
Los
añorados guateques comenzaron a intentar reproducir los escenarios, los lugares
y la decoración de la discoteca Odisea 2001, que así se llamaba el salón de
bailes del barrio latino de Nueva York, que por cierto existe de verdad y sigue
siendo centro de atención y peregrinación de los nostálgicos de la década
prodigiosa, en la que se recuperaron musicales esplendorosos y que habitan
todavía en nuestra memoria.
En
las siestas del verano, en aquel mes de julio insufrible, cuando la paz y el
sosiego se apoderan de las horas centrales del día, coincidiendo con el
esplendor del reinado del calor y el canto monocorde y atosigante de las
chicharras perforando la serenidad, certificando que el sopor es dueño del
ambiente, y los lugares sombríos de las casas se convierten en remansos y
refugios donde se habilita el descanso, donde se reposa y se aparta la pesadez
de la incandescencia que es vertida sobre los solares y las calles, poníamos el
viejo picú y oíamos las novedades que fueron en la juventud de nuestros padres.
Todavía recuerdo los viejos éxitos de los Brincos, o las amorosos y bellos
boleros de los Panchos o los dramas melosos de don Antonio Machín, que vivía en
mi misma calle, en una casa que hacía esquina con la Avenida y que en nuestra
niñez, apenas unos años antes, veíamos cruzar la carretera altivo y radiante
para entrar en aquel fabuloso coche que le llevaría a otra ciudad, tal vez,
para ofrecer un recital, y nosotros perseguíamos calle arriba hasta que la
inercia y la velocidad del vehículo sonando trémulos en el altavoz del viejo
equipo de música. Las horas vespertinas transcurrían entre Madrecita, del
cantante cubano, y Si yo tuviera una escoba, de los Brincos e incluso, como
paradigma de modernidad, Lolita del Dúo Dinámico.
En
aquel verano oí toda la música de los años sesenta, las canciones con las que
bailaban mis primas en sus guateques, en las que conocieron el amor y el deseo
con canciones de intérpretes italianos. Aquel legado discográfico de mis primas
me fue introduciendo en las artes de la música y un día advertí que emocionaba
oyendo la sinfonía del nuevo mundo, con la ópera Carmen o con el Requiem de
Mozart; que el Carbonerillo erizaba mis vellos con sus fandangos, que las
coplas de Pepe Pinto, a las que solía
acompañar un recitado, elevaban mi emoción a límites insospechados o que Dª
Juana Reina o Marifé de Triana exultaban mis emociones con aquellas canciones
de Quintero, León y Quiroga, que eran como operetas, extraídas vivencias de la
misma vida. Así lo mismo escuchaba los éxitos del momento como oía a José
Guardiola melando mi sangre. Esto último intentaba ocultarlo ante mis amigos no
fuera ser que me vieran como un ser extraño, inapropiado y retrógrado cuando lo
primaba era la canción protesta, el moderno ondear de banderas que reclamaban
libertad y justicia. Clara que a mí también me gustaban Joan Manuel Serrat,
Carlos Cano o Víctor Manuel, cuando todavía no había sido vencido por sus
ansias mercantilistas y por su denodada e interesada lucha en favor de los
derechos de los autores, que siempre han beneficiado, principalmente a los
mismos.
Era
viernes y la canícula se había cebado cruelmente con esta ciudad. Las calles
aun rezumaban vapores que se elevaban al cielo cuando los vecinos y
comerciantes regaban las puertas de sus casas y establecimientos, en un intento
por repeler y desprenderse de aquella sensación de ahogo que les mortificaba.
Comenzaba a recuperarse la vida y el desierto paraje que unas horas antes tamizaba
la visión tomaba un cariz humanizado por la presencia de los vecinos. En las
aceras se incrementaba el tránsito con los primeros paseantes, con quienes
huían de sus hogares, hartos de ventiladores que removían el calor y convertían
las estancias en hornos al centrifugar el viciado aire, para buscar un alivio
en la terraza de Baturrones o en la Pastora. Éstos eran los lugares de veraneo
para quienes no podíamos concertar un mes de vacaciones en la playa de Chipiona
o la Higuerita, vulgo Matalascañas, donde sí acudíamos en las excursiones
dominicales que organizaba Emilio Pozuelos, y que servían para amortiguar la
pesadumbre que los poseía cuando veían las nuevas tendencias vacacionales en
los tráilers del NODO o en los reportajes que se emitían en la televisión.
