Esta es la ventana a la que me asomo cada día. Este es el alfeizar donde me apoyo para ver la ciudad, para disfrutarla, para sentirla, para amarla. Este es mi mirador desde el que pongo mi voz para destacar mis opiniones sobre los problemas de esta Sevilla nuestra

sábado, 4 de junio de 2011

HISTORIAS DE LA MACARENA


En el barrio macareno los vecinos alertaban a la Policía Armada. La ausencia de uno de ellos y el mal olor que provenía de las habitaciones que ocupaba el desaparecido motivaba el desasosiego y la ansiedad de quienes compartían diariamente alegrías y preocupaciones.
La actuación de los agentes confirmó el mal presagio. El pobre hombre había fallecido hacía ya varios días. Sólo el desvelo de sus más próximos vecinos hizo posible el hallazgo, quienes comunicaron al juez que aquel hombre pertenecía a la Hermandad de la Macarena y que en numerosas ocasiones había referido su deseo de ser amortajado con su hábito penitencial cuando la muerte le sorprendiese.
Así pues, avisada la Hermandad del triste acontecimiento se presentaron a los pocos minutos dos señores que se identificaron como miembros de la Corporación Macarena que se prestaron para amortajar aquel pobre hombre, como fue su deseo.
Testigo de aquella sencilla, pero excepcional labor cristiana, fueron los agentes de la policía que acudieron a la llamada de los vecinos. Especialmente impresionado se mostró D. José María Baldán Molina, uno de los policías. Este jiennense, natural de Úbeda, destinado en Sevilla, comenzó a interesarse por la vida interna de la Hermandad. Visitaba frecuentemente la parroquia de San Gil y después la Basílica donde Ella se encuentra, en sus advocaciones de Esperanza y Rosario, junto a Nuestro Padre Jesús de la Sentencia. Asistía, siempre que sus ocupaciones laborales se lo permitían, a los actos y cultos que la Hermandad preparaba, reconvirtiendo aquella inicial curiosidad en profunda devoción por sus Titulares.
Así pues, supo que la Escuadra de Gastadores, por aquel entonces, de la Policía Armada, escoltaba a los pasos durante la Estación de Penitencia, en la Madrugada del Viernes Santo. José María pidió el ingreso en aquel conjunto de hombres que rendía honores protocolarios a las más diversas instituciones militares y civiles de la época, tan solo por estar cerca de Ella en la Madrugada Santa de Sevilla. Acudía a la Basílica en las primeras horas de la noche del Jueves Santo, atraído por el ambiente de recogimiento y fervor de los Hermanos de la Macarena, sobrecogido por tanto amor hacia la Madre de Dios y por aquellos tres golpes secos que irrumpían de improviso entre las oraciones que se elevaban por las naves basilicales y cinco nazarenos esbeltos postrando su ruán ante los pasos, ya preparados para la salida, y ofreciendo sus rezos antes de solicitar la Venia con la que la Hermandad del Gran Poder puede preceder a la de la Macarena en la carrera oficial.
Luego venía la eclosión de la salida, el gentío apelmazado para poder disfrutar sólo de unos momentos de gloria, el discurrir por las calles del barrio, desembocar en la plaza de la Campana, donde todo sentimiento se eclipsa tan solo con su presencia, el tránsito solemne por los palcos, la música envolviéndolo todo, la entrada en la Catedral, la presentación del paso ante el Santísimo Sacramento expuesto en el monumental túmulo plateado, la explosión de alegría, disuelto el silencio del interior de la Seo en los ojos que despiertan a la vida, el reencuentro de la Virgen y el pueblo que ya la acompañaba hasta la misma entrada.
