
Paseando por el entramado de calles
de la Judería, acercándome a la plaza de San Bartolomé, arañando recuerdos de
cuaresmas en blanco y negro cuando la Hermandad de Jesús Despojado realizaba su
estación de penitencia desde la parroquia del viejo barrio, pude comprobar cómo
todavía quedan residuos de la historia de nuestra ciudad, espacios que uno
creía figuraban ya en el arca de nuestra memoria, y ante mí apareció el cartel
de la vieja Carbonería, lugar emblemático para gente de mi generación, lugar de
encuentros y desencuentros, de la alternancia cultural y etílica, de la
exposición de obras pictóricas y cuyos autores, a excepción de algún relumbrón
que transgredió los límites de la utopía y se afianzó en el más servil
mercantilismo artístico, jamás pudieron amortizar los pinceles y las pinturas
con los que figuraban sus lienzos. Lugar de la mejor bohemia, alegre, triste y
gris, refugio de perdedores que batallaban ante la incomprensión de una
sociedad que todavía anclaba sus pensamientos y sus más tristes tradiciones, en
sus peores prácticas y caducos posicionamientos sociales, asilo de triunfadores
que buscaban el aliento del gentil reconocimiento, del laurel que los signara
como apátridas de esta ciudad que solo tenían ojos para el triunfo extranjero. Allí
estaba su puerta decimonónica incitándome y provocándome a que traspasara el
umbral de su penumbra –te acuerdas Jesús- a que hiciera frente a la deuda que
mantengo con él, que nunca satisfice, por tanto conocimiento adquirido, por
tantas vivencias que surgían en el fragor de la batalla por la vida cotidiana y
siempre había un motivo y una situación para solventarlas.
Y fue aquella noche, transgredidos
los límites de la realidad, que en la Carbonería se fundían en los estratos de
la noche para convertirse en realidad de duende y genio de una actuación de
Kiko Veneno o el toque de guitarra de Raimundo Amador, el niño del Habichuela
que ahora vende ilusiones flamencas por los mejores escenarios del mundo,
cuando Vicente, el del canasto apareció de improviso en el magnificente tugurio,
oteando esos horizontes que sólo él podía vislumbrar, esos mundos que fabulaban
en su mente las historias de las que sólo tenía constancia él. Llegó para
descubrir que las alegrías se vertían y confundían en las aguas que confluyen
en el lago donde reposan los sueños y nos advertía de los peligros de una
mujer, que para mí vino a convertirse en ser mitológico y que se iba
agrandando, como Cencreo, el hijo de Salamina y Poseidón que fue rey de la isla a la que puso el nombre
de su madre, hasta llegar a convertirse en la obsesión de cuantos oíamos el
relato de la propia tristeza de Vicente.
Allí continuaba la vieja sala,
corroborando el añil del cielo que se abre a las Mercedarias, resistiendo a la
especulación que trata de convertirla en tienda de recuerdos o restaurante de
comida rápida, donde la memoria restituyó las vivencias, donde el tiempo se
perpetuó para mostrárseme ahora y que los fantasmas que deambulan por él,
porque no conocen otro espacio ni otra dimensión, volvieran a reírse de nuestra
bonhomía cuando lo abandonamos aquella noche que vimos a Vicente remolcado por
su canasto, camino del pub del patio San Laureano, donde tomamos aquel último Martini
blanco que puso fin a nuestra etapa de juventud.
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