Se ha desperezado la mañana y estira
en el horizonte el albor de la primera luz, esa que anega los corazones con
ilusiones nuevas, para desprenderse de estos fríos que se aposentan, en forma
de minúsculo rocío, en los criptogramas y helechos que pueblan y acicalan los
patios, donde la voz infantil quedó muda hace ya algunos años, donde las
marmóreas solerías guardan el rumor de pisadas, el correteo vigoroso del joven
que ahora es memoria en los suyos.
Hay un tañer de campanas que anuncian
el regreso del primer síntoma, la nostálgica sensación que parece detener el
tiempo para luego precipitarlo por la hondonada
donde se residuan los sentimientos, este arrojo que nos hace recuperar la
esencia de unos momentos que creíamos perdidos, abandonados en un espacio
bucólico, encriptados si acaso en la vasija de barro de la memoria y que ha
roto este sonido metálico y reiterativo para diluir e incrustar su contenido
por cada poro de nuestra piel, un enjambre de emociones que va resquebrajando
el tul por donde se nos cuela, de improviso y atropelladamente, el ansia por la
recuperación de este tiempo.
Hay un entrar y salir pausado, sin
estridencias, un tránsito calmo que retiene miradas y refleja esplendores y
procura no sobresaltar el reposo que va anegando el patio donde se aploma la tranquilidad
y el sosiego que llega desde el interior. Hay una frontera de sonidos que viene
marcada por la inmutabilidad de las sombras. Es difícil entender que la vida ha
quedado relegada a un segundo término, que el estrato mundano donde buscan
asilo las banalidades queda amputado ante su grandeza y que cuando te enfrentas
a su mirada sólo puedes alabar el nombre de quién La creó.
Vienen las señales a confirmar que
el tiempo está cumplido, que esta espera que antecede al gran gozo, a la
culminación de las ansias espirituales que se han ido recogiendo en la espesura
del alma, es ya bálsamo de la consumación del ansia, de la extinción de la
pesadumbre, del abatimiento del sofoco. Vienen los sonidos a refrendar la
incomprensible alegría por poder ejecutar esta medida penitencial que nos van
imponer, que nos subyuga sino que nos engrandece, que no nos esclaviza sino que
nos libera. Viene esta imposición a confirmarnos nuestra condición mortal, a
signarnos con la evidencia de lo efímero, como la alegría, como la pena. Es
cuando nos percatamos de la eventualidad de este tránsito que nos conduce a la
vida nueva que se nos promete, que se nos hace llegar con el Verbo. Es esta
herencia emocional la que convulsiona los sentidos y los distrae de la banalidad,
que los asienta en el valor inequívoco de nuestra emulación por conseguir las
gracias y dones consustanciales al sacrificio.
Cuando vuelvas la mirada, cuando
retomes el camino de vuelta y desandes el sendero marcado por los que nos antecedieron
en este peregrinar y la mano consagrada nos imponga el signo de la superficialidad
existencial, siempre encontrarás su consuelo, siempre aliviando desengaños,
encontraras su mirada, como esta ceniza que marca los signos del inicio de la
alegría.
Es miércoles de ceniza, día para la
contrición, para el reencuentro con nuestra memoria, con el descubrimiento de
la aflicción y la penitencia se ejercen cuando te alejas de su lado.
Se abren las puertas del corazón.
Entra la luz a raudales, aunque te rodeen las sombras, sentirás cómo el alma se
ve desbordada por los clamores y las gracias que se irradian desde las alturas.
Si miras, la encuentras. Sólo Ella es eterna, sólo en Ella se recogen las
gracias que otorga el mismo Dios, sólo en Ella residen los parabienes que nos
alimentan, que colman el espíritu.
Cuando nos signen con la ceniza,
polvo eres y en polvo te convertirás, mantendremos la certidumbre de que todo
ha comenzado, que las tenebrosas secuencias sobre fugacidad del tiempo se irán
diluyendo en una nueva etapa, que la nebulosa que se cernía sobre nosotros se
deshará porque el fulgor de la buena nueva que lo anegará todo y la eternidad
se concretará en el rostro del poder de Dios, que tomó y residencia en la
Basílica de Santa María de la Esperanza Macarena.
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