
No entiendo cómo podemos ocluir la inteligencia a la verdad, cómo no somos capaces de discernir qué es bueno o malo, dónde se define la frontera que separe la opinión del insulto, o simplemente donde termina nuestra libertad para no ofender ni maltratar la dignidad de los individuos.
No pertenezco a ninguna familia con tradición nobiliaria, ni por mis venas corre sangre de linajes aristocráticos, entiéndase estos términos como títulos que honran y otorgan los hombres, que conozco a muchos que no han adquirido estas noblezas en la cuna, pero se las han ganado a pulso con sus comportamientos diarios y cotidianos, con su señorío y saber estar, y que ya quisieran muchos de las estirpes más prestigiosas haber podido adquirir con sus fortunas. Mi única grandeza viene a través de mis orígenes. Mi abuelo paterno fue republicano de derechas, asesinado por anarquistas extraños a esta ciudad, en la calle Cardenal Spínola, porque tenía dos panaderías. Mi abuelo materno fue dueño de todo el universo que florecía en su figurada bohemia, constructor de sueños para niños pobres de épocas pobres, y sus territorios mantenían fronteras desde la muralla a la plaza del Pumarejo, donde solía acuartelarse en Casa Umbrete o Mariano, y cuyo valor más preciado fue un beso en el candor de la mano que se ofreció por primera vez en San Gil para extender su dicha a todo el orbe católico.
Mis grandes honores provienen de las enseñanzas de mis padres, de la educación que me han podido procurar y del poco o mucho provecho que yo haya podido extraer de la misma. Mi escudo de armas se imprime cada madrugada del viernes santo en el popular esplendor de un merino y refulge sus dorados atributos en el verdor de un terciopelo, donde se refleja el espíritu de mi gente de la Macarena, donde se resabian las ojerizas visiones de algunos porque en ellos se retiene la mirada de un cordero Sentenciado y el entrecejo donde cabe todo el dogma de la Esperanza. Esa ha sido mi mejor y preciada herencia. Y no me cuesta prendas hacerlo público.
Siempre procuro ser ecuánime en mis dictámenes, ser prudente y preciso. Prefiero oír a teorizar sobre cosas que no conozco, aunque mi curiosidad innata me lleve a escarbar en su conocimiento. Por eso callo, porque las palabras suelen esclavizar con su indebido pronunciamiento, adiestramiento sentimental en cuyo lance he perdido algunas batallas y las heridas recibidas me han enseñado a no divagar cuando no es preciso. Guardo algunas cicatrices por ello. Suelo equivocarme más veces de las convenientes, como todo ser humano, pero procuro saber resarcir los males que pudiera provocar. No me cuesta pedir perdón y suelo aceptar, con demasiada facilidad, los que me llegan. Me gusta escribir y me apasiona la lectura, cualquier lectura.
Conforme la edad ha ido serrando el tronco de mi existencia, esa sierra que va conformando un cauce por donde fluyen los más preciosos y precisos sentimientos, he aprendido y aceptado la dureza con la que se muestra la vida, he admitido algún que otro desengaño y no he intentado desvincularme del dolor porque curte y alecciona.
Sin embargo hoy, poco antes de enfrentarme a la dureza del blancor del papel virtual que se muestra en la pantalla del ordenador, se me ha desfondado el alma. Alguien, visitándome en mi trabajo, ha sabido de mi condición macarena, de mi pertenencia a la Junta de Gobierno de esta Hermandad que tanto me ha dado, a la que tanto debo, y se ha extrañado por ello, por mi condición humilde, por mi procedencia sencilla. Por lo visto, para servir al Señor, a la Virgen desde el gobierno de la cofradía, hay que pertenecer a la más alta alcurnia de esta Sevilla nuestra, ignorando que para prestar servicio basta con ser macareno, que es la más alta y selecta distinción con la que Dios pudo dotar, en el mismo momento de la concepción de la vida, a quienes se desviven en dar mayor gloria al Cristo Sentenciado, y la Virgen de la Esperanza, verdadera Madre de Dios.
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