Debe
ser la edad, ésta sensación que comienza a reconcomer la temporalidad, a
recortar las esencias que uno creía propias, inalterables, indestructibles y
perennes y que ahora se muestran con una crudeza extraordinaria. He de
reconocer que tengo una extrema facilidad para descubrir mis emociones, para
destemplar las cajas donde se guardan mis más íntimas sensaciones, que la
lágrima me tiene esclavizado y soy incapaz de contenerla en la vidriera
destapada que ocupa un lugar en mis adentros, que siempre anduve por las fronteras
donde se desarrollan litigios y mantienen sus pendencias la razón y el corazón.
Casi siempre me pueden los afectos y me vencen los sentimientos.
Dicen que uno con los años va
adquiriendo un caparazón que le aísla y le endurece ante las vicisitudes que se
le presentar en el diario quehacer, que nos vamos edificando murallas desde la
que observamos, desde prevención de la lejanía, como se va descomponiendo el
mundo sin que nos afecte. No es cierto, y que levante la mano quienes así se
definan. Conforme vamos dejando atrás camino conseguimos obtener una visión
menos dolorosa de la propia existencia para enfrascarnos en la misericordia y en
la ternura.
Sigo, por ello, enterneciéndome con
hechos tan leves como la sonrisa de un niño, la pérdida de un amigo o ese cruce
de miradas que mantengo, con un Joven Carpintero de la Macarena, que se vió procesado
injustamente por quienes después pidió su redención, cada madrugada del Viernes
Santo. Todavía no he resuelto este enigma que embarga mis emociones y sublima
mi alma, un suceso tan extraño como vigorizante. Son misterios cuya soluciones
no me preocupan porque muy al contrario
que los que me atormentan, éstos me reconfortan y gratifican. No importa que me
sorprendan acuciando mis sentimientos con lágrimas en la audición de una copla
o en la contemplación de una película, ni que me reprochen esta incontinencia
en mis lecturas y torpezas literarias.
Fue el pasado lunes. Ponían en la segunda
cadena de televisión española esa pequeña obra maestra que es Cinema Paradiso,
una película que me apasiona por las emociones que transmite y por los gratos
recuerdos que me trae. La primera vez que la ví, creo recordar que el cine
Cervantes, tuve que demorar mi salida de la sala veinte minutos. El final es
apoteósico, una secuencia tan extraordinaria que conmovió mi corazón. Toda la
vida pasando frente al protagonista –no voy a contar el desarrollo por si
alguien no la ha visto aún, cosa que recomiendo ejerzan a la mayor brevedad- en
aquellos recortes de cintas cinematográficas, toda la niñez recuperada, toda la
valentía de la amistad mostrándose con crudeza extrema, todas las penalidades
superadas por la gloria efímera del hombre revolviéndose en la memoria, asentándose
en el espíritu y venciendo el raudo paso del tiempo, toda una deuda pagada con
la reconciliación de aquellos besos que fueron robados a la visión de los
espectadores por el timorato pudor y el falso recato de una sociedad cerrada, obcecada
y reprimida. “Totó, vete y no vuelvas”, le aconsejaba Alfredo, el viejo
protagonista, al incipiente creador que tenía frente así, al joven que aún
mantenía fuerzas y esperanzas para la concreción de sus sueños y que en su
pueblo se verían cercenados por la intolerancia y la incopmprensión.
Es la banda sonora del gran Ennio Morricone,
endulzando las escenas, desmembrando las partituras, según los actos, con
bellísimas y cultísimas armonías que nos centra en ellas, que no nos distrae de
la acción sino nos encumbra en sus cimas para descubrirnos cómo se escinde el
corazón que se rinde a la primera o cómo
se eleva al sumun de lo magnifico del amor maternal cuando se esperan treinta
años para depositar un beso en una fisonomía cambiada por el tiempo pero nunca
es extraña, que siempre es reconocida.
Todavía no me han podido los años,
ni me he dejado arrebatar el derecho a la emoción, a no inhibirme ni a privarme
de expresar mis sentimientos. Sigue llorando cuando las imágenes me conmueven y
me siento libre. ¡Qué película más bella ésta de Cinema Paradiso!
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