
Muchas mañanas de domingo, cuando
los rigores del frío iban dejando paso al agradable candor del sol tibio de
invierno, ascendíamos mi padre y yo, bordeando las riberas del río Pudio sobre
aquella vespa en la que nos trasladábamos, hasta las fronteras campestres que
delimitan el Aljarafe de la campiña, buscábamos el sendero que nos acercaba a
la vieja bodega. Rellena la garrafa de mosto, volvíamos a recuperar el camino y
bajábamos por la vieja carretera de Palomares hasta desembocar en San Juan de
Aznalfarache, tomar el viejo puente de hierro –desde donde se podía contemplar
los inmensos naranjales de la dehesa de Tablada y la orilla del Guadalquivir acariciando
los robustos troncos- y acceder a la ciudad por el nuevo cauce del convento de
los Remedios. Entonces parecía que las distancias se prolongaban en el espacios
y el tiempo en recorrerlos eterno. La vieja garrafa, protegido el vidrio por
aquella rejilla de mimbre, era recibida con algarabía en estrecho tugurio.
Dionisio, no el dios, si no el tabernero, había preparado unos sábalos en adobo
y unas papas aliñás que tenían su fin predeterminado. Se escanciaba el mosto en
el juego de cañas, repartidas y perfectamente dispuestas en el sostén metálico
y doradode la cañera, el oro atemperado y líquido confundía el rubor de su
color con los viejos barnices del mostrador.
Era el tiempo que venía a descubrir
las esencias, a licuar la convivencia en el calor del mediodía de un domingo de
invierno. Como el de ayer, luminoso y cálido, de suelos dorados y apuntes de
brotes en las ramas de los árboles que ya pregonan la templanza del ánimo, la
serenidad que se amasando en el espíritu hasta conformar un glorioso esqueje,
que verdeará en el amanecer de un viernes. Un domingo cualquiera era motivo
para la reunión, para tomar aire y recordar que la vida es un soplo, un
pasajero y liviano soplo. Desde Almensilla a Sevilla llegaba el aroma del
brebaje místico que adormece los impulsos peores y promueve la concordia. Tengo
que volver al pueblo y recuperar esas mañanas. Es una necesidad retornar para
experimentar la alegría de lo antiguo, para descubrir la inmunidad soleana que se
perpetúa en los campos de aquella vieja alquería. El arrullo de aquellos
tiempos promueve la retención que hace vibrar el ánimo. Dionisio y sus huestes
han huido al lagar azul construido en los cielos, el lugar y los paisajes, habrán
cambiado, pero la memoria los hace inalterable en la historia de las cosas pequeñas
y cotidianas que son con las que se escriben las grandes obras de la humanidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario