
Pero hay tristezas que se va cociendo, que van laceran
las épocas felices y cuando nos damos ya solo podemos lamentarnos, los irrevocables
argumentos con los que se nos muestran vienen a certificar el fin de los recuerdos.
Y esta vez se ha presentado en forma de imagen, en instantánea que plasma en la
retina de la memoria, para embargos de nostalgia y hacernos dueños de la
sensación de que algo se ha marchado, algo de un tiempo de felicidad que se ha
escapado y del que no podemos ya más que mostrar nuestro más absoluto abatimiento.
Es como si nos hubieran arrebatado de improviso un trozo de nuestro pasado y lo
hubieran arrojado al vertedero del tormento. No hay nada menos gratificante,
menos alegre y alborozado, que
perder un trozo de la infancia, porque es la época más hermosa y bella, porque
es el tiempo donde caminamos desprovistos de las vestimentas del dolor y todo
es joven y fresco, aunque a veces a sólo seamos capaces de recordarlo en blanco
y negro, como las viejas películas de Charles Chaplin y Buster Keaton, y los
rostros de nuestros padres todavía no habían sido surcados por cruel arado del
dolor, los esfuerzos y las dolencias, porque brillaban las sonrisas y había
inocencia en los actos.
Cuando se formulaba la frase todo
adquiría un color diferente, no sólo las estancias parecían recuperar la
cromaticidad que había ido diluyendo con la monotonía subsidiaria de la
cadencia del tiempo, sino los substratos que forman las residuales emociones
porque aquella palabras significaban un venturoso presagio, la concreción de
una gran aventura que estaba por llegar, porque los sonidos podían quebrar la
rutina hermosa de la existencia cotidiana. Mañana vamos a Sevilla, te hacen
falta unos zapatos, y como si de una nueva e improvisada noche de Reyes se
tratara, como si un hecho tan intrascendental pudiera convertirse en sublimación
de la ilusión, nos manteníamos casi en vigilia esperando que la claridad nos
advirtiera del momento. Todo lo demás vendría vencido por el trámite del tiempo.
Dábamos una vuelta por las
callejuelas de Regina, volvíamos a Feria escrutábamos los escaparates, nos probaban
un modelo y otro, y de allí otra vez al
sector de la Encarnación que concentraba el mayor número de establecimientos de
calzado. Y siempre terminábamos en aquel reducto donde concluíamos la tournée
que tanto nos ilusionaba. En los Pequeños Suizos. Y mi madre sentenciaba, “es
que donde estén unos buenos zapatos…”, y las palabras eran el anuncio para la
dicha. Porque con nuestra caja bajo los brazos, alegres nos dirigíamos a la
calle Puente y Pellón, donde la vida era exultante en torno sus comercios, una
marea incesante que subía desde la Plaza del Pan y desembocaba en la vistosidad
de la Encarnación, donde todavía resplandecía el azul en el horizonte, para
completar la compras en la Siete Puertas o la Innovación si teníamos la dicha
de hacernos con unos pantalones vaqueros.
Los tiempos zarandearon las costumbres
e impusieron modas y muchos negocios sucumbieron a ellas. Hoy no son las modas
ni la ávida necesidad de concentrar en mayestáticos y monstruosos edificios nuestros
nuevos hábitos de consumo. Hoy la vorágine especulativa que ha convulsionado el
mundo, que ha estremecido las estructuras de la economía gracias a la famosa
globalización, la que se está llevando por delante el escaso comercio
tradicional de la ciudad que quedaba, esas reliquias que serían dignas de culto
en otras latitudes, de la misma protección que aquí se da a los linces o se
tira por los barrancos del despilfarro, y que aquí se dejan pudrir en el más
absoluto de los olvidos. Ayer vimos como un hermoso cartel anunciaba el cierre
de los Pequeños Suizos, el establecimiento donde me compraban los zapatos en mi
niñez.
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