
Vienen, con su pausado y rítmico aleteo,
a señalarnos los tiempos, a marcarnos unas pausas que son parte de la remembranza,
la recuperación de una parte de la vida que nos fortalece el espíritu y engrandece
las vivencias, los hechos minúsculos que van conformando una esplendorosa
galaxia de sensaciones. Como en las noches de verano estallan la pléyades en el
azabache tapiz que alfombra el salón del universo, ahora se presentan con sus minucias, con sus atípicos movimientos en el
cenit de la vieja fábrica para recordarnos el cíclico y embrollado discurrir
del tiempo.
Forman parte de este paisaje urbano
que el hombre se empeña a deshumanizar, en deformar con la construcción de
edificios que le procuran egocentría y advienen de la podredumbre de sus
egoísmos. Son la prueba irrefutable de la condonación que la naturaleza otorga
sobre los desastres que le procuramos con los constantes desmanes, de los ataques
que incesantemente lanzamos sobre los horizontes, sobre los cielos que dejamos
de ver, que nos ocultan con la precariedad mística que esboza el género humano
cuando prefiere mantener su omnipresente y poderosa condición del ser supremo
de la creación frente a otros que también fueron creados para compartir los
bienes no las inmundicias.
Por San Blas, cigüeñas verás. Es la alegría
de su contemplación que nos retrotrae a la infancia cuando se espejaban
majestuosas, en las cuarteadas vidrieras de los módulos escolares, con el
planeo de sus vuelos, el recorte de un horizonte que se nos mostraba limpio,
claro, transparente, y se perdían los minutos en la contemplación de estas aves
que rondan campanarios para compartir las emociones de los hombres porque presagian,
que el bronce que se volea y repiquetea, es el anuncio de una dicha o la
notificación de un negro augurio de dolor.
Son
estas cigüeñas, que toman el cielo de San Bernardo, que hacen suyos estos
espacios, las alturas celestes desde las que dominan todo la inmensa grandeza
de la ciudad, estrenando los aires que tienen visos de nuevos fríos que van
resquebrajando los perfiles sobre los que se cuelgan los escasos hálitos de
calor, que curiosean los comportamientos del sol y que retoman su idilio con el
añejo miguelete que comparte vigilancia del orto celeste que les sirve de friso
y mural donde proteger su amor, las que señalan la culminación del viejo
tiempo, las que marcan la consolidación de la ventura y las que signan las
frentes de la memoria de la ciudad.
La
estela de estas aves figuran siluetas pintureras, recortes de acacias que luego
quedarán plasmadas en los terciopelos de los mantos, en las esquinas labradas
de un paso de misterio, en los recovecos que se insinúan el repujado de un
varal, en el tintineo melódico del roce de una bambalina. Son el primer pregón
de lo que está por venir, el primer canto solista de ópera que recorrerá los
espacios para anegar, de grandeza y hermosura, los pliegues de todos los
rincones de la ciudad de la luz y la gracia
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