
Va cayendo la tarde y el sol va meciendo su luz en la cuna del horizonte. Hay resplandores nuevos asomando a las copas de los árboles, luces menguadas en su intensidad que adormecen la paleta de colores de las hojas, que siguen reluciendo porque aún tienen visión del astro rey y guiñan su verdor desvaído para despedirle. Hay un polverío que viene anunciando la llegada, un levitar de partículas que guardan secretos de conversaciones, sonidos de rezos de los que sólo ellos han sido testigos. Esta suspensión opaca, este densar el aire con policromía de foto antigua, de placa sepia que nació de la locura de un artista, es el adelanto del cansancio que viene reflejándose en las veredas, en los senderos donde se duermen los verdes, donde se transmutan los dorados, donde las espigas se elevan afanosas, desafiando orgullosas, el zafio calor de la media mañana, el aire solano de tarde que las bambolea y alisa sus tierras.
Va cayendo la tarde y llega el rumor dulce, lejano, como la memoria que se planta de nuevo para refrescar los olvidos, de una flauta y un tamboril, confundidos con un murmullo que va avanzando, que va quitando metros de en medio para ir dejando atrás el ansia fresca de la salida, cuando todo es trecho por recorres y lejanía, que va conquistando espacios hasta definirse en alegría, en jovialidad, en regocijo, en dicha y felicidad, porque los pasos van venciendo las distancias, acortando las esperas, acercando el encuentro. No se divisa más que cielo y campo y ya salta el alma de alegría. No se oye más que el propio respirar y el corazón ya brinca por el presagio de un alumbramiento de emociones, de sensaciones viejas como cordones antiguos colgados en pechos nobles, cuando se presente a la vista el blancor de unos muros que retienen el gozo de la devoción. No hay más tronar que el chirrío seco de la rueda de la carreta y ya se adivinan los salmos que se pronuncian el abedul y los pinos que franquean la entrada a la aldea.
Va cayendo la tarde mientras las luces se disgregan por los campos, recogiéndose en las marismas, solapándose en las profundidades de las veredas que llevan hasta el mismo horizonte, al lugar donde se confunden cielo y agua para conformar el sueño, para convertir en realidad la quimera del encuentro de la Madre de Dios con sus hijos. Se sestea cuando la carreta se para, cuando el tintineo de la fuerza bruta y sencilla que la arrastra vaya diluyéndose en el aire y conforme el pregón que anuncie el reposo, la recuperación de la paz, la instauración del sosiego para disfrutar del pan compartido, para salpicar la sed con el agua que la venza y humille.
Se fue la tarde, se convirtió en oscuridad, en centelleos en el cielo que parpadea en azogues y mercurios. El resplandor de una hoguera concita el contubernio para aligerar penas, para redimir cansancios, para acercarse a la pequeña imagen que hace engrandecer la condición del hombre, que lo hace aventurarse a las profundidades del amor, a descubrir esa teología que se presentó cuando el verdor del campo se vio sorprendido por la timidez de una margarita sobresaliendo se la brizna de hierba y dar por hecho que esta pequeñez de hermosura sin igual solo pudo concebirse en la grandeza de Dios, que fue capaz de transformar el Verbo en Carne, y hacerse niño para pastorear en las hermosas marismas, para presentarse a los hombres acunándose en el vientre de su Madre. Tan solo Dios pudo alegrar la vida del hombre con tan poco, y concentrar tanta grandeza, tanto esplendor, tanta demostración de entrega en tan nimia expresión, en tan pequeña acepción de vida. Sólo una gota, pugnando al amanecer para mostrarse, fue capaz de retener la concepción del mayor esplendor. Sólo cinco letras para conferir al corazón en la prisión del amor. Solo pronunciar Rocío y se presenta la Madre de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario