Es el Vecino que viene a su casa, a
colmar su sed espiritual con el agua de su mirada, esa que mana en frenético
caudal y desborda las murallas. Es el aluvión que va pregonando la humildad. Es
el que observan desde las ventanas los que no pueden caminar, los que ciñen su
existencia a una cama, los que ven sin mirar, los que sueñan con brisas de
madrugadas que alivian todas las penas, que sanan las desdichas si te acercas.
Es el rumor del aire acariciando su cara, la tenue luz de una lámpara que pugna
vencer las trincheras de las sombras donde reposan las quimeras de jóvenes
enamoradas, aunque el Doncel al que ahora observan tienen rendidas sus almas.
Viene con sones de las auras,
cánticos que se posan en los viejos alfeizares de las viejas casas donde se
escribe con grafitos de sombras que reviven la nostalgia, que los acercan al
tiempo que promueve los signos de la Esperanza. Viene rodeado de salmos que recuerdan el monte Tabor, la pasión, el
escenario que promueve el sufrimiento, la desolación que se torna en tres días en
consuelo, en salvación de los hombres. Viene colmado de cantos que elogian su
figura, que clama el perdón del pueblo, la rogativa piadosa de la condonación
del dolor, de la culpa que exigieron al pretor sobre el Hombre que se proclama
como único Salvador.
Es el Cordero Divino exultado en los
altares que transfigura sus esencias sobre el monte de claveles que figuran el
calvario de las calles que pisó, las empedradas veredas que sintieron sus caídas,
que escucharon la vileza de las palabras, que sintieron las pedradas
matirizando al inocente, al que sin hablar clamaba el amor de los amores que
sus llagas representaban.
No hay clamores esta noche, ni
estruendosa trompetería que profiera la alegría que conlleva ser portador de
Esperanza, no habrá revuelos de lanas danzando en la madrugada, urdiendo la
coreografía que en sueños configura otro vecino del barrio, aquel Juan Manuel
que colmara y cubriera de oros y terciopelos, con primorosas puntadas, con
bastidores del cielo, la desnuda dignidad del Reo y poder atenuar el injusto veredicto
que ultrajaba a Quién es Rey de Reyes, aunque el pretor lo ignorara, aunque
rompieran sus ropas los proclives a su muerte, aquellos sumos sacerdotes que no
vieron ante sí al Dios de sus propios padres, el que los antiguos profetas
anunciaban, al reconocido por el Bautista y que las aguas del Jordán
santificara cuando sumergió su cuerpo para acercarnos a Dios. No habrá ondas de
blancura que porfíen a la luna el argénteo privilegio de señalarle el camino, el
tropel de un jubileo que se concreta en rodelas y armaduras, en cascos y golas.
Es la noche y su azabache la que conforma y enmarca el retrato del dolor, el
recuerdo de la pena, la ascendencia de la aflicción, remémora del sufrimiento
para obtener la redención, el ofrecimiento del duelo de la emoción que se torna
en oración, al arropar al hermano, el acercarnos al amor como síntoma indeleble
de entender el mensaje que dejó.
Esta noche el barrio se transfigura
en escarpado monte donde se presenta el Señor para dirigirnos el salmo, para
ofrecer el sermón a los bienaventurados hijos de la Macarena, a recordarnos que
sólo desde el amor podremos postrar el rencor. Hoy surcará el cielo de la
tierra, donde place el candor, donde habita la emoción y el sentimiento, donde
reside el clamor de los ojos más bellos de la creación, para inundar de su
gracia las veredas y las calles, para dejar constancia de su entrega, para
ofrecer la indulgencia a todo aquel que pecó, para blindar corazones con su
inagotable clemencia, para bendecir a cuántos se muestran ahítos de amor, para
acompañar a los solos, para no hacer distinción. Hoy en la Macarena se levanta
el tribunal que preside nuestro Señor, el
hijo de Dios hecho Hombre, que en María se encarnó, para dictar arbitrio
sobre la clemencia. Hoy, primer viernes de cuaresma, en esta Jerusalén
hortelana, sin clamores ni alabanzas, con retiro y oración, irá Jesús
Sentenciado pregonando su inocencia.
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