Se debilita la memoria de José María. Son muchos años ya, casi ochenta. Le cuesta recordar algunas cosas. Pero la de la Virgen, la de aquella mañana del Viernes Santo de 1954 se ha grabado en su interior a fuego. No necesita esforzarse para retrotraerse en el tiempo, en el espacio. Las dificultades propias de su edad se diluyen en un chisporroteo de sus ojos y en una leve sonrisa que proviene de la satisfacción nacida en el alma. Habían llegado a la calle Feria. Atrás quedaron los primeros rayos de sol sorprendiéndose con el contacto de aquella cara virginal que provocaba el entusiasmo entre quienes la observaban. El gentío en torno a Ella hacía casi imposible el caminar del paso. Con dificultad se acometían las “chicotás”. Cada vez resultaba más difícil continuar la estación de penitencia. Entonces decidió José María ayudar, a su modo, en aquella lid de aclamaciones, oraciones y lágrimas. Había ido oyendo toda la noche al capataz, cómo se dirigía a su gente, una especie de lenguaje, una extraña germanía, que era fielmente interpretada por aquellos esforzados hombres que portaban a la Madre de Dios. Si funcionaba con ellos, pensó, por qué no habría de cumplir la misma misión con aquel gentío devoto que se postraba en la delantera del paso. Así que, situándose por delante del capataz, se dirigió a los presentes, grito en voz a aquel aluvión de amor que presidía a la Virgen de la Macarena. “Más paso quiero, Hermanos. Vamos con Ella”. El tropel se comprometió con él y al son de su voz fue guiando aquel caudal humano por las calles del barrio. Hubo quien gritó “viva el guardia”, mientras atrás fueron quedando Parras, Torrigiano, Esperanza, Don Fadrique, y el Arco, hasta que la Virgen de la Esperanza Macarena quedó a las puertas de Basílica. En el mismo pórtico del templo recibió el abrazo de un nazareno, que resultó ser el Hermano Mayor, quien le felicitó por su extraordinaria labor, preguntándole acto seguido, sí era Hermano. La respuesta debió parecerle algo lacónica al máximo dirigente de la Hermandad, pues al responder que no, pero que sentía una gran devoción por la Virgen de la Macarena, aquel le dijo que desde aquel preciso momento pasaba a tener la consideración de Hermano Honorífico de la Hermandad. José María respiró hondo y a sus labios afloró una sonrisa, pero aseveró que el servicio lo había prestado toda la escuadra y no sólo él.
Entró la cofradía. La desolación se apoderó de la calle, allende la verja pone límites para la emoción. Los Hermanos iban desalojando la Basílica cuando ellos fueron requeridos y les hicieron pasar a una pequeña sala donde, entre otras personalidades, se encontraban el Hermano Mayor, D. Francisco Bohórquez Vecina y el general D. Eduardo Sáez de Buruaga y Polanco, quien los felicitó efusivamente tras comunicarles que desde ese momento aquella escuadra de gastadores figuraría en la Hermandad como Hermanos Honoríficos.
Vinieron luego las lágrimas, la emoción del abrazo con su esposa, que fue testigo de cuanto acaeció, el sosiego del recuerdo, del tiempo vivido, de la visita diaria a la Basílica, hasta que fue destinado en 1960 a Linares. Nunca olvidó esta ciudad, ni se ha podido desprender jamás de aquellas sensaciones en la mañana de un Viernes Santo. Cada vez que podía retornaba a Sevilla, a ver a la Virgen de la Esperanza. En una de aquellas visitas, coincidiendo con la Función con la que culmina el Solemne Septenario, le hicieron entrega de una fotografía con una reliquia de la Virgen, que aún hoy desvaída, desprendida de su color primigenio, permanece con él como el mejor de sus tesoros.
Se levanta con dificultad. Las piernas apenas pueden sostener la debilidad de su cuerpo. Necesita ser ayudado por su hijo. Mira hacia atrás y me devuelve la sonrisa. Ignoro qué ha pasado por su mente. Tal vez la luminosidad de una mañana de Viernes Santo, cincuenta años de más, cuando la Virgen quiso que fuera su guía por las calles de Sevilla

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