
No, todavía no. Pero ya comienzan a
asomarse, a ese pretil de la gloria suspendido en el Aljarafe, donde se acodan
nuestros ancestros para recordarnos que tenemos la gloria fijada en el fondo de
nuestras retinas, los primeros síntomas de una luz que comienza a despreñarse de
las hilaturas de las tinieblas, a rasgar las veleidades de los algodonosos
velos que mutilan el paraje azulado donde reposan los sueños, donde se
entretejen las vivencias, los paños que absorberán nuestros mejores
sentimientos y los trasmutarán en acuosos regueros que surcan los sonrosados
prados de una mejilla cuando el aire de abril arrulle los oros de una malla y descubra
los secretos de unas amorosas puntadas juanmanuelinas.
No, todavía no. Pero ya comienza a
regocijarse la sangre en las entrañas, a acelerarse los pulsos con estos
inicios de las claridades ahondando y apartando oscuridades, con esta
prolongación de la luz que se abre paso entre las frondosidades que fueron cubriendo
el vergel de la alegría, con este ganarle la batalla a las últimas horas de la
tarde que huyen despavoridas para cubrirse con el manto de la noche, con este
repliegue de oscuridades que cambian la tonalidad de las sonrisas y aleja el
ocaso hasta los límites de la satisfacción y el gozo. Una baraúnda que nos
procura la cascada de visiones que nos llegarán apenas abril destrone a su
antecesor y se disponga a mostrarnos, en la fertilidad de su transcurrir, en la
muerte de su horas, la agitación del sentimiento apenas la plata de una cruz
nacare las fronteras de una acera o el sonido de unos pífanos atraviesen la
conciencia, nos despojen de la realidad y nos sumerjan en la inmensidad
oceánica de la emoción.
No, todavía no. Nos queda la
recuperación del romántico asombro, que nos azota y conmueve los entresijos del
alma cuando en las gradas de la catedral, o en el albeo y brillante páramo de
la fachada de una iglesia, o en el oculto rincón de una taberna, el grito de
silencio de una convocatoria de culto nos alerte de la proximidad para consumación
del idilio. La sencillez de lo bello, lo extraordinario de la inocencia, presentándonos
y aposentándonos en la firme tarima de los cielos donde se concreta la sublime
representación del auto del amor y la entrega, del dolor y la pasión, la
encarnación de los anuncios que los profetas anunciaron y que en esta ciudad
vienen a cristalizarse en la enturbiada mirada de la Virgen del Valle o en el
clamor salvífico que se proyecta en los ojos del Cachorro sobre el telón rugoso
y argénteo del firmamento.
No, todavía no. Queda el tiempo arañando
las salmodias de los rezos, la cicatriz del amor expuesto que permanece fijada
en el repujado de un candelero, la herida cauterizada por el riego de la cera,
el incienso desvelando los misterios que se guardan en el aire de los templos,
la concisa y precisa expresión del ya queda menos que viene a amortiguar las
andanadas que lanzan los cañones de los miedos, de la ansiedad que retuerce y
extrae los sueños.
No, todavía no, amigo. Que no pase
el tiempo, que nos deje en la eterna espera, que todo siempre esté por llegar,
que la emoción tome arraigo en el cuerpo y nos haga temblar, que su paso no
sustraiga la ansiedad por descubrir en un entrecejo la completa felicidad, esa sensación
que nos hace recuperar los momentos de la infancia, la tosca mano que nos
guiaba desde la casa hasta el templo, que nos enseñó a persignar, a postrarnos
de rodillas, a sabernos levantar cuando el cansancio llegaba en forma de
madrugá.
No,
todavía no, que no corra el reloj. Vivamos estos momentos y llenemos de
esplendor el corazón. Todo está por llegar, todo está anunciándose con esta
primera claridad.
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