Hace veinte años
y parece que fue ayer. Dos décadas que son dos columnas que mantienen en pié la
memoria. Cuatro lustros de lo que fue un sueño, un hermoso tránsito en senda de
la ilusión de unos por entonces jóvenes macarenos, que alimentaban y difundían –con
sus medios y escasos méritos- la devoción a nuestros Sagrados Titulares, especialmente
al Señor de la Sentencia.
Nos reuníamos los primeros viernes
del mes, tras la misa que la Hermandad ya dedicaba al Señor, fijaos bien, en su
altar. Era un trastoque de bancos para orientarlos hacia el oropel y el labrado, un volverse el
espíritu a la mirada serena que se enmarcaba entre las virutas que refulgen su
dorado y las rojeces de las flores que sostienen el amor de quienes la
depositan. Era el arraigamiento del sentido macareno, de descubrir toda la
esencia que puede acaparar el abrazo de sus manos, el cariño que albergan los
dedos señalándonos el camino de la justicia y la verdad. Nos concitaba la
devoción que fuimos desarrollando, porque
nos lo demandaba y ordenaba su Madre, La que todo lo puede, La que está
bienaventurada para la eternidad y es capaz de aliviar toda pena con tan sólo
evocar su nombre, bajo las trabajaderas del paso del Señor, esas benditas y
sagradas galeras que no solo logran conciliar esfuerzos, aunar voluntades bajo
el signo del Sentenciado, sino que es vínculo que conforma amistades, que crea familiaridad,
reúne sentimientos y enhebra las emociones, en el cordel de la vida, que se van
desgranando en la estación de penitencia durante la madrugada más hermosa.
Éramos un grupo que comenzábamos en
la lucha de la vida, que iniciábamos periplos familiares que ya nos
condicionaba en los comportamientos, que sosteníamos el mundo con la inmensa
ilusión de una juventud todavía cercana, que nos impulsaba a acometer los
proyectos más peregrinos. Éramos un grupo de amigos que manteníamos intacta las
nociones de la confraternidad, que conservábamos algo de la inocencia que
comenzaba a desprenderse de nuestros corazones, con las primeras muestras del
rigor de la existencia, que comenzaba a mostrarnos un mundo sesgado y que a
veces se nos representaba cruel. Pero teníamos todo por delante porque habíamos
afianzado el afecto con la convivencia continuada durante años. Por eso decidimos
formalizar aquellas reuniones que manteníamos tras la celebración de la misa
del Señor. Y así nació la Tertulia Cofrade “La Sentancia”. Una pequeña
institución que se mantuvo en pié hasta principios del nuevo milenio.
¡Qué grandes momentos compartimos,
verdad amigos! Consolidamos la amistad, vivimos momentos tristes que se alzan
en nuestras memorias, y desgraciadamente no supimos mantener otras… Cosas que
suceden cuando los hombres entran en juego de emociones.
Hoy retornan los instantes que
supimos construir con ilusión, aquéllos que fueron realce y embellecimiento
para los quisimos la amistad sagrada que se adviene con el esfuerzo compartido,
con la oración sugerida, con los silencios que se encumbraban en los cielos que
creíamos poseer y que se fueron difuminando en la nebulosa de la separación, de
la ausencia y la distancia, de los compromisos y obligaciones que fueron
determinando su final. Hoy retornan a mí las escenas que nos hicieron reír,
aquéllas que nos provocaron el llanto y otras que no logramos olvidar porque
nos vimos sorprendidos por el dolor o por la anécdota absurda e inocente que
nos hacía soltar carcajadas y que aún todavía hoy no sabemos por qué, pero que
nos limpió el alma de desasosiego aquella noche, en el rincón que nos ofrecía
Miguel Loreto en su local.
Hace dos décadas la Tertulia la
Sentencia se constituía para hablar y versar sobre cosas de tanta magnitud como
el racheo de unos pies en el compás de un convento, o de la importancia que
conlleva saberse macareno, de haber pasado alguna noche con el Hijo del Carpintero,
al bendito Sentenciado, y saberse poseedor del don especial de la transmisión
de la Esperanza a quienes nos esperaban ilusionados.
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