Veraneantes de un día con sombrillas, tortillas y filetes empanados.
Resurgía
la vida conforme las calles iban anegándose de sombras, desprendiéndolas del
vértigo del calor, desmembrando las retículas dilatadas de los terrizos de las
aceras. Una sinfonía vertebrada de persianas recogiéndose ponía banda sonora a
la escena del atardecer. Los más viejos residentes aún mantenían la costumbre
de sacar una silla a la puerta y reconfortar sus maltrechos cuerpos, ahítos del
descanso necesario, con las escasas brisas que descendían desde el promontorio
donde se ubicaba el colegio del Moro, recorriendo la avenida, y comentaban el
fresquito que corría y qué alivio para el cuerpo. Y siempre guardando la
esperanza de poder conciliar el sueño aquella noche.
En
la puerta del cine Delicias ya estaban todos cuando llegué. Exculpé mi demora
con un subterfugio insignificante e insulso. Ni yo mismo me convencí, pero
nadie solía enfadarse por los atrasos, excepto José María, que ceñía el
entrecejo advirtiendo con aquel gesto su constante disconformidad con la
impuntualidad. Antonio e Isidoro –que eran hermanos- Alonso, Luismi, Juanlu y
José Manuel –que también eran hermanos-, Octavio, José María y yo. El elenco
completo. Todos camino del Burladero. Nunca supimos de aquel paso previo al
abordaje del bar. Podíamos quedar directamente en el local pero tal vez
sentíamos la necesidad de conjugar nuestros propósitos antes de dirigirnos a
él, de mantener unos momentos de confidencialidad y posponer al arbitrio
público algunas cuestiones que sólo debíamos conocer nosotros. En aquel
vestíbulo columnado, atrium senatus para nosotros, que servía de vía de
evacuación del local cinematográfico dirimíamos cuestiones de la importancia
sobre dónde acudir en la tarde del sábado, si al centro o nos desperdigábamos
por la ambrosía urbanística de Triana, que siempre hay un bar que descubrir,
que disfrutar, mientras practicábamos el noble ejercicio del paseo. Pero
aquella tarde nos deparaba un sorpresa, algo nuevo. José Manuel había
convencido a su padre para que les dejara organizar una fiesta en la azotea de
su casa. Una fiesta que debíamos nosotros preparar y después recoger y dejar la
estancia al aire libre, tal y como la encontráramos. La alegría con la que
presentó la propuesta José Manuel fue inmediatamente frustrada por la
inmediatez y la contundencia con la que Alonso respondió. La verdad es que
fundamentos y razones no le faltaban. Había que buscar niñas, porque un
guateque sin la presencia de féminas carecía de gracia, le faltaría esencia.
Había que buscar, como si fuera hubiera sido tan fácil y estuvieran dispuestas
y esperándonos en un saco de legumbres de la tienda de comestibles de Lorenzo
para que las cogiéramos cuando las necesitáramos. Así, aquella tarde de
viernes, en la terraza del Burladero, empezamos a preparar la primera fiesta
con esa denominación, apartando el término guateque, porque dejábamos a un lado
el tiempo de las melifluas interpretaciones de los grupos españoles e
internacionalizamos la celebración, con la introducción de un pincha discos, el
propio José Manuel, que había conseguido el Lp de los Bee Gees “Saturday
Night Fever” banda sonora de la
película del mismo nombre, en inglés, con el tema principal Stayin Alive. Ya nos veíamos todos como
Tony Manero y encandilando a las niñas con nuestros sinuosos movimientos. Acabábamos
de entrar en la era disco y el hito se desarrollaría en una azotea de la
Trinidad.
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