nuestro
olvido. Rescatado al fin, liberado de aquella opresión ingente que al poco le
cuesta la vida, Alonso como un endemoniado hacía donde teníamos las neveras, se
abalanzó sobre ellas y de un tirón de bebió dos botellines casi sin respirar.
Luego nos miró y soltó una carcajada que no supimos muy bien cómo interpretar,
dada la brusquedad de sus acciones.
En
el autobús, ya de regreso, achicharrados como brasas, molestos con las
quemaduras que esparcían por nuestras espaldas, principalmente, tuvimos que
soportar los mordaces comentarios de la señora que nos advirtió sobre la
posibilidad de quemarnos. No paramos en ningún sitio y la noche comenzaba a
tender sus oscuridades, sorteando el cárdeno horizonte que íbamos dejando atrás,
cuando vislumbramos loas luces de la ciudad desde la cuesta de Castilleja.
Emilio Pozuelos había realizado una rifa, para complementar sus ganancias supongo,
entre los excursionistas. Una paletilla ibérica que le tocó a Alonso. El rigor
de las desdichas y las fatalidades de aquel domingo playero se compensaba con aquella gracia de la suerte.
Aquella
noche casi no pudimos dormir. Los excesos que nos conferíamos al amparo de la
juventud y su vitalidad inherente comenzaban recordársenos en forma de
quemaduras, aunque yo no dejé de reír hasta bien entrada la madrugada
acordándome de las desventuras del pobre Alonso. Y supe, poco después, que a él
le sucedió lo mismo.
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