Esta es la ventana a la que me asomo cada día. Este es el alfeizar donde me apoyo para ver la ciudad, para disfrutarla, para sentirla, para amarla. Este es mi mirador desde el que pongo mi voz para destacar mis opiniones sobre los problemas de esta Sevilla nuestra

viernes, 3 de junio de 2011

LA MALA EDUCACIÓN


La situación bien podría haber salido de una escena de una película de Luis García Berlanga, ésas que tan bien describían el transcurrir diario de la vida de los ciudadanos de este país, muchos vencidos por una guerra que les había destrozado las ilusiones, donde se rompía la monotonía con contextos que rozaban lo esperpéntico, desnaturalizando la atonía que imponía el régimen mediados los años cincuenta y principios de los sesenta. Si Rafael Azcona, guionista excelente y magnífico escritor, hubiera planificado estas secuencias en Plácido, y las hubiera planteado al cineasta valenciano, para que las incluyera en esta cinta -que fue nominada al Óscar en 1961,como mejor película extranjera- sin duda alguna habría tratado de iluso al escritor por considerarla demasiado extravagante, sumamente esperpéntica.
Pongámonos en situación. Acaba de empezar el día. Las primeras luces inician un progresivo avance por las fachadas de los edificios, aunque todavía se resisten las sombras a marcharse. Comienza a hacer calor minimizado por una brisa que conforta. La puerta del bar se abre. El panorama no puede ser más desolador. Si no fuera por las potentes luces, que dotan a la estancia de una claridad admirable que permite distinguir los espacios del local, podría asemejarse a una estancia de hospital. El empleado, de espaldas a la puerta, mantiene un soliloquio con la máquina de café, le bisbisea algo, como si le hablara al oído, como si aquel engendrito mecánico estuviese dotado de vida propia y fuera a responderle, o actuar como su interlocutor le indicaba. Al fondo, casi atrincherado en la barra, un cliente bosteza y mantiene en vilo un periódico, al que pasa cansinamente las hojas, maniobras propias para mantenerse despierto, sin ningún interés por la información que se proyecta en el blancor de papel. Hay otro que sorbe un café, sentado en una de las sillas, que se han dispuesto en el salón, en torno a unas mesas con tapetes de mármol, y fuma desobedeciendo las normas que impone un gobierno con el que quizás no comulgue, o dejó de hacerlo cuando lo enviaron a la calle a tomarse la tizana que le devuelve la sensación de lucidez. Se muestra despreocupado, quizás porque la hora intempestiva no procura una asistencia masiva al bar, o porque la indiferencia del empleado, por su onerosa actitud, le incita a esta provocación hacia incumplimiento de la ley. Quién sabe si es un desafío a quienes ayer le recriminaron esta misma falta de consideración.
Con este panorama, con esta disposición escénica, entró nuestro amigo en el local y como hombre educado y respetuoso, como hombre formado, lanzó aquellas dos palabras que enseguida fueron repelidas por el más absoluto de los silencios. Allí no se movió nada ni nadie. La respuesta a sus buenos días tuvo como respuesta la callada. Miró su reloj y vio que era temprano. Tal vez, su timidez y el apocamiento en sus apreciaciones, su moderación en el lenguaje y el tono de su voz, se había diluido en la espesura del ambiente. Así que repitió el saludo, con la modulación vocal algo más elevada, como advirtiendo de su presencia en el salón. Esta vez, el empleado pareció reaccionar y ladeando la cabeza, con desdén y mala gana, escrutó de arriba abajo a aquel ser había roto su “instante de meditación” para volver enseguida a posar su visión en la máquina, sin decir ni una palabra. Los otros actores no variaron ni un ápice sus posturas.
Viendo la repelencia e ignorancia que mostraban, nuestro amigo comenzó a simular el lenguaje manual de los mudos y entonces centraron su visión en el hombre que hacia aquellos extraños aspavientos. Eso si, sin mover la comisura de sus labios. Indignado por aquella falta inaudita de educación lanzó la onomatopeya con la que se arreaba a los mulos y caballos, esa espacie de chasquido que simula el croar de la rana y que motiva y activa los impulsos animales consiguiendo su desplazamiento. Y la reacción fue inmediata. Los tres se sintieron ofendidos y mostraron gestos de agresividad hacia él. Entonces dijo: ya me extrañaba a mí que no contestasen a mi educado saludo. Los animales no hablan. Y tras esto salió del bar dejando atrás una reata de improperios e insultos. El bar tiene fama de servir el mejor café del barrio. Lo que no proporciona, ni hay intención de ofrecer, es educación.

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