¡Qué sabemos del tiempo y de su
paso, del discurrir premioso de los minutos, del lapsus de los siglos vencidos
por el amor y la entrega! Hay un transcurso de horas que pugnan por mostrarse, que
van desencadenando instantes hasta construir el basamento donde se sostienen
las emociones, esos momentos que disputan la gloria a la efimeridad y que
porfía con la fugacidad por grabarse en ese mármol blanco que se consolida en
los sustratos del alma y que sólo se muestran cuando perece el sol de la
conciencia.
Es el tiempo que se inmortaliza en
el temblar de una llama que se asoma a la muralla de cera, batiéndose desde la
fragilidad de su pabilo para no verse cercenado por la brisa que penetra,
elevando su majestuosidad para pregonar las excelencias de una sonrisa, el
clamor de un llanto o la definición mayestática del dolor que se refleja en el
péndulo que fija su punto gravedad en la mirada desquiciada por el martirio. Es
el momento que se eterniza en la retina de la memoria y se plasma en el gran
libro de intrahistoria personal, en las vivencias que jamás volverán a
repetirse, aunque nos parezca similar el llanto de la candelería que se ha
situado sobre el presbiterio y en cuya cúspide se alza la efigie sagrada,
centro de gravedad del altar.
Es la semipenumbra que va modelando
los restos de la arcilla que conforma el recuerdo y el sentir de los hombres y las mujeres que
van visualizando las ausencias en la metódica disposición de las insignias, en
el ordenamiento causal de los espacios, en la configuración de las luces que
han de han de representar la recuperación de la evocación. No hay pausa en este clamor, en esta
sonoridad que arriba desde el silencio y que es capaz de demoler los graníticos
muros que se han ido conformando en torno a la contemplación extasiada que
Quienes nos convocan a la oración.
Es esta intromisión en la intimidad,
en la ruptura de la privacidad de la comunicación entre Dios y los hombres, que
pasa a ser compartida por quienes intervienen en el momento del rezo, en esa proclamación
conjunta que refresca el espíritu y mantiene la certidumbre de la consecución
de la alegría porque cada instante es un recorte a la temporalidad, al
acercamiento de la dicha que supone consagrarse bajo el hábito de la
penitencia. Es la sustancialidad que toma cuerpo y se muestra para guiarnos por
la senda que ha de conducirnos a la omnipresencia de la tradición, la
imposición que nos signa en la conservación de nuestros recuerdos, de la
transmisión filial que nos confirmó en la creencia y en la fe.
Es la recuperación de los estadios
que nos dignifican y nos elevan a la condición superior del espíritu, que nos reafirma
en nuestra condición de hermandad y, por tanto, en la familiaridad que nos
desprovee de cualquier envilecimiento, que nos desabastece de la estigmatización
de lo superfluo para inmiscuirnos en la dificultad del amor, en la consagración
de la ecuanimidad de los afectos, en esa sensación igualitaria que mana de la
pureza de los sentimientos y que es capaz de revocar cualquier asentamiento de
la maldad.
No es tiempo de la derrota sino el
de la consecución de los afectos. No es el tiempo que nos vence si no el que
nos otorga la condición de lo fraterno. No es el tiempo que nos resta emotividad
sino el que nos proporciona la serenidad suficiente para poder comprender que
se nos presentarán de las maneras más extrañas. Es el tiempo que viene vencido
ya por la cadencia de la luminosidad de un bosque cerúleo que ha sido cultivado
para dejarnos ver toda la grandeza del hombre que creyeron Sentenciar y del que
obtuvieron la libertad absoluta.
¿¡Qué sabemos del tránsito del
tiempo si hoy como ayer siguen perpetuadas las emociones, si las lágrimas y las
oraciones vienen encadenadas por las generaciones!? ¿¡Qué sabemos de sus
discursos y sus pláticas si hoy como ayer, hemos visto pasar los siglos,
aferrados al amor y a la devoción, en el estremecido flamear de una llama que
dota de color y calor al Cristo crucificado que preside un altar de culto!?
Sólo somos conscientes de la linealidad del tiempo y suele sobresaltarnos con
la brisa de la emociones en el momento más inesperado.
Es el tiempo vencido que retoma su
razón de ser cuando traspasas en el
primer umbral del templo, rompes la primera oscuridad y por los ojos se
introduce la visión del altar de culto devolviéndonos los siglos que creemos
disueltos en el tiempo.
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