Estas alertas meteorológicas que
ahora son tan exactas, tan exhaustivas en sus detalles y que son capaces de advertirnos
con días de antelación, nos han metido el miedo en el cuerpo con el anticipo de
la llegada de una ola de frío siberiano. Lo cierto es que esta bajada de las
temperaturas, que está afectando a casi toda Europa, por no decir a la
totalidad, está causando verdaderos estragos en los países por los que se está
dejando notar.
Las imágenes a las que tenemos
acceso en la televisión e internet nos están dejando helados, nunca mejor
dicho. Pueblos aislados por las tormentas de nieve, lagos congelados en los que
hacía décadas que no se daban estas circunstancias, paisajes que parecen
extraídos de un reportaje fotográfico del Ártico y el fallecimiento de personas
por congelación en lugares que no están preparados para enfrentarse, con las
garantías de seguridad necesarias o la precariedad de las viviendas en las que
viven, a la rudeza extrema con la que se nos está presentando este año la
naturaleza.
Nos acobardan estos partes meteorológicos
que nos avisan del frío como si nunca lo hubiésemos sufrido, como si fuera un
nuevo estado natural, el adelanto de ese cambio climático que tanto nos
anuncian y que puede poner en peligro, dicen los expertos y los científicos más
avezados, la continuidad de la especie humana.
Son estas enormes y maravillosas
posibilidades, que los adelantos tecnológicos ponen a nuestro alcance para la
prevención de los desastres naturales, las que nos quieren hacer perder la
memoria del rigor del frío por nuestras latitudes. Siempre hemos padecido
épocas en las que los campos amanecían helados y su verde natural transformado
en albea capa de hielo. Siempre ha habido temporales en los que los aleros de los
tejados mostraban esas eventuales estalactitas a punto de desprenderse con los
primeros síntomas de calor. Siempre nos hemos abrigado en las vísperas
navideñas con épocas como la que nos anuncian ahora, a veces con carácter
cíclico, y esta Sevilla nuestra se ha visto asolada por esa insoportable
gelidez que se va colando en el cuerpo, que va apoderándose de él de manera
subrepticia, acomodándose en el tuétano de los huesos para infringirnos y
condenarnos a esa sensación de impotencia frente la invasión húmeda que le
acompaña, de no poder desprendernos de él.
Me río yo de las austeras estepas siberianas cuando paseamos por las inmediaciones
de la Catedral y súbitamente nos vemos sorprendidos por esa criminal brisilla
que recorre la calle Alemanes, que va a morir en la esquina de Placentines,
donde muestra una de sus fachadas el palacio Arzobispal, y nos acaricia el
rostro con ese látigo glacial que provoca labios resquebrajados y sabañones
como tortas de Inés Rosales -¡qué buenas! De nada sirve pertrecharse con
abrigos y bufandas, acorazarse con chalecos de lana y gorritos con orejeras.
Como tengas la mala ventura de cruzar la esquina de Matacanónigos –la nominación
ya se describe por sí solas- corres el riesgo de adquirir una pulmonía doble.
Eso es un microclima y no las dehesas de Doñana. Un lugar digno de estudios y
doctorados, con sobresaliente cum laudem, por las eminencias científicas que
tanto saben de meteorología. A ver, a ver cómo resuelven y encuentran explicación,
a este fenómeno climático tan localizado. No hay un espacio más pequeño en el
mundo –y parte de Oceanía, como dice un amigo cuando quiere exagerar lo que de por
sí ya extraordinario- capaz de producir tantas pulmonías y hacer méritos para que
se cambio el nomenclátor del callejero.
¡Qué frío, en esa esquina! Y hasta
ha ampliado el negocio con la implantación de una sucursal, o como se dice
ahora tan habitualmente, una franquicia, en la esquina de la calle Jiménez
Aranda con Eduardo Dato. Es un verdadero pasillo por donde corre el viento del
norte a sus anchas e instituye catarros y coros de toses. Pregunten, si
conocen, a algún vecino. O mejor, dense una vueltecita por allí para comprobar
in situ cuanto les refiero. ¡Qué frío en esa esquina!
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