Esta es la ventana a la que me asomo cada día. Este es el alfeizar donde me apoyo para ver la ciudad, para disfrutarla, para sentirla, para amarla. Este es mi mirador desde el que pongo mi voz para destacar mis opiniones sobre los problemas de esta Sevilla nuestra

jueves, 30 de junio de 2011

EL CIELO DE SEVILLA


¿Hay mejores cielos que los de esta Sevilla en verano? ¿Hay algún azul mejor que el de las mañanas de julio, cuando todavía se prenden de los azulejos de la espadaña de Santa Paula el leve frescor de la amanecida y una sinfonía de cantos de pájaros va envolviendo la arcada de la clausura? ¿Hay algún presentimiento más hermoso que la sombra de la calle descubriendo el caminar sereno del primer transeúnte que va buscando su ocio en la serenidad de la plaza de Santa Isabel? Es esta ciudad recién despertada, bostezando su quietud todavía y desprendiéndose del silencio, la que embauca los sentidos.
Es la primera luz de la mañana recorriendo las fachadas la que nos embarga la emoción, la que nos trae certeza de la vida que se renueva, de las ilusiones que toman cuerpo en la amorosa labor que se esconde tras los gruesos muros del convento de Santa Isabel, donde se dan puntadas y se recompone el atuendo de una Virgen, el terciopelo del capelo que lucirá una imagen secundaria en la tarde de un Viernes Santo, anunciado por el dolor de un muñidor. Es el trabajo recogido en la trascendencia de la oración y la plegaria, labor al servicio de Dios para bien de los hombres.
Quién escucha el tañer de las campanas de San Marcos llamando a la primera misa está profundizando en el misticismo de las órdenes religiosas que rodean el templo, de la quietud que se ordena en los espacios religiosos por dónde camina la meditación bajo los hábitos que enfundan las mujeres que se entregan al Esposo por amor de amores. ¿No ves cómo se va filtrando el silencio por los muros que separa el convento del Pasaje Mallol –frontera que separa lo humano de lo divino- y va impregnándose en el ladrillo y se diluye en el asfalto que vas pisando? ¿No ves cómo va fundiéndose la calma con el tintineo, metódico y melódico, de un tas en los corralones donde se factura y fractura el más noble metal hasta reconvertirlo en joya para acoger al Señor que se inmola en la eucaristía?
Es éste sosiego que acampa en el espíritu el que va venciendo las prisas, el que va agriando las ligerezas de la vida mundana que nos tiene condenados a la precipitación, al apresuramiento, a la impaciencia en la consecución de los fines, a ignorar los valores que se asoman, en forma de ciprés, que vas dejando atrás, en las aristas de las tapias para conferirnos la ansiada tranquilidad.
Conforme avanzas, conforme vas restándole metros al destino, la mañana va descubriéndote la hermosura de la rutina, la esencia de pueblo recién levantado, que aún pervive en este trazado ciudadano donde todavía es posible el guiño de un visillo, que flirtea con la brisa en la ventana de esa casa solariega que ya vive sólo en la memoria de la ciudad, en el aroma del café recién hecho que va serpenteando y salvando los recovecos hasta mezclarse en tu recuerdo, en el silbido de una olla que anuncia el fin de la cocción, en los esterones que se despliegan para evitar que el canícula avasalle la estancia donde reposa la sombra, donde se intenta aprisionar el frescor de estas primeros instantes matutinos.
No se detienen las horas pero se pausan, se demora el tiempo porque aquí sobrevive aún, en este hilván desde el que se puede contemplar todavía el curso azul del sorpresivo cielo de las primeras horas de la mañana, la quietud espiritual que floreció y tomo raigambre en los muros, en las calles, en las esquinas que delimitan las feligresías de San Macos y San Julián, los conventos de Santa Isabel y Santa Paula, un priorato de paz y sosiego donde habita el cielo más hermoso de la ciudad para encorsetar el espacio del palio de la Virgen de la Hiniesta.

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